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Salud del cuerpo, salud del alma

Vivimos en el desprecio a los hechos, a la lógica, a la crítica y a la verdad, mucho menos “manejable” que la mentira

Salud del cuerpo, salud del alma

Occidente sueña cada noche con verse de nuevo en estado de inmunidad. Nuestra tranquilidad malherida anhela el pasado sentimiento de seguridad y detesta seguir en manos del azar. O mi Reino por una vacuna. Pero la realidad, como las cebollas, tiene capas. Esta pandemia supone la coincidencia de dos virus superpuestos: uno invisible que acaba en los pulmones y destruye el cuerpo, y otro muy visible que entra por los ojos y arrasa los cerebros: las fake (fake/noticias, fake/ideas, fake/argumentos), es decir, las mentiras. Entre esos dos virus ha habido secuencialidad y, en alguna medida, causalidad recíproca: el primero en aparecer fue el virus de la mentira (que lleva años contagiando a nuestras sociedades) y después llegó el coronavirus. A nuestra época se la ha bautizado, no por casualidad, como Posverdad. Lo que significa un circo con cinco pistas: muchos tweets, muchos payasos y otras locuras, o sea, Trump, Bolsonaro, B. Grillo, o Johnson, por citar solo foráneos. Tiene la época una evidente predilección por los histriones: espera de los frikis, las payasadas, los políticos inéditos y los timadores de la salvación que no veía en los normales. Cosa propia de las crisis: el pueblo se aficiona a los tahúres que llegan al casino y juegan a la ruleta (rusa). Hasta ahí todo medio normal. Pero en España se nos está yendo la mano. Navegamos en el top mundial de fallecimientos por número de habitantes y en el top mundial de cuentos, falsedades y mentiras.

La mentira como sistema

Hace muchos años, el gran historiador de la ciencia Alexandre Koyré, francés de origen ruso, autor de celebrados libros sobre Galileo y Newton, afirmó esto: “Nunca se ha mentido tanto como en nuestros ¬días, ni de manera tan desvergonzada, sistemática y constante”. Como lo escribió en 1943, en medio de la aberración más grande que hayan visto los siglos, no tuvo ocasión de descubrir lo ilimitados que pueden ser los humanos en la utilización desvergonzada de la mentira. Según Koyré, el engaño es el arma privilegiada de quien se siente inferior y la mentira el alimento que todo desalmado ofrece a las masas. Por si no le habíamos entendido, añadió que la mentira es la puerta por la que a una sociedad le entra el espíritu totalitario. Según él, todo totalitarismo se funda en la primacía de la mentira. Máxima virtud en esos sistemas. En los que la hostilidad natural se transforma en odio sagrado, creando una especie de ferocidad biológica. Y la fidelidad al propio grupo en deber único y supremo. O sea, obediencia perinde ac cadaver (es decir, ciega y muda como un cadáver). Además, ese espíritu totalitario expande la “psicología del justo perseguido”, es decir, el perseguidor se disfraza ladinamente de perseguido y emplea su vida en quejarse de que quieren destruirle, a él “pueblo elegido”. En resumen, la kakistocracia, o el gobierno de los más ineptos, incompetentes y cínicos. Una aristocracia de la mentira.

Según Koyré, el engaño es el arma privilegiada de quien se siente inferior y la mentira el alimento que todo desalmado ofrece a las masas, la puerta por la que a una sociedad le entra el espíritu totalitario

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Por supuesto, nada de esto es nuevo. La mentira tiene una larguísima historia. La colocaron en el proscenio político los peores sofistas griegos, cuya misión consistía en “convertir en sólidos y fuertes los argumentos más débiles”. De esa forma, pensar se convirtió en sinónimo de “embaucar”. Con sofismas utilizados para tapar la boca al adversario. De esa forma, la Verdad dejó de ser “adecuación o correspondencia con la realidad” para plegarse a lo que opinase la mayoría, o sea, los que opinan de todo. Como advirtieron alarmados los mayores pensadores griegos, eso supone convertir la opinión (y no el conocimiento) en criterio de Verdad.

