Como sucedió hace unos años con el término Web 2.0, el concepto "en la nube" se está volviendo omnipresente en la jerga de Internet y se está convirtiendo progresivamente -a pesar de las quejas de algunos expertos- en un sinónimo de lo que hasta ahora denominábamos on line. Así la vinculación a la nube parece ser el plus comercial que hace que un servicio o aplicación sea percibido como innovador, moderno o competitivo.

Si buscamos una definición profesional pero accesible a profanos, se ha comparado la emergencia de la computación o informática en la nube (cloud computing en la denominación original en inglés) con la aparición del agua corriente o de la red eléctrica: desde que podemos engancharnos a esos servicios, no tenemos necesidad de invertir en generadores eléctricos o depósitos de agua, ni de preocuparnos por su mantenimiento, actualización, dimensionamiento? sino que simplemente debemos asegurarnos un acceso fluido a las redes, a través de un contrato con las compañías suministradoras, y pagar posteriormente por nuestro consumo de agua o luz.

En esa línea, el cloud computing representa una alternativa para que particulares o empresas que tienen acceso a Internet puedan hacer uso de unos servicios de software, aplicaciones e infraestructuras, o acceder a centros de datos externos, a través de un servicio bajo demanda, con rapidez, de una forma flexible, coordinada, organizada y dimensionada a las necesidades del cliente, evitando así los gastos y logística que conlleva contar con servicios e infraestructuras propias.

No obstante el empuje de la terminología usada por empresas como Microsoft, Google o Apple, y la proliferación de servicios on line de todo tipo está llevando a que, de forma inevitable, cuando hablamos de la nube nos refiramos también a un espectro más amplio de servicios que incluyen el acceso, desde cualquier dispositivo, a aplicaciones y datos alojados de forma genérica en Internet. Si entendemos así este concepto, los correos que consultamos en nuestro webmail están en la nube, las fotografías que subimos a una web como Flickr las alojamos en la nube, y si actualizamos nuestra cuenta de Facebook o Twitter, lo estamos haciendo en la nube.

Quizá uno de los ejemplos más gráficos los represente el flamante Chromebook, un portátil presentado hace solo unos días que ni tiene disco duro, ni sistema operativo, ni software de ningún tipo, y no almacena carpetas ni archivos. Cada vez que encendemos el ordenador éste se conecta directamente a Internet, y nuestra actividad se realiza en la nube, donde todo se almacena, por lo que si perdemos el ordenador mantenemos nuestros datos, y los programas, aplicaciones y sistema operativo están siempre actualizados.

Las ventajas de la nube están claras: menor inversión en hardware, precios ajustados al consumo, actualizaciones permanentes... por lo que su implantación es imparable tanto en el mundo empresarial como en el de la informática doméstica. No obstante, sus detractores destacan la dependencia del proveedor y de sus condiciones e intereses, la falta de control sobre datos propios o los dilemas de seguridad que provoca alojar información sensible en lugares que físicamente no están a nuestro alcance. Por citar un ejemplo reciente, hace unos meses Wikileaks migró sus cables al sistema EC2 de Amazon (un servicio de alojamiento en la nube de los más robustos del mercado) para sortear los ataques que estaba sufriendo, pero el proveedor retiró sin mayores explicaciones sus contenidos porque no respetaban sus "condiciones del servicio", es decir, por presiones políticas. Por otro lado, el pasado mes de abril un problema en EC2 provocó que servicios que aloja como Foursquare o HootSuite, utilizados por millones de usuarios, tuvieran serios problemas de funcionamiento.

Además, algunas voces críticas comienzan a plantear el problema ecológico que supone el ingente consumo de ancho de banda que necesitan estos servicios. En definitiva, las incógnitas e incertidumbres que se plantean con la implantación de los avances tecnológicos como la computación en la nube se repiten de forma cíclica porque en su aplicación concreta pueden predominar los intereses corporativos que, en ocasiones, no son los más deseables para los usuarios. Una vez más podemos volver a la comparación con las compañías eléctricas que nos aportan un servicio sin el que no podríamos vivir pero que nos colocan en una relación de dependencia que, como constatan las asociaciones de usuarios, nos puede provocar un gran número de quebraderos de cabeza.