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ANÁLISIS

Despertar de un sueño

El hombre lleva ochenta años creyéndose la fábula de que ya no está sometido a los ciclos de la Fortuna

Columna de Trajano en Roma. LNE

Oro, plata, bronce y hierro

Dice el filósofo griego Filón de Alejandría, "el plan divino comúnmente llamado Fortuna cumple su movimiento rítmico en un curso cíclico". O sea, épocas de prosperidad y de adversidad. Desde hace ochenta años creemos la fábula de que ya no estamos sometidos a los ciclos de la Fortuna, ignorando una verdad muy antigua: que el mundo es una sucesión de edades de oro, plata, bronce o hierro. A nuestra manera, hemos vivido el sueño de los Antoninos.

Lo cuenta Gibbon: "En el siglo II de la era cristiana, el Imperio de Roma abarcaba la parte más bella de la tierra y la más civilizada del género humano. Las fronteras de esa extensa monarquía estaban protegidas por la antigua fama y el valor disciplinado. Sus pacíficos habitantes disfrutaban y abusaban de las ventajas de la riqueza y el lujo. La imagen de una constitución libre se conservaba con decorosa reverencia; el senado romano poseía la autoridad soberana y delegaba en los emperadores todas las facultades ejecutivas del gobierno. Durante un período feliz de más de ochenta años, el gobierno público estuvo dirigido por las virtudes y cualidades de Nerva, Trajano, Adriano y los dos Antoninos. Intento en estos capítulos describir la condición próspera de su imperio y después, desde la muerte de Marco Antonino, deducir las circunstancias más importantes de su decadencia y caída, revolución que siempre será recordada y es sentida todavía por las naciones de la tierra".

Fue el final de un sueño. También nosotros hemos tenido un despertar violento. En el último mes de marzo, "la muerte nos cogió con su negra garra" (Hesíodo). Una invisible mariposa se movió en China y el efecto de ese aleteo hizo que Europa, "la parte más bella de la tierra y la más civilizada del género humano", se convirtiese, de repente, en la Roma aterrada por los godos. Como aquel 24 de agosto del año 410, cuando Alarico y sus tropas entraron en la ciudad por la Puerta Salaria y la arrasaron en una humillación épica. Ese saqueo causó un shock nunca visto, llenando el mundo de turbación, desesperación y desasosiego. Roma, considerada eterna, mito imperecedero, símbolo del perfecto Imperio, encarnación de los mejores valores de la civilización, era destruida como Sodoma y Gomorra. Muchos creyeron que llegaba el fin del mundo. No somos, pues, los primeros en vivir tan gigantesco terror ni tampoco tan gran desolación.

La muerte de Roma

Escribe San Jerónimo: "Me llega de improviso, una noticia: Pammaquio y Marcela han perecido durante el asedio de Roma; muchos de nuestros hermanos y hermanas han muerto en el Señor. He caído en tal abatimiento que día y noche sólo pensaba en la salvación común; me consideraba como cautivo de los santos; no podía decir una palabra y, pendiente entre la esperanza y la desesperación, padecía el martirio de las desgracias ajenas. Pero cuando la más brillante antorcha de la tierra se apagó; cuando el Imperio Romano fue herido en su misma capital; cuando, para hablar más exactamente, la tierra entera recibió un golpe mortal con esta sola ciudad, yo quedé mudo; quedé totalmente anonadado y me faltaban las palabras buenas; mi corazón se estrujó dentro de mí, y en mis reflexiones se encendió el fuego. Y me vino a la mente aquella sentencia: 'la música en un duelo es relato inoportuno'".

La consternación de S. Agustín no es menos dramática: "Horribles noticias nos han llegado de muertes, incendios, saqueos, asesinatos y otras muchas bestialidades cometidas en aquella ciudad. No podemos negarlo: infaustas nuevas hemos oído, gimiendo de angustia y pena, y llorando frecuentemente sin podernos consolar. No cierro los ojos a los hechos: el correo nos ha traído muchas cosas y reconozco que se han cometido innumerables barbaridades en Roma". Y, en otro lugar, refiriéndose a S. Pablo dice: "La tribulación es un fuego. ¿Te encuentra siendo oro? Elimina tus impurezas. ¿Te encuentra siendo paja? Te reduce a cenizas".