El más incansable combatiente contra eso fue Sócrates. Quien, según su discípulo Platón, tuvo siempre esta convicción: al buen gobernante lo caracteriza “el horror a la mentira, a la que negará toda entrada en el alma, al paso que habrá de tener un amor igual por la Verdad”. No le sirvió de mucho. Le dieron la cicuta. Gran luchador en esa guerra fue también San Agustín, quien escribió dos tratados sobre la mentira, en los que encontramos explicaciones como estas: mentir es “decir una falsedad con la voluntad de engañar”; el pecado del mentiroso es el apetito insaciable de engañar. Por lo tanto, el mentiroso tiene “corazón doble”: en la interioridad de su alma piensa una cosa, sus labios expresan otra distinta. El summum de la mendacidad es mentir solo por el placer de mentir y engañar. Siglos después, Lutero le dio al asunto un giro muy “actual”. Una especie de “teología de la mentira”, en la que, cuando se dice una gran mentira por amor y mejora de la Iglesia protestante, nada hay que reprochar pues con eso no se ofende a Dios. Por tanto, ancha es Castilla. Esa es la raíz que alimenta a los sofistas de este nuevo “protestantismo político”: impunidad por autoinmunización.

El antídoto

El Covid-19 ha sido el choque –violento– entre nuestras fabulaciones modernas y la realidad. La “inconmensurabilidad” (Kierkegaard) entre deseos subjetivos y realidad objetiva del mundo. Tras las prudentes cautelas de posguerra, Europa se entregó, hace unos treinta años, a la filosofía Disney: sustitución de la realidad por la ficción almibarada y virtual. En la que nada tiene consecuencias.

Las sociedades occidentales se han ido volviendo “románticas”: devotas de las fantasías y los misticismos más abstrusos. Afirmó Novalis en una frase llena de peligros: “La poesía es lo absolutamente real, y las cosas son más verdaderas cuanto más poéticas son”. Dicho en lenguaje ciclista, estamos haciéndole la goma al 68: generación que lanzó aquel eslogan de sous les pavés, la plage (“por debajo de los adoquines, la playa”). Pero debajo del pavés no ha habido nunca playas, solo virus o gusanos. Por decirlo con un título de Nietzsche, eso es la conversión del mundo tal y como es en una fábula. Narraciones fabulosas que son el gran emblema del Romanticismo, y, por lo que se ve, también el nuestro, o sea, el cacareado relato.

En correspondencia, asistimos en los últimos años a la destrucción sistemática –televisiones, universidades, élites e instituciones– de la herramienta más grande inventada por el hombre para defenderse de la Naturaleza y de la Historia: el Arte de Pensar.

Vivimos en el desprecio a los hechos, que gustan menos que las fantasías. En el desprecio a la Lógica, que gusta menos que las contradicciones. En el desprecio a la crítica, que gusta menos que la adulación. Y en el desprecio a la Verdad, que es mucho menos “manejable” que la mentira. El antídoto contra todo eso está en una frase que se atribuye a Aristóteles: “Amigo de Platón, pero más amigo de la Verdad”.

En cuanto a las mentiras, Nietzsche, que era bastante escéptico en este asunto, hizo una distinción esclarecedora: hay mentiras-sinceras y mentiras-indecentes (de falsario). No son lo mismo. Por lo demás, ninguna sociedad ha podido prescindir a largo plazo de la Verdad, ni ninguna ha perdurado sin ella. Como formuló Zubiri, “la suerte de la Verdad arrastra la suerte del hombre”.

Urge mucho, es evidente, la inmunización contra el virus, pero urge tanto inmunizarse contra la mentira. Verdadera termita de la libertad. La vacuna para eso es la veracidad, de fondo y forma. O por decirlo con el gastado mantra socialdemócrata de Habermas: inteligibilidad, verdad, veracidad y rectitud. La clave ya nos la dio Sócrates hace más de dos mil años en su valiente defensa de la salud –física y política– de Atenas, su patria, atrevimiento que le costó la vida. El hombre es cuerpo y alma. El alma es espíritu pensante y razón ética. El Bien humano se produce por la armonía entre la salud física y espiritual. Armonía que está amenazada por dos fuerzas sobrehumanas: la Naturaleza exterior que amenaza nuestro cuerpo (ejemplo, el coronavirus); la mala polis que infecta y acaba con la salud de nuestras almas. Quien ataca a la Verdad destruye el alma de los ciudadanos y con eso daña gravemente la democracia. Pero, por lo que se ve, hay élites y poderes que todavía no lo saben.

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