El anestesista, como se le conoce comúnmente, aunque el término más adecuado es anestesiólogo, es el especialista médico que dentro de un quirófano protege y controla las funciones vitales del paciente, más allá de administrarle la droga que procura la pérdida de conciencia para sortear el dolor y afrontar la operación relajadamente.

Pero no siempre han trabajado con los recursos y la tecnología actuales. Hace apenas cincuenta años estos doctores se batían el cobre, a costa de su propia salud, para procurar la seguridad del enfermo que se sometía a una intervención quirúrgica utilizando medios y técnicas casi primitivos.

De aquellos primeros años de carencia de médicos, de recursos materiales y del aparataje para monitorizar las constantes vitales del paciente que pasaba por un quirófano, hasta hoy en que los cambios han dado un giro copernicano a la práctica de la especialidad, habla Mi vida y la anestesia, un libro editado por el Colegio de Médicos de Las Palmas que ayer presentó Luis Martel Déniz, (Telde, 1934) en la sede de la institución colegial.

"Si hoy miramos hacia atrás, aquello era el Neolítico anestésico", ejemplifica Martel para ofrecer contexto a una situación en la que se ejercía la especialidad sin recursos tan básicos hoy como una aguja o una jeringuilla desechables, y asimismo con escasez de personal.

Pioneros

A lo largo de 264 páginas, el otrora jefe del Servicio de Anestesiología del Hospital Universitario Insular de Gran Canaria (hasta 1993) y con cargo homónimo desde entonces y hasta su jubilación en 2004 en la Clínica San Roque, desgrana los avatares del ejercicio de la especialidad en su isla natal.

Es en esas páginas en donde recuerda al pionero en la práctica de la Anestesiología en Gran Canaria, el doctor Luis Jiménez Ruiz, en la actualidad con 87 años, que empezó en 1952 en la Clínica Lugo y en la originaria Clínica Santa Catalina. "Otros dos médicos anestesiólogos fueron también precursores: Rafael Caballero y Casimiro Cabrera, ya fallecidos. Ellos y yo pasamos unos primeros años muy duros. La falta de médicos y de material que hoy consideramos básico convertían nuestro ejercicio profesional en una práctica muy sensitiva. Nos teníamos que ayudar de nuestras manos y de nuestros ojos".

Así que, a falta de un ordenador que monitorizara las constantes vitales del paciente, los anestesiólogos vigilaban permanentemente el pulso y la temperatura de forma manual mientras el cirujano emprendía su trabajo con la rapidez suficiente para acabarlo cuanto antes.

La ventilación también era manual. "Lo más duro que viví en aquella época", recuerda Luis Martel, "fue la intervención que tuvimos que realizarle a un suicida que se había pegado un tiro en la cara. La operación fue en los años 70; ya por entonces se había inaugurado el Hospital Nuestra Señora del Pino. Tenía el rostro destrozado. Pasamos la noche entera, hasta bien entrada la mañana del día siguiente, en la operación. Yo dándole ventilación manual, controlándole las constantes. Era todo muy rudimentario".

La falta de personal especialista sometía a los cuatro anestesiólogos que había en la Isla en los años siguientes a 1961, cuando Luis Martel llegó con su título tras pasar por el Hospital de la Santa Cruz y San Pablo de Barcelona, a jornadas sin horarios y con poco descanso. "Vivíamos muy estresados. Yo, por aquellos años, no tenía aún teléfono pese a que lo solicité como médico de urgencias. Vivía en un primer piso y cuando me necesitaban en cualquiera de los centros en donde se operaba, mandaban a un taxista que tocaba el timbre del edificio y me trasladaba con rapidez hasta la clínica o el hospital".

Eran unos tiempos en los que seis o siete centros sanitarios de la capital tenían que cubrir su demanda con el trabajo de cuatro anestesiólogos, los únicos que ejercían en la década de los años 60.

En 1969 y enfilando la de los años 70, el camino de la revolución en la especialidad comenzó a abrirlo la aparición del primer material desechable. "Para nosotros fue una maravilla y, sin duda, un hito para la Anestesiología por que hasta entonces agujas y jeringuillas, con las que se inyectaba el fármaco para anestesiar al paciente y el antídoto para reanimarlo, se esterilizaban. Y se hacía con alcohol, un producto para este fin muy imperfecto, como es sabido".

Así que, desde entonces, se aplicó la máxima de una aguja/jeringuilla por paciente. Luego llegaron los respiradores volumétricos, a mediados de los 70, y la monitorización cardíaca. Y a partir de la década de los 80, la revolución del ordenador.