Calcula la distancia hasta el suelo. Desde la ribera del río Neretva, donde todos esperamos a que se haga de noche, creemos que no lo va a hacer. ¿Cuánta profundidad puede tener el lecho? ¿Desde el vano del puente hasta el agua hay más de veinte metros? Es una locura desde cualquier punto de vista. A los lados, ambas colinas que unen el puente de Mostar están llenas de terrazas donde los turistas se preparan para cenar. En el Neretva los niños se bañan y algunos locales lanzan sus cañas de pescar. La corriente se acelera a su paso por el puente. Debe esquivar algunos pedruscos y serpentea hasta darle a Mostar el aspecto de ciudadela medieval. El público aplaude, ansioso porque el joven se tire del puente. Lo hará de cabeza, dicen. No es la primera vez que salta. Es un ritual desde que reconstruyeron el puente.

Todo el mundo crece con una guerra en televisión. Al menos, si no tiene el amargo azar de vivirla en primera persona. La de la generación de mis padres fue Vietnam. La mía, la de los Balcanes. En los noventa, Yugoslavia se desintegraba a base de morteros y francotiradores. En nuestra propia casa, los europeos nos encontrábamos con escenas que creíamos ya superadas en la historia: los campos de concentración de Celebici o las matanzas del Valle de la Muerte, entre Visegrad y Potocari. Pero la imagen icónica de esa guerra fue la del puente de Mostar saltando por los aires.

E El puente fue construido por Solimán el Magnífico en el siglo XVI, un hombre que en la historia de España queda como un vulgar instigador de piratas pero que en realidad fue un personaje clave en el fortalecimiento de un imperio que amenazó incluso con invadir la bella Viena. El puente unía dos barrios de Mostar: uno de mayoría católica croata y el otro de mayoría musulmana bosnia. Es la esencia de un país, Bosnia, partido ideológicamente en tres partes. Y no hay peor odio que el que se queda a dormir durante siglos y guarda los de los antepasados. En Bosnia la guerra de los noventa alcanzó las mayores cotas de infamia. Hoy, Bosnia es un país partido en dos repúblicas que viven de espaldas al vecino y donde los impactos de bala en las paredes aún avisan al viajero de lo que es la vida.

El 9 de noviembre de 1993, las tropas croatas en retirada volaron el puente, unas imágenes que quedaron registradas como símbolo de la vergüenza. El comandante croata que mandó su demolición corrió un destino paralelo. Fue aquel señor decrépito, Praljak, que ante el Tribunal de la Haya bebió un chupito de cianuro, también delante de la televisión. Por suerte, para el puente habría una segunda vida. Fue reconstruido en 2004. Ahora Mostar es uno de los lugares predilectos para el turismo en los Balcanes, algo que ha hecho perder fuerza a la ciudad, que debe combinar su esencia multicultural con los cajeros y las tiendas de souvenirs.

Pero se equivocará el que piense que las heridas están cerradas en Mostar. Los bazares musulmanes despliegan el colorido y sus aromas por la ribera izquierda del Neretva, y unas calles hacia el sur aún crepitan las ruinas de varios templos ortodoxos, demolidos durante la guerra en el 92. El cementerio ortodoxo vive en un silencio sobrecogedor, emplazado en una ciudad de mayoría musulmana. Cuesta creer la fragilidad de la memoria, caminando rumbo a la ribera del río. Cientos de turistas se fotografían en las calles de Mostar mientras eligen el menú de noche. Parecen al margen de la historia, desconocedores de lo ocurrido prácticamente el día de ayer. Pero Mostar necesita esa amnesia que dura desde el amanecer hasta la puesta de sol. Cuando la noche se abalanza sobre la ciudad y los turistas se van a sus hoteles quiero pensar que no salen a relucir los rencores pasados.

E Son ya las nueve de la noche y el joven parece decidido. Ha estado casi una hora de pie, subido a la barandilla, ante la atenta mirada de un policía, que contempla divertido la escena. Desde el río, otros jóvenes lo jalean y lo aplauden. Es el héroe de Mostar. Su cuerpo es anatómicamente perfecto. Parece que reza una plegaria y se lanza al vacío. Su salto dura apenas un instante. No llega a dos segundo. Se ha tirado de cabeza y el contacto con el agua ha originado un silencio generalizado. El joven sale del agua, consciente de que ha hecho una acción mitológica. Es el mejor saltador de Mostar.

Los turistas aplauden y dejan billetes de veinte marcos en el interior de una gorra. Es el final de día. Los curiosos abandonan la ribera del Neretva y corren a refugiarse en sus hoteles. Son pocos los que nos quedamos aún deambulando por las calles. El alumbrado público se ha vuelto íntimo. Apenas ilumina la mezquita de Mehmed Pasha con su cúpula azul y su minarete de piedra color hueso.

El día de mañana volverá otro joven y saltará al vacío desde el puente de Mostar. El ritual se repite desde hace siglos. Siempre que ha habido puente, por supuesto. Bosnia es un país donde los hombres suelen olvidar que los puentes unen barrios de geografía insalvable. Conviene cruzarlos enteros. Saltar desde la cima de ellos es una estilización de tiempos peores.