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Vidas marcadas por el covid

La pandemia y sus efectos han dejado un poso imborrable en toda la población - Han tocado de lleno a los enfermos, pero también a sus familiares y a los sanitarios

Vidas marcadas por el covid

Solo han pasado tres meses y tres semanas, apenas un suspiro, pero la intensidad brutal de estos días ha acabado deformando la percepción que tenemos de este tiempo tan extraño y cruel. Queda tan lejos aquel comunicado del Gobierno central anunciando que debíamos encerrarnos en casa y el pánico de los primeros días de confinamiento ante las noticias del contagio que desde aquí parecen retazos de otra vida.

De esta pandemia, cada individuo se quedará con su recuerdo personal e intransferible, aunque todos envueltos en un sentimiento compartido de extrañeza, desasosiego y espanto. Ana, Carmen, Francisco, Mónica, Isaac y Odette, las personas que han accedido a contar sus experiencias, añaden a esa sensación la huella imborrable que el virus ha dejado en sus vidas. Unas perdieron a familiares y amigos y otras vieron morir a compañeros y pacientes. Hay quien ha sentido en sus pulmones el mordisco letal de ese bicho maldito y estuvo a punto de no poder contarlo, y quienes se han visto abocados a la beneficencia.

El bebé Sergio Álvarez Zuaza nunca tendrá recuerdos de la pandemia y deberá conformarse con el relato que le contarán sus padres acerca de su llegada al mundo, en la que el virus le robó protagonismo. Debía de haber nacido el 7 de marzo, pero su alumbramiento se retrasó y el día 16 citaron a su madre para provocarle un parto inducido, 48 horas después de que Pedro Sánchez decretara el estado de alarma.

Mientras Ana Zuaza, de 35 años, notaba con preocupación que le faltaba el aire en mitad del parto, su pareja se enteraba de que su abuela tenía el coronavirus y que toda la familia debía guardar cuarentena por temor a haberse contagiado. El bebé se asomaba a un mundo que acababa de encerrarse en casa y él se convertía en el primer bebé hijo de una mujer infectada de covid-19. Pesó 3,6 kilos, pero en el parto aspiró meconio, por lo que tuvo que ser ingresado.

Debido al contagio, la madre de Sergio fue trasladada al hospital sin llegar conocer a su hijo, y su padre, Alejandro Álvarez, de 38 años, debió confinarse en casa sin poder tenerlo en brazos. Los padres noveles recuerdan con angustia los cuatro días que transcurrieron hasta que ella pudo volver a casa y se produjo el reencuentro familiar.

El mismo día que Sergio llegaba a su casa, Carmen Carrión cruzaba la puerta de un hospital de Madrid para empezar a trabajar como auxiliar de enfermería en un centro que llevaba una semana patas arriba para atender la avalancha de enfermos que se precipitaba sobre su servicio de urgencias. La primera imagen no se borrará.

"Era indescriptible. Pacientes y pacientes y pacientes. Gente muy malita y nosotras vestidas con batas de plástico. Llegabas a las habitaciones y solo podías hacerles lo indispensable, no te podías parar, tenías que irte a otro paciente que te estaba necesitando. No dábamos abasto", recuerda con lágrimas.

En el hospital de IFEMA

Una semana más tarde, esta cordobesa de 50 años entraba a prestar servicio en el hospital de campaña de IFEMA. De nuevo, otro shock. "El primer pabellón que abrieron fue el 5. Era una cosa basta, a lo bruto, una nave con suelo de hormigón llena de camas como en las películas de guerra, desolador, una morgue de gente viva. De hecho, muchos pacientes creían que los habíamos llevado allí para que se murieran", relata.

Allí pasó seis semanas embutida en capas dobles de guantes, mascarillas, viseras y trajes de plástico de los que debía despojarse, siguiendo un estricto protocolo, al menos una vez cada tres horas para no desmayarse. Muchos compañeros cayeron redondos al suelo, pero Carrión cree que el aplauso no se lo merecen ellos. "Aquí los verdaderos héroes han sido los enfermos por todo lo que han sufrido sabiendo que cada día morían 400 o 500, y pensando: mañana puedo ser yo. Tengo clavada su sensación de soledad. Si vas a morir, que al menos pueda acompañarte un familiar en tu último momento", suspira.

Ese es el dolor que a estas horas atraviesa la asturiana Ana Álvarez, maestra jubilada. "Aterricé a medias al ver la urna, entré en el tanatorio y fue demoledor. Hace casi cuatro meses que Ana Álvarez perdió a su marido, José Luis Cuervo Álvarez, y el dolor sigue dentro. Acaba de recoger sus cenizas y sus ojos, lo único que se ve tras la mascarilla, lo dicen todo. El duelo ha sido "criminal". No se pudieron despedir, no pudo estar a su lado en sus últimos momentos y no pudo abrazar a sus hijas, Cristina y Laura hasta el comienzo de la desescalada. "Ésto no es un duelo, es una impotencia".

