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Crisis del coronavirus Crónicas desde Madrid

Carta a una abuela

Los mayores han tenido que olvidarse de abrazar a sus hijos y nietos

Un señor va a hacer la compra en Madrid. LA PROVINCIA / DLP

Desde la calle, a grito pelado, el hijo de la vecina del tercero mantiene con su madre una breve conversación. La mujer, desde la ventana, termina por lanzarle besos volados y le dice, con la voz entrecortada, que se cuide, que ella en casa está bien.

Estas escenas, entre la ternura y la tristeza se repiten de forma habitual en este Madrid de la paranoia y las cifras que dan miedo. Los mayores se han convertido en la diana segura de este virus, por eso sus hijos y nietos tienen que olvidarse de ir a verlos y de darles abrazos. De esos abrazos largos, interminables, en los que sientes como te estrujan, como si no quisieran soltarte por temor a que no vuelvas.

En Cáritas Madrid se les ha ocurrido organizar un servicio postal extraordinario. Van a pedir a sus voluntarios más jóvenes, entre 17 y 30 años, que escriban cartas a los mayores de varias residencias. Cartas con nombre y apellidos para que todos aquellos que puedan leer sientan que no están solos.

Los chicos enviarán sus textos a través del correo electrónico, y un trabajador de la residencia se encargará de hacer una copia y entregársela a su destinatario. La idea es que envíen sus misivas dos veces en semana. Así durante este eterno aislamiento forzoso tal vez se sientan algo más acompañados, o por lo menos a través de esas cartas tendrán la sensación de recibir esos abrazos que ahora nadie les puede dar. Y además, el compromiso de este contacto postal es que los mayores también deberán responder a estos jóvenes. El final feliz aparecerá cuando los de un lado y los de otro puedan conocerse cara a cara.

La gente en esta cuarentena está descubriendo que detalles nimios, esas cosas tontas que antes se hacían sin darse cuenta ahora se convierten en sueños, en la carta de los deseos que todos querremos hacer una vez que se abran las puertas. Y el virus haya cesado.

Estos días me acuerdo de "mis abuelos" en Canarias, de esas mujeres y hombres mayores a los que he entrevistado alguna vez y siempre me han dejado con el ánimo por las nubes, con regalos tan preciados que jamás se olvidan. Me encantan sus historias y esa manera tan peculiar de hilar las cosas. Paquita de La Isleta habla de sus obras de teatro, del último monólogo que hizo con sus amigas. Enriqueta Romero en La Graciosa siempre logra hacerme reír con sus refranes, con esa manera que tiene de contar anécdotas. En La Vega del Río Palmas pasé una mañana luminosa en la casa de Eva y Amaranto. Ella con sus poesías y él con su vida en una isla de Fuerteventura que encandila tierra adentro. Entre todos mi debilidad se llama: Vicenta Betancort de Órzola. Metida en su casa, sin salir, por problemas en las piernas, resulta una mujer tan sabia que puedes pasar horas hablando con ella por teléfono. De un relato memorable a otro que lo supera. Esta mujer es como una maga, en lugar de conejos de la chistera, ella siempre saca grandes historias. Tal vez no lo sabe pero de alguna forma, Vicenta pertenece a esa generación del realismo mágico en el que un hombre con alas puede aparecer en el jardín de unos vecinos, entonces sin darle importancia ella iría a paso lento a darle comida y agua.

Entre sus cuentos, jamás olvidaré aquella vez en la que me dijo que en un bar de Haría se llegó a vender carne de gato. Por eso su padre, cuando se enteró, dejó de ir allí a jugar a las cartas y a echarse un vasito de vino con algo para picar. Tenía miedo que le dieran como aperitivo ese extraño manjar.

Estos días están encerrados, y unos los llevan mejor que otros. Eva Padrón reconoce que su vida es salir a caminar pero no puede ni debe. Tienen miedo. Sus hijos les dicen que no abran la puerta a nadie y que por supuesto se olviden de dar abrazos. Les llevan la compra hasta la puerta y se la dejan allí.

Todos extrañan a sus familiares, a sus vecinos, y poder salir a la calle aferrados al bastón para dar vueltas por el campo y detenerse debajo de aquella palmera y quedarse allí, hablando con el que pasa. Pero no se puede. Y desde sus casas siguen sin entender, cómo el resto del mundo, la furia de este virus. Vicenta dice que es como un viento que se pega al cuerpo de la gente y se lo lleva. También se imagina a este bicho volátil como un perro enrabietado que se lanza contra el primero que pasa y lo muerde.

En Madrid, una mujer de 83 años y con problemas de pulmón estaba triste porque no podía ver a su nieta adolescente. Entonces a las dos se les ocurrió citarse en un supermercado. Se vieron, se saludaron a distancia, y así con este reencuentro se les pasó algo este malestar.

Y al final, los abuelos, siempre ellos, acaban por pedir a los demás que se cuiden y que esto seguro que pasará. Sin dudarlo, desde lejos siguen lanzando esos abrazos tan especiales que se sienten aunque tengan que cruzar un trecho de dos metros.

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