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ANÁLISIS

Sentado al borde del festival con la mascarilla puesta

Canarias debería mirarse en el espejo de Euskadi para desarrollar su sector audiovisual | En Woody Allen, la cantidad, como en Galdós, también es un grado

Fotograma de ‘El festival de Rifkin’, de Woody Allen LP/DLP

Si San Sebastián no es el mas importante festival del mundo en español, la competencia lo tiene muy difícil para superarlo. Por sus 67 ediciones, por su condición de estar reconocido con la máxima categoría festivalera -clase A-, por la participación -diría implicación- masiva de los donostiarras, por la potencia geográfica y arquitectónica de la ciudad, por su gastronomía... El incombustible Woody Allen ha afirmado que la ciudad es “un paraíso” y así lo demuestra en la película que inauguró el pasado viernes esta 68 edición, la segunda de la “etapa española” del director judío de Brooklyn cuya imagen personal se ha visto comprometida desde 1992 por las gravísimas denuncias de pederastia de su ex mujer Mia Farrow, que él ha negado y la policía ha archivado.

No es El festival de Rifkin, en Sección Oficial fuera de concurso en el 68 Zinemaldia, una de sus películas que pasarán a la historia, pero eso ni mucho menos la desaconseja. Al contrario, es muy recomendable. Su principal peculiaridad es que se desarrolla en un festival de cine, el de San Sebastián justamente. También, aunque esto no es nuevo, que rinde tributo, desacralizándolos, a algunos clásicos del cine, entre ellos El ángel exterminador (1962) de Luis Buñuel.

El festival de Rifkin es una comedia deliciosa, con algunos pocos momentos de contagiosa hilaridad y otros, los más, sutilmente irónicos. Hay sarcasmo -y mucha verdad- en la descripción del pretencioso joven director que enamora a la esposa del protagonista. Las interpretaciones son todas estupendas, especialmente las de Wallace Shawn y Elena Anaya, y la fotografía de Vittorio Storaro la propia de un maestro.

Fotograma de ‘El festival de Rifkin’, de Woody Allen.

Allen sigue en plena forma a los 84 años, su obra como autor es monumental, es cierto que despierta algunas fobias por lo repetitivo de sus temas (este es un ejemplo más, no hay nada nuevo que no dijera ya en sus películas de los 70), pero su calidad como autor cinematográfico es incuestionable. Y la cantidad, como en Galdós, es también un grado. Woody Allen es un cineasta inusualmente prolífico en sus 50 años de carrera ininterrumpida y eso lo hace todavía más grande.

A pesar de la pandemia, hay ambiente de festival en Donostia. Será la sed de cine. Menos que otros años, eso sí. La lata de las medidas de prevención se sigue con resignación y una cierta laxitud que no se ve en Canarias, quizás porque aquí para no morir dependen menos del turismo. Organizar un evento cultural en España en los tiempos que corren, con el sector cultural en alerta roja, es más un acto político que cultural, igual que acudir a ellos.

Akelarre, en Sección Oficial, es una película vasco argentina del argentino Pablo Agüero, con una esmerada composición de la puesta en escena que oculta lo manido de su posicionamiento ideológico. A saber, que Euskadi es tierra de bellas y lozanas jovenzuelas hostigada, despreciada, maltratada, por la pérfida Corona de Castilla. El filme se lastra por su maniqueísmo. Si estas chicas analfabetas a las que unos inquisidores acusan de brujas no cantaran como las niñas cantoras de Viena y no se expresaran con una perfección impropia de su condición social; si los inquisidores fueron menos zafios y reprimidos; si, en fin, la película se saliera de los blancos y negros para abordar el tema en los riquísimos matices de gris en que en la vida real se desarrollan las cosas, ganaría.

En el terreno opuesto, esto es, en la grisura más luminosa, abordando la historia más negra de la España reciente, el terrorismo etarra en el contexto del conflicto político en el País Vasco, se sitúa la serie de HBO España Patria, basada en el superventas homónimo de Fernando Aramburu.

Una de las escenas de la serie ‘Patria’.

Quienes hayan leído la novela podrán opinar sobre la calidad de la adaptación. Yo puedo hacerlo de sus últimos cinco capítulos, vistos de corrido en una proyección de cuatro horas y media sin interrupciones y para la que era obligado usar mascarilla FFP2. El duelo interpretativo entre las vascas Ane Gabarain y Elena Irureta, madre de verdugo etarra y esposa de víctima de ETA en la serie, es digno de verse, no se sabe cuál está más sobresaliente. La serie va creciendo en intensidad hasta desembocar en dos emotivas últimas horas que convierten la mascarilla en un paño de lágrimas. El espectador sale con el corazón tocado, no puedo imaginar cuánto si ha padecido en sus carnes secuelas del conflicto que narra.

Patria, finalmente, desarrolla buena parte de su ficción en la ciudad de San Sebastián, como la película de Allen. Causa envidia sana comprobar la potencia del sector audiovisual vasco, que afronta una producción de este tamaño, con estas exigencias técnicas y de reparto, demostrando plena capacidad. Comparado con él, Canarias está en el tercer mundo. Euskadi, la primera comunidad que afrontó el desarrollo de su cine, en los 80 del siglo pasado, es el mejor espejo donde Canarias debe mirarse si quiere superar la precariedad del audiovisual de las Islas. Que los profesionales se unan y los políticos lo lean para empezar a cambiarlo.

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