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Crisis del coronavirus Los creadores de vacunas

El olvido a cambio de salvar millones de vidas

Buena parte de los científicos que desarrollaron la inmunización contra enfermedades que amenazaban a la humanidad apenas recibieron reconocimiento o incluso fueron ridiculizados

Kitasato Shibasaburo

Millones de españoles aplauden, puntuales, a las ocho de la tarde a sus nuevos héroes, los trabajadores de la sanidad, que luchan contra el coronavirus. Es una profesión de la que históricamente se recuerdan pocos nombres, que exige sacrificio y que en muchas ocasiones lleva incluso a sus grandes pioneros al martirio en vida o al anonimato de la historia. Nombres escasamente conocidos como Maurice Hilleman, Ignaz Semmelweis, Alexandre Yersin o Kitasato Shibasaburo se mezclan con otros más reconocidos, como Louis Pasteur o Robert Koch. Ser un despiadado dictador o un genocida asegura la fama. Para pasar a la historia, matar está más valorado que salvar millones de vidas. Solo con los avances médicos de los últimos 120 años, la esperanza de vida en países como España ha pasado de 35 años en 1900 a 83,5 años en 2018. No sabemos a quién agradecérselo.

Los pioneros de la medicina moderna tuvieron que enfrentarse a los prejuicios de la sociedad. El aragonés Miguel Servet, teólogo y médico, describió la circulación de la sangre, si bien su obra apenas tuvo impacto en aquel siglo XVI; fue quemado en Ginebra, en 1553, siendo considerado un hereje tanto por los cristianos como por el incipiente movimiento protestante.

La confianza de la época en los profesionales de la medicina era escasa, Francisco de Quevedo llegó a escribir que "matan los médicos y viven de matar, y la queja cae sobre la dolencia". Se exponían a las enfermedades sin tener apenas idea de cómo funcionaban en realidad. Tuvieron que extenderse por Europa las ideas de la Ilustración para que la situación empezase a cambiar. Pese a ello, quien intentaba avanzar se arriesgaba a ser ridiculizado, castigado por la Iglesia o por sus propios colegas.

Esto fue lo que le ocurrió a Edward Jenner, el médico rural inglés que, aun habiendo demostrado que su descubrimiento -la vacuna- frenaba la viruela, la enfermedad más mortífera de la historia, fue objeto de burla y menosprecio durante años. Jenner vivía en Berkeley. Era conocedor del sistema de la inoculación, que la aristócrata Mary Wortley Montagu había introducido en Occidente tras sus viajes por el Imperio Otomano, donde descubrió esta práctica extendida por Asia, que reducía la incidencia de la mortal viruela. Mediante la también denominada "variolización", se inoculaba el contenido de las pústulas de un enfermo en el corte sangrante de un niño sano. Tras ello, se sometía a cuarentena. El riesgo de contraer la enfermedad era alto, pero si se superaba, el pequeño quedaba inmunizado contra la enfermedad, que mataba al 30% de las personas que la padecían y que a los supervivientes dejaba marcas de por vida en forma de cicatrices o incluso de ceguera.

Jenner fue un paso más allá. En el campo había un sector de la población cuyo rostro no estaba picado por la viruela. Eran las vaqueras, las encargadas de ordeñar los animales. Las vacas -también los caballos- sufren un tipo de viruela leve, que hace que aparezcan pústulas en las ubres. El galeno se percató de que quien se contagiaba de esta dolencia leve nunca sufría la vertiente grave de la viruela. Decidió demostrarlo de forma empírica. Contagió la enfermedad vacuna a un niño de 8 años, James Phipps, hijo de su jardinero -un método de trabajo impensable hoy en día-. Unos días después, al joven le apareció una pequeña pústula que cicatrizó. La segunda parte del experimento comenzaba entonces. Jenner había extraído linfa de viruela humana a una enferma, que extendió sobre una incisión del brazo del niño. No tuvo síntomas, estaba inmunizado.

