No en todas las ciudades merece la pena mirar al suelo. El viajero siempre tiene pavor a encontrar un mundo formado por los desechos de su paso: colillas, chicles y carcasas de plástico con helado derretido. Son fragmentos de nuestro fracaso como argonautas por el mundo. Tal vez lo que diferencia al turista del viajero. Pero en Oporto el suelo es lo menos terrenal de todos los hechos que cobran vida. Lo pensaba en la Praça Carlos Alberto. Es un suelo formado por teselas. Inmenso y en tonalidades blanquinegras. Uno recorre la plaza, de unas dimensiones normales, ni demasiado grande ni demasiado pequeña, y tiene la sensación de estar dentro de un mosaico. El pavimento es un reflejo mejorado del cielo y en Oporto el cielo siempre es hermoso y limpio.

La Praça Carlos Alberto toma el pulso de la ciudad diariamente. Es una plaza que huele a café y aristocracia. En los años treinta, el Café Luso abría sus puertas a la mejor mercancía posible. Los sacos de café traídos de las colonias africanas desembarcaban en el puerto y acompañaban las tertulias de la ciudad. Se bebía café con calma, porque la prisa es desaconsejable en una urbe que está a un paso de Nueva York por mar, como ironizan sus habitantes. En los años sesenta, el Café Luso se convirtió en un refugio de artistas y cineastas. Hoy es mejor degustar el café negro en su terraza, persuadidos por la brisa marina que acoge al viajero por todos lados, no olvidando que más allá del pavimento existe la ciudad con sus edificios.

E En un extremo de la plaza hallamos la iglesia del Carmen. Prometo que he pasado días enteros examinando cada palmo de arquitectura celestial, ya sea en Roma, Florencia, París... hasta en Calcuta. Todos los templos alaban a un mismo dios, pero el hombre no lo sabe. Sin embargo, la iglesia del Carmen de Oporto supera las expectativas. Su estilo es de un Barroco moribundo que empieza a ser Rococó. Pero lo que llama la atención no es ni su fachada ni su interior, de por sí llamativos. En un lateral, el visitante encuentra que la piedra ha desaparecido y se ha convertido en una cerámica delicada. Metros y metros de azulejos que cuentan una historia religiosa, pero que en realidad narran la llegada del viajero a Oporto, esa misma mañana. La combinación de colores es exquisita. No hacen falta más que dos para alcanzar la belleza. El azul y el negro se combinan con un original acabado. La Praça Carlos Alberto se despide a lo grande. Dejamos de mirar el suelo por pura necesidad de alcanzar la luz. Hemos pasado de cuartear la belleza a fraccionar la perfección.

Ya solo nos falta llegar al río, el Dauro que unos kilómetros al este fue el Duero. Río de oro, que va a morir al océano con un color de plomo. A la izquierda nos dejamos llevar por la fragancia marina, pero se entromete un escaparate con libros amontonados. Es la librería Lello, un polo de atracción turística donde el lector cada vez encuentra menos espacio. La gente entra, se maravilla con su escalera modernista, la recorre poniendo sus manos sobre la barandilla, posa su dedo índice sobre el lomo de los libros y tras un atasco de varios idiomas se marcha. Entre medias, hay compradores de libros, como debería abundar en una librería. Tengo un extraño gusto fetichista en comprar ejemplares de grandes escritores en lengua original. Pessoa es un intruso en esta ciudad porque siempre prefirió cumplir sus penas en Lisboa, pero decido comprar el Livro do desassossego. La cajera me sonríe al salir y me advierte de que para llegar al río aún quedan más sobresaltos.

E Nos adentramos en el barrio de Riberia, de calles estrechas y medievales. Hay ropa tendida en los balcones. Los habitantes de la ciudad aprovechan las horas de sol, la tregua de la lluvia, para secar los colores de sus vestidos. Llegamos a la Torre de los clérigos en apenas unos minutos. La edificación es tan alta que no basta una mirada para abarcarla entera. En un bosque de piedras nos perdemos. La sensación de falta de orientación es total. Las calles suben y bajan. A un lado encontramos el mirador de la Victoria. Se intuye el otro lado del río. El océano a la derecha. ¿Es el océano u otro azulejo? Antes de acabar en una de las terrazas que marcan el límite entre la ribera y la ciudad, llegamos a la catedral. El nombre es tan hermoso como su arquitectura: Sé do Porto. Una cáscara medieval rodeada de tiendas, para recordarle al viajero que la ciudad llegó antes que las modas y ha sobrevivido a todas.

El viento se agita a medida que avanzamos por Rúa de dom Hugo. Pareciera que la ciudad está ansiosa por que lleguemos a la ribera del río. No se nos puede hacer tarde. Aceleramos nuestros pasos para ser puntuales a nuestra cita. Bajamos las calles como si fuésemos parte del agua hasta llegar al puente de Luis I. Nos sobrevuela. Ensancha el caudal del río.

Allí nos espera un barco que ha de llevarnos al Castelo do Queijo. Última parada hasta América. Hay viajeros que agudizan los ojos por si se ve la costa al otro lado. Yo solo veo azulejos. Qué tristeza más hermosa tiene esta ciudad de Oporto.