Amsterdam es una ciudad de caminos nocturnos. Como el agua, el misterio inconmensurable de su forma, los canales de la ciudad dibujan líneas perfectas que se encuentran en una encrucijada. Puentes que conectan barrios atemporales. Parece que siempre han estado ahí. Los turistas los recorren observando las fachadas de las casas mientras los panaderos llenan la calle de olor a dulce. Un restaurante abre sus puertas para servir cerveza tradicional. La urbe se amolda a las multitudes, pero es con los paseos solitarios cuando explora toda su personalidad.

Amsterdam siempre ha sido una ciudad ruidosa. Descartes abandonó la París señorial para encerrarse en un apartamento amsterdamer y escribir su Discurso del método. Necesitaba el bullicio. El ruido de las carretas aplastando el suelo con los mulos de carga. Los barcos desalojando sus bodegas de especias de la India. La ciudad, a la par que se inventaba el método cartesiano, se convertía en una urbe afortunada, rebosante de dinero. En el siglo XVII fue el puerto más importante de Europa. A él acudían las mercancías de Ceilán, las maderas de Indonesia y la canela de Surinam. Los tejidos holandeses vestían a las mejores cortes, arropaban las camas de los reyes de todo el mundo y protegían de seda las armaduras de los ejércitos. Una prueba de ello es La ronda nocturna de Rembrandt, aunque ya se sepa que de 'nocturna' le queda solo el título. En el cuadro, los arcabuceros de la ciudad se preparan para marchar a la orden de Banning Coq. Como el Prado, el Rijksmuseum traduce a la pintura la historia de Holanda, una obsesión por ganarle la partida al mar. Y Amsterdam lo consiguió.

Por eso paseo por la ciudad teniendo presente que tiempo atrás todo lo que me rodea fue mar. En la plaza de Dam, el Palacio Real con su fachada barroca recibe al viajero. Es una bienvenida poco original. El norte de Europa está repleta de arquitectura civil. He visto ese mismo perfil en Gante, en Bruselas y en Estrasburgo. Pero en Amsterdam es solo un espejismo. Lo que encontrará al otro lado no lo ha visto nunca. Le llaman a la ciudad 'la Venecia del norte'. Imagino que quien acuñó el término nunca ha estado en Venecia o nunca ha visitado Amsterdam. La ciudad italiana se expresa a través del caos. Sus canales son un artefacto precioso que esquiva el agua bajo cualquier circunstancia. Es una columna hallada bajo el barro, tras dos mil años de ausencia. Amsterdam es matemáticas. Orden y sentido. Uno sabe hacia dónde camina y la sorpresa no se encuentra entre las características de su urbanismo.

Veo las grúas trabajar sin descanso. Son una sombra proyectada por toda la ciudad. Allí debió empezar mi paseo. Jacques Brel cantó a los marineros y las prostitutas en su Dans le port d'Amsterdam, una canción que resuena en las cantinas de trabajadores hasta que se agota la cerveza y el acordeón expira. Pero la ciudad se ha sofisticado. No es solamente comercio, aunque se lo deba todo a él. Hoy es una metrópoli de cafeterías y librerías. El cliché de la marihuana no ha hecho más que favorecer los paseos tranquilos en toda la ciudad, menos en el Barrio Rojo. La plaza Spui da buena cuenta de ello. Es el lugar donde los amsterdamer acuden a comprar y vender libros. Se trata de una gran librería al aire libre, abierta siempre a pesar de la lluvia y el frío.

Porque Amsterdam también es una ciudad que lee, aunque la literatura no siempre la ha tratado bien. En los puestos, cientos de ediciones del Diario de Anne Frank en todos los idiomas posibles avisan al viajero. El símbolo literario de la ciudad es una escritora adolescente que compuso un diario sin ver la luz del día durante años, un relato que conmociona y que sirve de cura para los males futuros. Literatura confinada. Poco hay en sus páginas de la ciudad, en aquellos años vejada por las tropas nazis.

Hay otro libro cuyas páginas respiran por los canales de Amsterdam. También suele venderse en la Plaza Spui. Se trata de La caída de Camus. La novela es un continuo pensamiento. Un hombre, Jean Baptiste Clamence, que camina por los caminos de agua reflexionando sobre su existencia, el peso que cada ser humano lleva adherido a su pensamiento. La ciudad lo va atrapando. Hay descripciones suaves de una Amsterdam que es protagonista circunstancial. La humanidad va cayendo poco a poco. Otras lecturas más amables nos llevan hasta la Leliegracht, la calle con mayor número de librerías y cafés de la ciudad. Allí, tras las cristaleras, los jóvenes acarician los libros encima de las mesas y beben café. Es una postal paradigmática de lo que todo lector nunca haría: leer un libro rodeado de gente a la vista de miles de viajeros. Pero el hedonismo también es necesario en el mundo de las letras. Entre Jean Baptiste Clamence y el marinero de Brel hay un término medio. Entro en la cafetería-librería porque nunca está de más dejarse vencer por el placer de la estética. Amsterdam hace equilibrios entre la necesidad y el derroche de imagen. Un libro abierto. Un café. Al lado un señor fumando marihuana. Y todo tan normal. Sin rondas nocturnas.