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Ahimsa Campos-Arceiz Ecólogo experto en elefantes en la Academia China de las Ciencias

Ahimsa Campos-Arceiz: «Los elefantes no son como los primates, dos veces casi me matan»

Agimsa Campos coloca un collar GPS a un elefante salvaje en Malasia.

Ahimsa Campos-Arceiz (1975) asesora al gobierno chino en la conservación de elefantes salvajes y en que el aumento de la población de estos animales entrañe el mínimo riesgo para los humanos. Trabaja desde el año pasado en el centro de investigación del jardín botánico tropical de Xishuangbanna, una zona fronteriza con Laos, Vietnam y Thailandia. Llegó a China después de 19 años de estudios e investigación.

¿Cómo llega un biólogo español llega a ser uno de los grandes expertos en elefantes salvajes en Asia?

Ha sido un camino largo. En 2002, con 27 años, me fui de Galicia, donde trabajaba de consultor, a Japón. Soy neófilo, me gusta lo nuevo y Tokio me parecía excitante -además de tener una novia japonesa- por contar con una de las veinte mejores universidades del mundo en ese momento. Hice allí mi posgrado y, sin ser parte de mi plan, me ofrecieron ir hasta Sri Lanka a hacer mi maestría porque había una plaza a la que no tenían claro si enviar a un estudiante japonés por ser un país en guerra y con peligro, pero sí a mí, que me vieron grande, fuerte y extranjero. Acepté sin saber a qué me estaba apuntado.

¿Y a qué se estaba apuntando?

Imagínate a un español interesado en ecología animal y en temas de conservación y de campo sentado en un tractor persiguiendo elefantes por la selva. Fue excitante, una oportunidad que aprecié. Hice mi maestría y mi doctorado sobre el conflicto entre los seres humanos y los elefantes y la dispersión de semillas por la acción de estos últimos. Estuve años viviendo entre la selva -viendo cómo las familias la iban colonizando y hasta viví el tsunami en el año 2004- y la civilización de la megalópolis de Tokio. Cuando la guerra se recrudeció entre 2005 y 2006 no podía realizar mi trabajo de campo y me fui a Birmania en una época (2007) con duras protestas en las que mataron a gente, entre ellos un periodista japonés. Nos retiraron los permisos -yo tenía uno estadounidense- y volví a Sri Lanka.

Y de ahí pasó al tranquilo Singapur y a Malasia.

Pasé dos años en Singapur haciendo mi posdoctorado. Nunca he vivido mejor a nivel calidad de vida, ganaba más de lo que cobro ahora, aunque la mitad del sueldo se me iba en el alquiler del piso. Tokio es como Salamanca o Santiago a nivel universitario en cuanto a tradición o premios nobeles, pero Singapur en cuestiones académicas es la ebullición, cada vez que estaba con alguien aprendía. Como me decía mi jefe, vivía rodeado de mil doctores en biología. Después, como me interesaba hacer un proyecto en Malasia, las autoridades de ese país me daban permiso siempre y cuando me fuera a vivir allí. Así que busqué trabajo en Kuala Lumpur, en la universidad británica de Nottingham, donde estuve hasta marzo del pasado 2020. Desarrollé un proyecto de investigación (sus siglas, MEME, designan el nombre de Gestión y Ecología del Elefante Malasio), cuyos resultados fueron mejores que mis aspiraciones iniciales.

¿Por qué abandonó Malasia?

Mi rol como extranjero ha de ser iniciar proyectos y dejarlos en manos de personal local ya convertido en experto. En los países asiáticos en que viví conocí extranjeros que se han pasado 20 años en el mismo sitio y los últimos quejándose de que no les aprecian o las cosas no funcionan como quieren. Una vez que me sentí un poco cansado y negativo preparé un plan de escape. Ya había formado una generación de expertos locales y no quería anquilosarme como esos señores mayores que se convierten en eminencias a las que no hay que ofender. Me planteé un año sabático para escribir artículos en el jardín botánico tropical de Xishuangbanna, que ya conocía.

Y se quedó a trabajar en China en plena pandemia y con el inesperado éxodo y regreso de la población de elefantes salvajes a la reserva de Mengyang, cercana al parque botánico donde trabaja.