Lo que más le duele es no haber podido despedirse de su Pepe, quien era usuario de una residencia de ancianos. Y esa sensación marca sus pensamientos. "Que no nos viera allí, que se sintiera solo, es lo único que pienso". Se pasó días mirando al teléfono, esperando una llamada con buenas noticias que nunca llegó. Álvarez tampoco pudo tener consuelo con sus hijas, a las que vio dos meses después. "Cristina me abrazó y me di cuenta de que estaba llorando pero no pude decir nada, cuando Laura me abrazó, le temblaba el cuerpo", recuerda.

Han pasado el duelo solas. Cada una en su casa. Y eso ha aumentado el dolor y la impotencia. Por eso Álvarez se cabrea cuando ve "a la gente como si ésto hubiese pasado hace diez años, tendrán la suerte de no estar tocados en la familia y lo toman a la ligera, no se imaginan lo que es pasar por ésto", comenta. Y piensa que se está avanzando muy rápido hacia la nueva normalidad y "están dando más importancia a la economía y no a proteger la salud".

Han sido tres meses durísimos. Ana y Pepe llevaban 40 años juntos, el próximo 13 de julio será su 35 aniversario de bodas. Y cuando lo recuerda, las lágrimas brotan de sus ojos verdes sin poder evitarlo. Álvarez intenta mantenerse fuerte y serena pero tras recoger la urna con las cenizas parece que se ha cansado de aguantar y deja salir el dolor. "Me estoy empezando a desahogar". Y lo dice con la conciencia de que quedan días malos que afrontar, pero también sabiendo que habrá otros mejores. "Tengo que tirar adelante, por mis hijas, que es lo fundamental; y por otro lado me queda la conciencia de que lo cuidé lo habido y por haber y que le quería", afirma emocionada. De momento no tiene ganas de planear mucho pero sí tiene marcada la hoja de ruta por la que discurrirá su vida en los próximos meses. Tiene pensando hacer cosas "nuevas" con las que ocupar el tiempo que antes dedicaba a Pepe.

Francisco Miguel del Cid tuvo más suerte que el marido de Ana Álvarez, aunque, en su caso, la fortuna ha venido envuelta en una experiencia sanitaria de la que apenas tiene conciencia. Lo último que este hombre de 65 años recuerda fue el desmayo que sufrió en su casa de Pineda de Mar (Barcelona) y el momento de ser ingresado. Despertó en otro centro a donde había sido trasladado para intervenirle los pulmones por la neumonía generada por el virus.

Permaneció dos semanas sedado, pero, incluso los días que estuvo despierto, tampoco los recuerda. En esa nebulosa de sondas, respiradores y largos días de UCI al borde de la muerte, hay algo que sí ha quedado adherido a su memoria: "Algunos días tenía ganas de que todo acabara. De hecho, estuve a punto de quedarme allí". El coma inducido al que estuvo sometido le libró de vivir jornadas más crudas. Un día caían 500; otro, 600: al siguiente, 100 más. El pico de mortandad fue el 2 de abril, en pleno sueño profundo de Del Cid, cuando perdieron la vida por coronavirus 929 personas en España.

Falta de recursos

En esos días falleció el otorrino Antoni Freixa, uno de los más de 35 sanitarios que el covid-19 ha fulminado en los últimos tres meses en nuestro país. La enfermera Mónica Arenas, compañera suya en el Instituto Oncológico del Hospital Quirónsalud de Barcelona, tiene presente la sensación de impotencia que aquella noticia dejó instalada en el equipo médico. "Nos impactó y generó indignación. Podía haber sido diferente si hubiéramos tenido los recursos y las pruebas cuando tocaba", recuerda.

Aquella muerte marcó un antes y un después en su vivencia del estado de alarma, del que se enteró a través de un paciente. El 13 de marzo, un enfermo de cáncer de pulmón le transmitió su inquietud: debía iniciar un tratamiento de quimioterapia, pero el virus parecía más peligroso que el tumor. "La situación generó mucho miedo en los pacientes oncológicos. Nos preguntaban: ¿si lo cojo, me voy a morir?", relata Arenas, quien estos meses ha tenido que teletrabajar desde casa debido a su embarazo. Sale de cuentas en octubre, cuando se anuncia un posible rebrote. "El día que me toque ser paciente, espero que me puedan atender con seguridad".

El covid-19 tiene también un rostro económico que conocen bien Isaac Casado y Odette Benoa. Con circunstancias personales y familiares diferentes, han coincidido recogiendo alimentos en el barrio madrileño de Tetuán, un centro que vio crecer el 25% la demanda de comida durante la primera semana de cuarentena.

Él, jardinero en paro, tuvo que confinarse junto a sus padres ancianos. "Los tres vivimos de 600 euros de pensión, y no nos llega: o pagamos los gastos, o comemos. Gracias que existe el banco de alimentos", reconoce. Ella, profesora autónoma con tres hijos a su cargo desde que enviudó en 2017 no ha podido dar clase. "Eso significa que no ingreso ni un euro. Me daba remordimiento venir a por comida, pensaba que se lo quitaba al que no tiene, pero en realidad yo tampoco tengo", declara.

Su marido era diplomático y en el pasado disfrutó de una vida de alto standing. "El que tiene un yate no ha podido usarlo. Puede estar en casa comiendo caviar, pero cuando ves el peligro, no sabe igual. Esta pandemia nos ha igualado a todos", sostiene.

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