Yo veo las películas pero a mí lo que de verdad más me gusta es la misma máquina del cine". Manuel Ríos Quesada, 75 años, nacido en Gáldar, se crio oliendo un trozo de película que cogió de una carpintería. Manuel se quedó mirando a aquél cromo de magia con un par de fotogramas y ahí comenzó a empaparse de historias del oeste, de dramones mexicanos de cuando el blanco y negro y, con la llegada del color, con Esther Williams en Escuela de Sirenas, Anthony Quinn en Las Sandalias del Pescador, o con la truculenta Virginia Mayo en Al Rojo Vivo...

Pero definitivamente a le van más las chispas que los guiones a Manuel Ríos Quesada. "En 1955", dice abriendo la agenda de su memoria, "me compré un libro: Técnica de proyección cinematográfica, y empecé a estudiar cine. Estuve haciendo prácticas, pero vi yo que allí proyectando ibas a estar encerrado todo el día en aquel cuarto y me dio por estudiar radio en el 60 y entré en Gando en 1966 como técnico mecánico de radio de segunda, es decir, lo que llamaban becario, y luego ya me convertí en funcionario del Estado en el mantenimiento de las emisoras y radios del aeropuerto".

Pero se jubiló y se resarció a lo grande. Cogió una grúa y se plantó en el sótano de su casa con el mismísimo proyector de 200 kilos de peso que había dado luz al cine Imperial Playa de los hermanos Millares.

Es este un complejo atareco festoneado de palancas, chismes, contactos, amplificadores, voltímetros y transformadores al que Manuel Ríos Quesada consigue dar macho tras un complicado ritual que exige despertar a la maquinaria con cuidado de que no se asuste, de que no hale del rollo y le embrisque la película para echarse a correr hasta el fondo de su sala doméstica, como ya le pasó una vez.

Ríos, con geito profesional, le pega a una tecla, luego a un interruptor en el momento preciso. Arranca, tira de la bobina, abre la tapa como de un bidón, enciende el objetivo, revisa el flujo de aire de lo que parecía una lechera que en realidad es un ventilador, y yepa. El enorme proyector de 35 milímetros -tiene otros tres de 16 y dos magníficos Súper 8- comienza a parpadear y con el apoyo de un amplificador lejano que pone la banda sonora hace resucitar El río que nos lleva.

- ¿Y viene gente, don Manuel?

- Si le digo la verdad... no bajan ni los de mi casa. Pero esto es como si te compras un coche y lo vas a vender porque la gente no monta, la cosa es que esto nació conmigo y me recreo yo.

Manuel mira de soslayo para ver asombro en la concurrencia. Y lo encuentra. En la platea aparecen retales de antiguos estrenos: El Hombre sin Sombra, Maldad Invisible, La Conquista del Planeta Rojo, Misión Imposible Dos...

En las alacenas de esta suerte de Multicines El Sótano, al que se accede como el que baja a una huerta, se suceden los aparatos de emitir, lámparas de más de medio siglo nuevas, empaquetadas como salieron de fábrica y televisores "de la época en el que el Apolo XI llegó a la luna". Tanto aparato ha tenido su aquello, y no pocas veces todo Manuel se ha convertido en cable: "Sí me he llevado calambrazos de miles de voltios, pero como la corriente es de baja intensidad he escapado".

Ahora enfila el 16 milímetros que tiene delante del otro tarajullo, más fácil de arrancar pero de idéntico mimo. En el fondo de la pared, abrigada con una sábana que hace de pantalla, brincan Tom y Jerry con sonido NO-DO y el run run de la maquinaria. Los espectadores se quedan mirando la maravilla, sin el aliño de la perfección digital. "Es lo que tienen estos cacharros de antes", sentencia Ríos, "un algo que embebe".