Tras este éxito, hizo pruebas con 23 personas más, y la conclusión fue que no contraían la terrible enfermedad. En sus textos utilizó los términos "variolae" y "vaccinae" para referirse a este proceso, que utilizaba la viruela bovina. De estos términos deriva la palabra vacuna. Su logro se extendió rápidamente, pero las críticas también. Llegó a publicarse una sátira, "The cow pock", en 1802, que recogía los chascarrillos más extendidos sobre los supuestos efectos secundarios de la vacunación: que a quien se sometía a tal proceso le salían cuernos, rabo, incluso ubres. El método llegó a extenderse antes por el continente que por las islas británicas. Napoleón ordenó vacunar a todas sus tropas, y España organizó, en 1803, la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, la Expedición Balmis, una aventura extraordinaria recuperada ahora del olvido por el Ejército, que denomina "operación Balmis" a su despliegue de ayuda con motivo del estado de alarma.

La Expedición Balmis fue la primera campaña de vacunación masiva de la historia. Impulsada por el rey Carlos IV, quería inmunizar a los habitantes de las colonias en América y Filipinas. El doctor Javier Balmis era su jefe e ideólogo. Entonces no había forma de poder conservar, controlar y aislar una enfermedad. Cómo lo lograron fue ingenioso: con los facultativos viajarían niños, 22 en total, procedentes del orfanato de La Coruña, puerto desde el que partió la expedición en el barco "María Pita". A los pequeños -otra vez niños pobres usados como conejillos de indias- se les fue inoculando, de forma sucesiva, el "pus vacuno". De los cuidados de los niños se encargó una enfermera, Isabel Zendán, que logró que los pequeños y la enfermedad llegasen frescos a las Américas, donde se llevó a cabo la vacunación masiva por el método de la exposición al pus bovino. Balmis llegó incluso a China, tras pasar por Filipinas, donde inmunizó a miles de personas en la provincia de Cantón.

El propio Edward Jenner dijo que "no puedo imaginar que en los anales de la historia se proporcione un ejemplo de filantropía más noble y más amplio que este". El científico y explorador Alexander von Humboldt calificó años después, en 1825, este viaje como "el más memorable en los anales de la historia".

Los avances científicos siempre han sido complicados de instaurar. Aun a mediados del XIX, en 1846, un médico húngaro pagó cara su intención de introducir una costumbre entre sus colegas: lavarse las manos. Ignaz Semmelweis descubrió que con este sencillo gesto las infecciones durante los partos se reducían drásticamente. Sus jefes lo despreciaron, ese joven no era nadie para discutir sus métodos. Despedido de dos clínicas, vivió como un mendigo, intentando demostrar que tenía razón.

Hoy, en plena crisis del COVID-19, las sociedades reclaman el desarrollo de una vacuna que combata el virus. En el siglo XIX había decenas de enfermedades mortales que podían convertirse en plagas. Históricamente, la enfermedad tenía un origen divino, era un castigo por los pecados cometidos. Pero los nuevos conocimientos fueron acumulándose y culminaron en los trabajos de Louis Pasteur, que dio con la clave: hay microorganismos invisibles, los "microbios", que son los que causan las enfermedades. Todavía no podía distinguirse la bacteria del virus, del hongo o del parásito.

Como todo descubrimiento revolucionario y contrario a la ortodoxia reinante, fue rechazado. Pero acabó siendo irrefutable. Demostró la eficacia de las vacunas, primero con el cólera aviar y luego con el carbunco (ántrax) en las ovejas, y acabó desarrollando la vacuna contra la rabia, enfermedad muy común entonces. En 1882, Robert Koch, en uno de los puntos culminantes de la historia de la ciencia, mostró al final de una conferencia su descubrimiento: el bacilo de la tuberculosis. Los asistentes pudieron verlo con sus propios ojos usando microscopios. El teutón sentó, con sus "Postulados", las bases de la bacteriología.

