Mi hermano Samuel, después de coger el covid-19, tardó algunos días en separarse de su propio cuerpo. Al principio se lo tomó bien, dijo que aprovecharía para ponerse al día de lecturas pendientes. Antes de su confinamiento tenía todo el tiempo del mundo para leer, pero estaba metido en mil actividades y le costaba concentrarse. Solo lo veía un poco más calmado cuando volvía de trabajar en el huerto urbano que hay subiendo hacia el barrio de la Salud. Aunque en algunas cosas el proyecto le parecía demasiado institucional, demasiado pijo, lo cierto es que le sentaba bien participar en lo que él llamaba "un proyecto abierto de agricultura urbana y comunidad orgánica" o "un laboratorio de personas y herramientas que ponen en práctica manera distintas de vivir la ciudad: con rítmicas más pausadas, sostenibles, conscientes y placenteras". Confieso que muchas de las cosa que decía mi hermano yo no las entendía, era como si hablara otro idioma. Me daba cuenta de que aquello le iba bien cuando me contaba historias de personas concretas, sobre todo las de hombres de cierta edad que le daban la lata, decía él, con sus batallitas. Aunque lo dijera como quejándose, cuando se refería a esos señores que habían trabajado toda la vida en una fábrica o en la construcción pero soñaban con un pequeño huerto como el del pueblo del que se habían marchado de pequeños, mi hermano sonreía un poco, las facciones se le relajaban y se le hacía una luz en los ojos que le veía muy pocas veces.

Una vida muy virtual

Todo esto se le acabó de repente a mi hermano, tuvo que conformarse con las cuatro paredes de su habitación y una pequeña ventana que daba a la calle. Una calle estrecha como suelen ser las de Gràcia. Él ya tenía una vida muy virtual, dedicaba muchas horas al día a las redes y hasta que agotamos todos los meses gratuitos de las plataformas había visto series y películas sin parar en su portátil. Tenía un móvil con la pantalla agrietada que no soltaba nunca. Así que cuando empezó todo dijo que no le hacía falta nada más. Un techo, una cama, un portátil y un móvil. No dijo que también tenía una hermana proveedora de todo lo que le hacía falta porque este tipo de cosas mi hermano y yo no nos las decimos nunca.

En el súper el trabajo empezó a desbordarnos desde el decreto de estado de alarma. El primer fin de semana fue de locos. Aún no se tenía que mantener la distancia ni llevar mascarillas. Fueron los días en los que la gente venía a hacer la compra como si hubiera empezado una guerra, como si las estanterías se fueran a vaciar. Es verdad que no habíamos vivido nada parecido y que no sabíamos lo que pasaría. Lo primero que se agotó fue el papel higiénico. Mi hermano me mandaba mensajes diciéndome que guardara unos paquetes para nosotros y yo no entendía esa urgencia por un producto que no hace tanto que se ha inventado, que es necesario pero tampoco te mueres si no lo tienes. Toda esa histeria colectiva lo único que trajo fueron más horas extras de las que he hecho en mi vida, unas horas que no sabíamos si íbamos a cobrar o no. El director de área venía todo trajeado a darnos charlas motivacionales, nos decía que a partir de entonces seríamos servicios básicos esenciales y teníamos que estar a la altura. Que sin nosotros la gente no podría comer.

Cuando empezaron las restricciones de movilidad y algunas marcas de productos muy específicos empezaron a escasear, normalmente pijadas que la gente compraba porque estaba aburrida al no poder salir a comer fuera, comenzaron a llegar marcas desconocidas u olvidadas, normalmente de menor calidad pero que se vendían al mismo precio. Después ya fueron obligatorias las mascarillas y los guantes y la gente nos preguntaba de dónde las habíamos sacado porque no las encontraban por ningún sitio y las pocas que había costaban un ojo de la cara en la farmacia. Después del papel higiénico se agotaron los guantes de cocina. Aunque no se sabía si servían de nada daba igual, porque en esas primeras semanas muchas cosas que hacía la gente no tenían ni pies ni cabeza.

En el súper el ritmo era frenético, no parábamos de llevar palets de aquí para allá, de colocar productos y aguantar los nervios de los clientes, que saltaban a la mínima. Más aún cuando empezamos a tener noticias de las muertes, cuando los abuelos empezaron a caer como moscas en las residencias.