Aunque S. Agustín enseguida reacciona y levanta los ojos hacia su creación, la nueva ciudad celestial: "En los tiempos cristianos es devastado el mundo, se viene abajo el mundo. He aquí que en los tiempos cristianos Roma perece". Pero advierte: "Roma no perece, Roma recibe unos azotes; Roma no ha perecido; tal vez ha sido castigada, pero no aniquilada. Quizá no perezca Roma, si no perecen los romanos". Ese es el punto: tampoco nosotros hemos perecido, hemos recibido unos azotes. Ferlosio argumentó algo así cuando ocurrió el 11-S: decía que los americanos son como un perro al que le habían pisado el rabo y, soberbios, se quejaban como si los hubiesen desollado. Para S. Agustín, Roma permanece si no se pierden los romanos. Es decir, si no nos dejamos aniquilar por una tragedia que, como todas, forma parte de la cadena del ser. Advierte el Eclesiástico: "El duelo por un muerto es de siete días; el del necio y el impío, todos los días de su vida".

Montaigne y la sabiduría de Sócrates

Montaigne hace recomendaciones parecidas en uno de sus ensayos, en el que, estoicamente, recoge las reflexiones que Sócrates expone antes los jueces que le van a condenar a muerte. Enhebra allí algunos textos de Platón en la Apología: "No he frecuentado la muerte, ni he visto a nadie que haya comprobado sus características para iluminarme. Quienes la temen presuponen que la conocen, pero yo no sé ni cómo es, ni qué sucede en el otro mundo. Tal vez la muerte sea una cosa neutral, quizá deseable. Debe creerse que supone una mejora ir a vivir con tantos grandes personajes desaparecidos, y quedar libres de seguir tratando con jueces inicuos y corruptos. Si la muerte es un aniquilamiento de nuestro ser, es una mejora entrar en una larga y apacible noche porque nada en la vida es más dulce que un reposo tranquilo y profundo. Si muero y vosotros [los jueces] quedáis con vida, sólo los dioses sabrán a quién, si a mí o a vosotros, le irá mejor. No toméis por desdén que no siga la costumbre de suplicaros conmiseración. Tengo amigos y parientes pues tampoco yo he sido, como dice Homero, engendrado ni de madera ni de piedra capaces de presentarse con lágrimas y duelo... Pero cometería una infamia contra nuestra ciudad, a la edad que tengo y con reputación de sabiduría, si me rebajase a tal cobardía. ¿Qué se diría de los demás atenienses? Siempre he advertido a quienes me han escuchado que no salven su vida a precio de deshonra. La gente de bien, ni viva ni muerta, tiene nada que temer de los dioses". A eso le añade Montaigne sus propias meditaciones estoicas: "Es, en efecto, creíble que por naturaleza tengamos miedo al dolor, pero no a la muerte. Esta constituye una parte de nuestro ser no menos esencial que la vida. ¿Por qué la naturaleza habría de producirnos odio y horror a la muerte, si tiene tan grandísima utilidad en la sucesión y vicisitud de sus obras? En esta república universal, la muerte sirve más de nacimiento e incremento que de pérdida y ruina. 'Así se renueva la totalidad de todas las cosas [se suceden las generaciones de vivientes que se pasan, como corredores, la antorcha de la vida]' (Lucrecio). 'Mil almas nacen de una muerte' (Ovidio). La desaparición de una vida es el paso a otras mil".

Por muy grande que sea el dolor de los dolidos, hagamos que no caiga sobre nosotros la deshonra del necio, que dura toda una vida. Bastante sufren ya los españoles por las infinitas infamias de sus necios Nerones.

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