Ya en Taormina me dolían los pies. Hacía apenas un par de horas que habíamos llegado al pueblo. Encaramado a un acantilado, las casas de color blanco se alzaban sobre el sol y el mar. Detrás, el Etna estaba cubierto de una nube espesa que impedía ver la cima. Habíamos estado en la cumbre esa misma mañana. Las previsiones eran buenas. Habíamos concertado con Rosario, el guía alpino, una ruta hasta el mismísimo cráter del volcán. Rosario era un tipo serio, de aspecto férreo y tez morena. Sus palabras, parcas, contenían la información necesaria para la subsistencia allá arriba. Nos habían prestado unos bastones y unas botas especiales en el campamento base. El viaje se inició en el funicular hasta el primer campamento. Allí empezamos a ascender lentamente a pie. Al darnos la vuelta y dejar a nuestras espaldas el volcán, contemplamos el mar. Taormina era un punto minúsculo confundido con las nubes.

Ascender un volcán tiene un punto de misticismo. Y mucho más si se trata de la morada de algún dios. Los antiguos lo tuvieron claro. Allí residía el Hefesto griego o el Vulcano latino. La divinidad martilleaba el acero candente mientras esperaba a su esposa, Afrodita, que andaba de serenata con Ares. Pero hay lugares mucho más apacibles que los intestinos de un volcán. La gira de aquel verano por Sicilia consistía en recorrer la línea de costa entre Siracusa y Taormina. La más griega de las rutas italianas. La Magna Grecia en estado puro.

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Siracusa fue una isla tiempo atrás.

Se llamó Ortigia, que hoy es su centro histórico. El viajero pasea en este milenio confundiendo los templos y las religiones a las que sirven. Al lado del teatro griego, de acústica exquisita, se erigen las iglesias barrocas de inconfundible sello español. Ambos testimonios han vencido a los terremotos, tan habituales en la zona. Pero la religión que más se practica es el culto al mar. En Siracusa no hace falta la playa para suscitar el baño. El paseo marítimo que rodea la ciudad, formando una península, se llena de jóvenes que se lanzan al vacío. Espuma y sol. Como un pequeño Egipto, en el lugar se plantaba papiro en el que Platón expondría su República ideal de esclavos y privilegiados.

Un par de días bastan en Siracusa. Siguiendo hacia el norte, el Etna se iba materializando en el horizonte. Al principio como una sombra empapada bajo el sol, pero a la altura de Catania ya como una mole peligrosa. Catania es la segunda ciudad más grande de toda Sicilia y podría considerarse una hija directa del volcán. De piedra porosa y negra están hechos sus palacios e iglesias. Sus plazas tienen la fisionomía de la lava seca y el salitre del mar castiga los coloridos edificios. La ciudad es caótica, como toda la región, pero si el viajero la visita debería entender que la suciedad forma parte de su historia tanto como de su idiosincracia. Las pescaderías exponen sus productos en las plazas, al aire libre, y el olor va tomando el pulso de sus calles cuando el sol calienta las sombrillas. No hay sombra posible en una ciudad tan calurosa, que duerme con un ojo abierto por si el volcán decide despertar. Lo hace de vez en cuando, sin llegar a la tragedia de la vecina Messina, que en 1908 fue destruida, acabando con la vida de casi 200.000 personas.

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Hay, por lo tanto, motivos para andarse con cuidado cuando uno camina por el Etna.

Rosario nos indicaba dónde poner el pie. Ya nos quedaba muy poco para alcanzar el cráter. Nada de debilidades humanas ante el dios del fuego. El olor a azufre era intenso. Un humo blanco salía de la fosa. El guía nos indicó que, a diferencia de otros volcanes, el Etna no tenía un cráter cubierto de tierra, sino que estaba abierto. Una caída a las profundidades mismas de la tierra. Desde las alturas, se apreciaba la punta de la península italiana. Regio Calabria y Messina, casi unidas. Al norte, las islas Eolias, con su volcán Estrómboli, más pirotécnico pero menos peligroso. Al sur, Rosario dijo que podía verse África en los días claros, pero aquel no lo era. Demasiado calor. Nos quedamos unos minutos contemplando el vacío, con el suelo sobre el que pisábamos temblando fugazmente, hasta que Rosario dio por terminada la expedición. La exposición al azufre durante demasiado tiempo puede resultar mortal. La bajada fue menos dura que la ascensión.

En las faldas del volcán, la vida cambia. En la Piazza IX Aprile el camarero nos sirvió un par de Martinis. Era casi la hora de la comida y habíamos encargado pasta e vongole con un ligero sabor a ajo. Taormina es lo contrario del Etna. En sus calles de macetas floridas y panorámicas al mar se celebra a vida. Décadas atrás, fue el lugar elegido por las estrellas de cine para pasar sus vacaciones. Hoy los turistas intentan emular la dolce vita de los aperitivos y los baños en aguas turquesas. Pero solo quien ha paseado por el cráter del Etna conoce la fisionomía exacta del hedonismo. El Mediterráneo lleva milenios de fuego y agua. Taormina ha nacido en ese punto intermedio.