La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Gastronomía | La mirada de Lúculo

¡Viva Montesquieu!

Cuando no viajaba, le gustaba cuidar la vid y su fruto, y adquirir conocimientos técnicos; por ejemplo, contra la maderización y las fermentaciones intempestivas

¡Viva Montesquieu!

Cuentan que la industria moderna de alimentos congelados se remonta a 1917, cuando el empresario Clarence Birdseye, mientras comerciaba con pieles en Labrador (Canadá), observó que los habitantes locales conservaban el pescado y la carne frescos dejando que se congelaran en las temperaturas del Ártico. La población indígena, los inuit, había descubierto cómo preservar la frescura y el sabor de los alimentos a las más bajas temperaturas. Birdseye se llevó consigo la idea a Estados Unidos, donde pasó años perfeccionando el proceso que ahora conocemos como congelación rápida, en la que cada alimento individual se conserva a temperaturas extremadamente frías para obtener pequeños cristales de hielo y así lograr que las células de los alimentos no se dañen. El resto es historia. Pero antes de seguir debemos recordar que la congelación ya existía 3000 a. C. con los antiguos chinos, que usaban bodegas de hielo para mantener en buen estado la comida durante los fríos días del invierno y más allá. Los romanos también solían almacenar alimentos en nieve comprimida en sótanos aislados.

Birdseye llegó a poseer casi 300 patentes. Además de su proceso de alimentos congelados, desarrolló lámparas de calor infrarrojas, un arpón sin retroceso para capturar ballenas y un método para eliminar el agua de los alimentos. Unos años antes de su muerte, en la década de los cincuenta del pasado siglo, perfeccionó la fórmula para convertir el residuo de caña de azúcar triturado en pulpa de papel. Era un emprendedor entusiasta e ingenioso; el día en que se fijó en cómo los inuit conservaban los alimentos en hielo seguro que le vino a la cabeza la peripecia trágica con la nieve de ese científico empírico llamado Francis Bacon. La anécdota es conocida y ha pasado a formar parte de la historia que rodea a la congelación alimentaria. Filósofo, jurista, estadista y autor literario, Bacon sostenía que la ciencia debía utilizarse como herramienta para el mejoramiento de la humanidad y propugnó un nuevo enfoque basado en pruebas tangibles logradas a través de la experimentación, la recopilación de datos y el análisis. Por desgracia, la dedicación a sus creencias finalmente condujo a un experimento que supuestamente causó su muerte el 9 de abril de 1626, a la edad de 65 años. A principios de ese año, Sir Francis Bacon, mientras se movía en su carruaje en un Londres cubierto por la nieve, tuvo una discusión con su compañero, el doctor Winterbourne. La causa del desacuerdo era el escepticismo de este último acerca de la hipótesis de Bacon de que la carne fresca se podía conservar si se congelaba. Como cuenta John Aubrey en su libro“Brief Lives, ambos se apearon del carruaje y entraron en la casa de una mujer humilde que vivía en Highgate Hill, compraron una gallina e hicieron que esta la destripara, y luego rellenaron el cuerpo con nieve. El propio Bacon ayudó a hacerlo. Después de desplumarla, la colocó en una bolsa, introdujo un poco más de hielo comprimido a su alrededor y enterró el cadáver. Desafortunadamente, según Aubrey, Bacon sufrió un fuerte resfriado. Se puso tan enfermo que no pudo recorrer la distancia hasta su propio alojamiento. Lo condujeron a la casa del conde de Arundel, en el mismo Highgate, donde lo acostaron en una buena cama calentada con una sartén. La cama, al no haberse utilizado en años, estaba demasiado húmeda y en ella sufrió un nuevo resfriado. A los tres días moriría por asfixia.

La historia ha circulado así durante décadas estableciendo una conexión dramática entre el resfriado de Bacon y los congelados. Hay evidencias que prueban que las condiciones climáticas de Londres no eran en aquellas fechas las de una ciudad nevada, pero nadie puede negar, en cambio, que el señor Bacon o Tocino, digámoslo así para extraer algo de humor de un hecho tan desgraciado, no experimentase con el pollo congelado de Highgate y la manipulación le produjese el malestar que días después le acarrearía la muerte sumido en el lecho húmedo del dolor. Él mismo tendría la oportunidad de confirmar en una carta a su amigo ausente, Lord Arundel, la causa del malestar al recordarle que probablemente había tenido la fortuna de Plinio ‘el Viejo’, el sabio que se inmoló a Minerva cuando se empeñó en subir al Vesubio, que se hallaba en erupción, tratando de experimentar sobre la conservación e induración de los cuerpos.

El otro día, tratando de revolver en el congelador en busca de alimentos fríos democratizados por la ralentización del crecimiento microbiano me acordé de esta vieja historia con tintes de irrealidad de Francis Bacon, aquel reformador de mentalidad liberal que se opuso abiertamente a los privilegios feudales de su época y a las persecuciones religiosas. Bacon, después de haber sido nombrado Lord Canciller, concluyó su carrera pública entre acusaciones de corrupción. A partir de ese momento se dedicaría a la ciencia, una de sus grandes pasiones. Intentando buscar en ella una utilidad práctica, sucumbió dejando abierta la puerta a la congelación del pollo que quizás la humanidad no ha sabido agradecer. Y como se suele decir en la locución italiana, se non è vero, è ben trovato.

Compartir el artículo

stats