Como todo el mundo sabe, las doce campanadas y las uvas de la Puerta del Sol son un mero formalismo. En realidad, el año comienza en septiembre, con el regreso a las aulas, el gasto en libros de texto, los anuncios de El Corte Inglés, los coleccionables de quiosco -que aún perduran-, el nuevo curso político, los fichajes de la Liga, la sexta ola, el nuevo libro de Pérez Reverte, alguna gota fría y la muerte de un famoso. En agosto, con los cuartos previos a las campanadas del día 31 del mes en curso, se nos han adelantado Charlie Watts y el Torpedo Müller.

Lo de Charlie no lo esperaba tan pronto, o al menos no pensé que fuera a ser el primer Stone en diñarla. Si mi madre viviera y conociera a Keith Richards diría aquello de “nos va a enterrar a todos”, pero Charlie se ha ido antes y ha logrado lo que probablemente jamás conseguirá otro batería: salir en las portadas. Junto al resto de la banda, Watts me ha ido acompañando a lo largo de la vida, pero con Gerd Müller perdí la inocencia. Entiéndaseme. Aquel verano del 74, primero del que tengo constancia futbolera, asistí a mi primer Mundial por televisión en una vieja Telefunken en blanco y negro que se veía con niebla (eso decíamos), y mi cerebro asocia ese sol estival de la infancia (a pesar de la niebla) a los nombres del Torpedo, Breitner, Netzer, Cruyff, Neeskens y los hermanos Van de Kerkhof de aquel campeonato que ganó Alemania frente a lo que se comenzó a llamar la naranja mecánica.

Esto ya tiene pinta de finales de agosto y primeros de septiembre. Los días más cortos, el fresco de la mañana, el pantalón largo y tantos recuerdos; el sol anaranjado del atardecer y las sombras largas a partir de las siete; el retorno al trabajo para quien haya disfrutado de vacaciones y recogerse antes para sumergirnos entre las páginas de un libro que duerme en el porche y huele a humedad. Hasta el olor ambiental es diferente en el cruce de meses.

Estoy ansioso por conocer qué palabras de las utilizadas hasta este verano desaparecerán o se mantendrán por un tiempo en el vocabulario. En el verano de 2020, el año pandémico, nos hartamos de leer, oír y escribir desescalada, resiliencia y nueva normalidad. En septiembre del año pasado prácticamente dejaron de utilizarse las tres. Duraron en el habla popular menos que telefax o CD-Rom (o cederrón, como la introdujo la Academia en su diccionario cuando todo el mundo ya guardaba archivos en pendrive). De vez en cuando, todavía alguien dice resiliencia, que habita hace tiempo en la lengua castellana, aunque sólo la hemos empleado en tiempos de pandemia y la mayoría no sabe lo que significa o la utiliza al tuntún. Ese mozo tiene una resiliencia que te cagas… y un buen culo. A partir de septiembre volveremos a encontrar resiliencia en algún texto de Afganistán.

Este verano, José Luis Martínez-Almeida, alcalde de Madrid, ha vuelto a poner de moda la palabra alpargata, que hasta que no criticó a Pedro Sánchez corría el riesgo de convertirse en vulgar zapatilla. El portavoz del PP ha devuelto a este tradicional calzado su razón de ser y al gremio alpargatero la honorabilidad que el desdén del edil madrileño parecía querer arrebatarle.

Cada mes tiene su aquél. Enero es el de la cuesta; febrero, el de los enamorados; marzo, el de las Fallas (por más que este año se celebren en agosto); abril, el de la lluvia; mayo, el de la primavera; junio, el del fin de curso; julio, el de la primera operación salida; agosto, el de las vacaciones; septiembre, el de los retornos; octubre, el del cambio de hora; noviembre, el de los muertos y la cada vez más temprana campaña navideña; y diciembre, el del despiporre de fiestas, celebraciones, comidas de empresa y la tradicional conversación de Nochebuena con el cuñado, que, aunque cena de gratis, suelta aquello de que como el besugo al horno de su madre no hay ninguno. Aguantar eso también es resiliencia.

En agosto siempre hay algo que acaba para que al mes siguiente comience otra cosa. Terminó Antonio López de pintar su cuadro en la Puerta de Sol (la Puerta de Sol siempre presente cuando el año cambia). En uno de mis últimos cursos de bachillerato, desde un autobús, le veía en Cibeles pintando la Gran Vía a las 7 de la mañana sin que nadie le molestara, pensando acaso que se trataba de un artista ambulante sin gorrilla en la que lanzarle unas pesetas. O quizá no gozaba el artista de la fama que hoy bien merecida tiene (corría el año 81 u 82).

Resulta que los únicos madrileños que no conocían al venerable pintor de la Puerta del Sol eran policías municipales. Le pidieron licencia y papeles y no lo engrilletaron de casualidad. "A mí, mi jefe me manda y tengo que venir a pedirle la autorización. Puede ser Van Gogh o quien sea", espetó uno de los agentes ante una concurrencia indignada. Curiosamente, su jefe es el mismo que el de las alpargatas. Puede ser Van Gogh o quien sea, frase en la que se refleja esa España miserable, inculta, chula y maleducada que lo mismo vemos en agosto que en plena temporada de rebajas.

Septiembre, ya lo saben, es ese mes del que se espera mucho y apenas pasa nada, de expectativas y desencantos, de la esperanza en el cambio y en el que nada cambia, ese mes traicionero y burlón que nos hace añorar agosto y en el que la vida vuelve a su bucle. El eterno retorno.

@jorgefauro