Llegué cuando el país estaba saliendo del confinamiento. Lo de los elefantes no era tan inesperado, lo sorprendente es que llegaran a las puertas de la megaciudad de Kunming. A diferencia de otros lugares de Asia donde están en peligro de extinción, en un pañis como China crece la población de elefantes salvajes -hay poco más de trescientos, la mayoría en esta zona (Xishuangbanna es una prefectura de la provincia de Yunnan)- tras haber estado a punto de extinguirse en los 90. Este aumento de la población conlleva riesgos para los humanos, con lo que vi la oportunidad de dar un salto en el tiempo y estudiar lo que va a suceder dentro de 20 años en otras partes donde se estaban conservando y protegiendo los paquidermos.

«En China el científico no persigue al político; las autoridades nos preguntan qué hacer»

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¿En qué consiste exactamente su trabajo y cómo es una jornada laboral normal?

Vivo dentro del jardín botánico, que pertenece a la Academia China de las Ciencias, como el CSIC en España y trabajo en el área dedicada a la investigación del parque, a donde me desplazo cada mañana en bicicleta cruzando un río a través de una selva preciosa. Mi plan era pasar medio año en China y el resto fuera, pero no he podido por la pandemia de coronavirus. Mi trabajo es en la oficina, escribiendo artículos -tengo datos suficientes como para hacerlo durante 10 años-, coordinando como catedrático al equipo que lleva el proyecto de investigación de ecología y conservación de la fauna, enviando correos y asistiendo a reuniones por Zoom. En los últimos años he hecho la reconversión de ser un ecólogo que investigaba cacas, comida y movimiento de la fauna a estudiar a la gente y cómo integrar la conservación en diferentes contextos políticos, económicos y sociales.

¿Cómo es su relación con los elefantes? ¿Es posible interactuar con ellos como con un primate?

No. En Sri Lanka aprendí a tenerles miedo porque suponen un riesgo real de muerte: en Asia matan en torno a mil personas al año. Yo, que en Malasia me dediqué a ponerles collares GPS, en dos ocasiones corrí peligro, pero afortunadamente los animales decidieron dejarme vivo. En la provincia donde vivo, poblada en su mayoría por la etnia dai y considerada por China como una joya a conservar tanto a nivel ecológico como cultural, se les respeta mucho, de hecho en la capital hay miles de imágenes de paquidermos. Son un animal de buen sino, al que se quiere proteger pero a la vez que no creen problemas a los humanos, lo que para mi trabajo es un marrón.

Entonces es como una relación de amor y temor.

Donde conviven elefantes salvajes y humanos siempre hay conflicto. Aquí campan a sus anchas y se sienten los amos porque se les ha protegido, así que les gusta comerse los cultivos y entrar en las casas a por sal o lo que quieran. Hay poblaciones que los persiguen y los matan, pero eso no ocurre aquí no solo por razones culturales, sino porque si matas a un elefante te caen diez años de cárcel. Es una relación curiosa que se puede ver en los mahouts, que crían en cautividad a paquidermos y en su escala de prioridades primero está el elefante y luego su esposa e hijos cuando saben que su elefante lo acabará matando. La relación entre ambos es asimétrica, la gente ama al animal y cree que el animal le ama. Y eso no es así; no son primates, no tienen emociones ni muestran signos de afecto. He trabajado con elefantes en cautividad para investigar y alguno ya había matado a once mahouts.

¿Tienen en cuenta las autoridades chinas los consejos que les da como ecólogo?

Más de lo que esperaba. Aquí las autoridades han abrazado la parte más técnica de la ciencia y en lugar de ser el científico el que persigue al político, son los que gobiernan los que me preguntan todo el rato qué hay que hacer. Me ha tocado llegar a China en un momento en que se toman muy en serio las cuestiones ambientales.

¿Se ve jubilándose en Asia?

Me fui de España sin morriña pero conforme me hago mayor, la tierra me llama. Me veo volviendo a casa, al Val Miñor, dando clases o haciendo labor de síntesis o recopilación de lo estudiado.

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