La familia González Talavera vive en una de las ciudades de Canarias. Los dos pequeños, Martina (12 años) y Félix (8) empezaron el colegio hace ya seis semanas. Nada más y nada menos que el esperado curso 2020-2021; el de la peculiar enseñanza presencial, el de la espera de la vacuna del covid-19, el que sigue a ese trimestre virtual en el que todos, alumnos, docentes y padres del país, tuvieron que adaptar la educación a los caprichos de la pandemia venida de Oriente. Este es el relato ficticio de un día cualquiera en la escuela, de cómo están previstas las cosas si no hay un nuevo confinamiento; con todas sus peculiaridades, donde todo cambia para que se quede lo más importante: la mejor formación posible para las futuras generaciones. Eso sí, con buena parte de las decisiones importantes en manos de las direcciones de los centros, que a finales de mes deben presentar un plan en el que detallen cómo organizarán grupos y espacios. Todo, con la fragilidad propia de la pandemia y con el temor a que se produzcan nuevos contagios. Y en un entorno tan volátil como es un colegio.

Es martes 20 de octubre del años 2020 y los nuevos hábitos ya empiezan a calar. José y Juana se han levantado a las siete, algo antes que el año pasado. Él se afeita mientras ella se ducha. Si lo normal era despertar a los peques a las 7.30 horas, ahora los separan de las sábanas un cuarto de hora antes, ya que la escuela, con unos 700 alumnos, ha establecido turnos de entrada para evitar aglomeraciones. Félix entra a las 8.35 horas y Martina, 15 minutos después. Antes llegaban todos a las nueve en una suerte de tsunami infantil, pero ahora, el cole, siguiendo las indicaciones de la Consejería de Educación, ha espaciado el acceso media hora. Para esponjar la cosa, y al margen de los horarios, se han abierto puertas que llevaban tiempo en desuso y se ha solicitado el apoyo de la policía local para evitar que los que traen a los niños en coche congestionen la zona. Un engranaje en el que están todos implicados: comunidad educativa, familias y ayuntamientos.

Mamá y papá, fuera

Los padres, que antes podían acceder al cole sin problema, ahora se quedan fuera para evitar que el virus, en el caso de que haya algún infectado adulto, se cuele en el centro educativo. Solo entran para mantener alguna reunión con un tutor o para participar, como expertos en alguna materia, en alguna clase. Siempre, por supuesto, con la mascarilla y manteniendo el metro y medio de rigor. Un cambio de hábitos que no ha sido fácil implantar, sobre todo en los cursos más pequeños, donde lo habitual es que papá y mamá despidan al renacuajo en la misma puerta de la clase. Otros coles de mayor tamaño, que usan el patio como aparcamiento de las familias, han tenido que llevar a cabo una ardua campaña de pedagogía no exenta de crítica por parte de algunas familias que han visto muy complicada su logística matinal.

Martina tiene una amiga con tres hermanos pequeños. Todos van al mismo cole. Para estos casos con la entrada tan espaciada en un mismo núcleo familiar, la escuela ha habilitado un lugar de permanencias para que la familia no tenga que esperar. En ese espacio, los peques llevan mascarilla. Y no se la quitan hasta que un docente les deja en su clase.

Protección constante

Todos los estudiantes, de hecho, entran a la escuela con la mascarilla puesta. También los profesores y resto de profesionales -limpieza, apoyo pedagógico, administración o de cocina-, que en su caso, tienen a su disposición en el centro material para aislarse del coronavirus. Es la norma número 1 de la nueva era: en las estancias comunes de alumnos en los cenros escolares, protección absoluta y distancia de seguridad, y siempre que sea posible, limpieza a fondo de las manos.

Félix y Martina tienen asignado un grupo estable de educación, la clase de toda la vida, pero con la peculiaridad de que ahora son unidades mucho más estancas de lo habitual, reduciendo, en la medida de lo posible, la ratio máxima de los cursos anteriores (o como mínimo, esa es la promesa, sin incrementarla), y sin contacto directo con el resto de grupos para poder controlar y contener los contagios. En ese aula pueden quitarse la mascarilla. Sobre las 10, Félix, que ha entrado apurado al cole, pide ir al baño. Le dan permiso, pero con el recordatorio de que tiene que cubrir su rostro siempre que abandone la clase. En el pasillo se encuentra a Matías, de la clase de al lado, que también ha salido con la cara cubierta para que la tutora le vea un dolor de barriga. Martina tiene inglés a las 11.00. La imparte Collin, un maestro nativo que se encarga de varios cursos. Como no tiene un grupo estable asignado, este irlandés de Cork tiene que dar clase con la mascarilla y manteniendo 1,5 metros de distancia con los niños.

Hora de comer. Lo normal era un sálvese quien pueda en un comedor inmenso con dos turnos: primero los pequeños, luego los mayores. Ahora es todo mucho más quirúrgico, más calculado. Los alumnos de cada grupo estable educativo comen juntos, separados del resto de unidades. La dirección ha decidido hacer tres turnos y habilitar una sala contigua para poder garantizar que los alumnos no se mezclan.

Es martes y a Félix le toca ajedrez a mediodía. Lo viene a recoger al comedor un monitor con mascarilla. Durante la lección, que comparte con niños de otras clases, se cubre el rostro. Luego, todos al patio. Lo ideal es que jueguen juntos los niños de una misma clase. Pero como eso es imposible, tanto Martina como Félix, si se acercan más de metro y medio a sus amigos de otros grupos, se colocan la mascarilla. Incómodo, pero es lo que hay. En la salida al patio matinal, de hecho, la escuela ha decidido establecer tandas para evitar que coincidan todos a la vez. Ya lo han dicho autoridades educativas del país: "Ya no hablamos de la hora del patio, sino de las horas del patio".

Ejercicio exterior

Martina tiene educación física después de comer. Aunque el cole tiene pabellón, la idea es realizar ejercicio siempre en el exterior. Pueden usar los vestuarios porque están bien ventilados y se desinfectan después de que un grupo haya pasado. El profe lleva mascarilla, puesto que se hace cargo de distintas clases. Mientras, Félix, que ha iniciado un proyecto sobre el clima, ha subido a la azotea de la escuela, donde hay instalada una estación meteorológica. Han tenido que atravesar pasillos y subir tres plantas, así que, en todo momento, se han cubierto el rostro. Una vez en el techo, y al aire libre, han podido guardarla.

Terminada la jornada escolar, la salida de los estudiantes se hace también por turnos para evitar que abandonen el cole todos a la vez. Martina sale antes y espera a su hermano. Se marchan juntos, con la mascarilla colocada. Ella tiene entreno de baloncesto y Félix tiene clase de guitarra. En ambos casos rige la normativa que obliga al uso de la mascarilla. Llegan a casa a las 18.30 horas, y antes de saludar, se lavan las manos. Algo de deberes, cena y a la cama pronto, que mañana Félix tiene excursión a un parque. Porque sí, las salidas y las excursiones se mantienen intactas. Con esa idea de que no solo la educación no se toca; tampoco los pequeños detalles que la hacen inolvidable, aunque sea en esta ficción.