Pasteur y Koch son los dos investigadores médicos más reconocidos. Dan nombre a las agencias de prevención de enfermedades de sus países, Francia y Alemania. Sus discípulos continuaron con su trabajo de forma eficiente. En 1894 el suizo Alexandre Yersin, que había trabajado con Pasteur, y el japonés Kitasato Shibasaburo, discípulo de Koch, descubrieron prácticamente al mismo tiempo uno de los agentes patógenos más mortíferos de la historia: el bacilo de la peste. También descubrieron su método de dispersión, un enigma que duraba siglos. La bacteria pasaba de las ratas a las pulgas que las picaban y de estas, a los humanos. Lo averiguaron en plena epidemia en Hong Kong. La peste negra mató en el siglo XIV a entre el 30 y el 50% de la población europea. El cálculo de víctimas de aquella pandemia es de unos 100 millones de muertos si se añaden los afectados de Asia -de donde procedía la plaga- y África. La peste, al contrario que ocurrió con la viruela (que se erradicó), aún sigue propagándose en brotes episódicos, el último en 1994 en India. La bacteria que causa el mal lleva desde su descubrimiento el nombre del científico suizo: "Yersinia pestis". Escaso pago para su labor, que continuó en el sudeste asiático, en el actual Vietnam, donde intentó combatir la malaria, enfermedad que a día de hoy solo cuenta con una vacuna experimental, de baja eficacia, que se está probando en algunos países de África, continente que aglutina el 90% de las 450.000 víctimas anuales que se cobra.

Yersin ha sido considerado por todos los regímenes políticos de Vietnam como un héroe nacional. En vida, el suizo dejó claro que la investigación y la práctica médica deben ser un bien público. Lo hizo cuando los sistemas nacionales de salud no existían y era una actividad privada: "Nunca podré pedirle a un enfermo que me pague por los cuidados que haya podido prestarle. Pedirle dinero es un poco como decir: la bolsa o la vida".

Otro discípulo de Koch, Emil Adolf von Behring, desarrolló con Kitasato la antitoxina del tétanos, y en solitario, la vacuna de la difteria. También trabajó con Koch el considerado padre de la quimioterapia, Paul Ehrlich.

Los efectos de las vacunaciones fueron notándose progresivamente; bien entrado el siglo XX, la esperanza de vida en los denominados países desarrollados no hizo más que aumentar. Pese a ello, seguían existiendo enfermedades mortales e incapacitantes contra las que había que seguir luchando. El norteamericano Jonas Salk y el polaco Albert Sabin desarrollaron de forma independiente dos vacunas para la polio. Pero el que puede ser el investigador más extraordinario del siglo, el que permitió a Occidente vivir en los últimos 50 años bajo una burbuja epidemiológica, fue Maurice R. Hilleman. Un nombre que, salvo entre los especialistas, ha caído en el olvido.

Estadounidense, nacido en un pequeño pueblo de Montana, en una familia de granjeros, los logros de Hilleman extenúan solo con leerlos. Desarrolló las vacunas contra el sarampión, paperas, rubeola (que acabó agrupando en la llamada "triple vírica), hepatitis A y B, varicela, meningitis, neumonía y contra la bacteria "Haemophilus influenzae". Ocho de las catorce vacunas recomendadas en los calendarios son creación suya. En total, elaboró cuatro decenas de vacunas, para humanos y para animales. Siendo ya anciano, los últimos años de su vida no fueron fáciles. Un estudio de Andrew Wakefield publicado por la prestigiosa revista científica "The Lancet" vinculaba su triple vírica con el autismo. Las conclusiones del artículo se demostraron completamente falsas, la revista tuvo que retractarse y en 2010 las autoridades británicas retiraron a Wakefield la licencia para practicar la medicina de por vida. Pero para Hilleman ya era tarde. Falleció en 2005, a los 85 años.

Hasta el último día trabajó, incluso intentó desarrollar una vacuna contra el sida. La necrológica de "The New York Times" se tituló "Maurice R. Hilleman, creador de vacunas".

Los expertos estiman que su trabajo ha salvado "decenas de millones" de vidas. Es muy posible que gracias a él, usted acabe de ¬leer este artículo

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