Aquel indio estaba sudando la gota gorda, pero no se quejaba. Le habíamos pagado apenas unas rupias para que nos llevase hacia la zona de los templos. El calor era sofocante. Más de cuarenta y cinco grados y una humedad que hacía irrespirable el ambiente. No quedaban tuc-tucs disponibles y un hombre con bigote naranja y cuerpo estirado se ofreció a llevarnos a pulso. Se trataba de un vehículo a ruedas donde sus piernas servían como motor. Una bicicleta con carga turística. No hay justificación posible en el recuerdo y me pesa aquella carrera por caminos pedregosos, pero el conductor insistía en que se trataba de su trabajo. Y así sigue girando la rueda eterna de la India. Con permiso de los indios y de los visitantes occidentales, claro.

Khajuraho es una gota de agua en mitad del país. Una huella que dejara un dios en tiempos primitivos y que permanece oculta para los ojos de los millones de personas que transitan cada día. Alejada de cualquier ruta posible, en las profundidades de la región de Madhya Pradesh, la ciudad ha vivido tiempos mejores. Ahora es un conjunto de casas semiabandonadas con una estación de tren de paso donde los monos han ocupado los andenes y roban el dinero a los pocos viajeros que llegan. Aunque su estado no es más que un atractivo añadido. El verdadero pulso de la India rural se evidencia en sus granjas y mercados de animales vivos.

Pero existe otra ciudad que trasciende los límites temporales de Khajuraho y que se encuentra en el interior de esta. Me refiero a la construida en piedra, a la que cambia de color dependiendo de la inclinación del sol y de la lluvia del monzón. La que ha sobrevivido a todos los desastres naturales y humanos y se ha impuesto a la propia Khajuraho, la de las calles y los mercados. Me refiero a los templos del amor, una grafía sagrada compuesta de un equilibrio original entre carne reconciliada y afán de eternidad.

En el siglo X se construía en Maguncia su imponente catedral. El románico y el gótico no eran más que sueños en los ojos de los arquitectos, pero en Khajuraho ya se alzaban unos templos de tal estética decorativa que haría falta la llegada del Barroco para que los ojos occidentales los viesen en las iglesias sevillanas. La ciudad fue la capital de la dinastía Chandella, que sintió la necesidad de edificar un conjunto de más de 80 templos dedicados al panteón hindú, pero con la peculiaridad de que la mayoría de ellos están decorados con relieves y esculturas que aluden a escenas de El Kama-sutra. La desolación del lugar y su incomunicación con los grandes centros geográficos le permitió pasar desapercibido a la destrucción mogol, que arrasó cualquier rastro de religión hindú en el siglo XVI, en pos de la media luna islámica.

El resultado es una multitud de posturas sexuales. Hombres y mujeres en piedra que se aman y desplazan su pudor en posturas nunca imaginadas. Hay felaciones, cunnilingus, sexo frontal, lateral, trasero, aéreo y terrenal. Hay sexo con cariño y con agresividad. Con abrazo y con distancia. Penetraciones al gusto de la piedra, en relieve y en escultura, a quince metros de altura y a unos centímetros de los ojos del viajeros. Sexo internacional, de distintas razas, entre hombres y hombres y mujeres y mujeres. Modernidad en estado puro, en el siglo X y en la India. Qué paradojas. Por haber hay hasta sexo con caballos, elefantes y tigres. Todo es una constelación de amor. Una orgía permanente que abruma al viajero y que lo excita intelectualmente, claro.

Las esculturas son realistas y sensuales. Los senos de las mujeres a veces se esconden en finos ropajes mojados, que marcan aún más su silueta. El falo de los hombres se muestra erecto, en la potencia de su empeño creador. En el Templo Lakshmana se encuentran los mejores ejemplos. Hay una procesión de danzantes hacia el dios Vishnú, representado con cuatro brazos y metiéndole mano al cortejo de bailarinas. Con las cuatro manos, se entiende. El templo Visvanatha está a pocos pasos de aquel. Es el mejor conservado de todo el complejo. En su interior, la orgía se intensifica, llegando a alcanzar niveles de flexibilidad en los cuerpos que nos hacen dudar de que estén tallados en piedra. También, tras un paseo agradable bajo banianos, hallamos el templo Duladeo, cuya torre asciende hacia el cielo como si fuese un Babel indio.

El mundo exterior no existe en el recinto sagrado que conserva unos veinte templos. Es lo que la piedra ofrece a la humanidad. Tras las murallas, la ciudad ensaya una suerte de ritmo similar al de los templos. Hay un mercado que tiene su traducción en piedra. Un vendedor de especias. Una mendiga que pide en la puerta del templo jainita. Toda la vida del Khajuraho moderno ya ha sido representada fielmente en la piedra un milenio antes. Pero el viajero sabe que en la piedra hay más libertad. Los cuerpos están desnudos y no deben cubrir su piel y sus rostros por pudor. Las esculturas ganan elocuencia sin necesidad de hablar. No hay más riqueza que el orgasmo, momentáneo e intenso. Pero nuestro mundo es el de la carne y con la caída del sol, la piedra vuelve al interior de las canteras. El viajero se conforma entonces con descubrir la belleza de los mercados. Sabe que en los cuerpos de carne y hueso nunca se pone el sol.