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Lanzarote, la isla esculpida en lava

La espectacularidad de Lanzarote sólo es comparable a los virulentos episodios vulcanológicos acaecidos en los siglos XVIII y XIX, que se prolongaron durante lustros y alteraron la fisonomía conejera

Entre la escoria, vista de una de las grietas del Parque Nacional de Timanfaya por las que derramó fuego y lava una de las erupciones históricas de la isla de Lanzarote de 1730. | | LA PROVINCIA/DLP

La erupción del volcán en La Palma ha puesto de relieve el origen volcánico de Canarias y desempolvado las últimas erupciones vividas en las Islas. Casi dos siglos hace ya del último episodio volcánico de Lanzarote. En la madrugada del 29 de julio 1824 se produjo en Lanzarote un terremoto que entre la población, acostumbrada desde hacía décadas a vivir entre seísmo y seísmo, no despertó demasiada alarma. Sin embargo, esa sacudida anunciaba la última erupción acaecida en la isla y que comenzaría dos días más tarde dentro de los límites del cortijo del clérigo Luis Duarte, entre las localidades de Tao y Tiagua.

Durante las jornadas posteriores a aquellos terremotos se sumó el tremor de las entrañas terrestres hasta que el día 31 una columna de humo se elevó en torbellino por los aires y tras oscurecerse la atmósfera, de la superficie de Lanzarote surgieron dieciocho grietas por las cuales la lava comenzó a a derramarse. En los documentos que sobre este episodio alberga el Museo Canario se describe que en sólo una noche las deyecciones del volcán «formaron un macizo de escorias de unos trescientos pies de altura», más de 91 metros.

En enero de 1825 la actividad sísmica y vulcanológica cesó en una isla casi deshabitada debido a la huida de los conejeros a Fuerteventura, Gran Canaria e incluso a Cuba o Venezuela ya que las condiciones de vida en Lanzarote tras las últimas erupciones eran insoportables.

La descripción de los episodios vulcanológicos del siglo XIX quedaron recogidas por, entre otros, el cura de San Bartolomé, Baltasar Perdomo, quien, junto al párroco de Yaiza, Andrés Lorenzo Curbelo -éste en el siglo XVIII-, fue testigo de aquella hecatombe. «El primero de septiembre [de 1730] entre las nueve y diez de la noche la tierra se abrió de pronto cerca de Timanfaya a dos leguas de Yaiza», escribió Lorenzo Curbelo.

La ceniza y la lava de las erupciones de 1730 sepultaron 21 aldeas, pagos y pueblos como el de Tingafa, con alrededor de 500 habitantes en aquella época

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«En la primera noche una enorme montaña se elevó del seno de la tierra y del ápice se escapaban llamas que continuaron ardiendo durante diez y nueve días. Pocos días después un nuevo abismo se formó y un torrente de lava se precipitó sobre Timanfaya, sobre Rodeo y sobre una parte de Mancha Blanca. La lava se extendió sobre los lugares hacia el Norte, al principio con tanta rapidez como el agua, pero bien pronto su velocidad se aminoró y no corría más que como la miel. Pero el 7 de septiembre una roca considerable se levantó del seno de la tierra con un ruido parecido al del trueno, y por su presión forzó la lava, que desde el principio se dirigía hacia el norte, a cambiar de camino y dirigirse hacia el noroeste», añadió el religioso.

La ceniza y la lava de aquellas erupciones sucedidas entre 1730 y 1736 sepultaron 21 aldeas, pagos y pueblos como el de Tingafa, con casi 500 habitantes entonces.

Según lo relatos, la masa de lava llegó y destruyó en un instante los lugares de Maretas y de Santa Catalina, situados en el Valle y el 11 de septiembre de 1730 «la erupción se renovó con más fuerza, y la lava comenzó a correr: de Santa Catalina se precipitó sobre Mazo, incendió y cubrió toda esta aldea y siguió su camino hasta el mar, corriendo seis días seguidos con un ruido espantoso y formando verdaderas cataratas. Una gran cantidad de peces muertos sobrenadaban en la superficie del mar, viniendo a morir a la orilla. Bien pronto todo se calmó, y la erupción pareció haber cesado completamente» hasta el 18 de octubre, cuando otras tres nuevas aberturas se formaron «inmediatamente encima de Santa Catalina, que arden todavía, y de sus orificios se escapan masas de humo espeso que se extienden por toda la isla, acompañado de una gran cantidad de escorias, arenas, cenizas que se reparten todo alrededor», escribió Andrés Lorenzo.

Los científicos han estimado que el volumen de lava surgida en aquellos seis años del siglo XVIII pudo alcanzar los 1.000 millones de metros cúbicos, equivalente a más de 296.000 piscinas olímpicas. Aquellos fenómenos, asimismo, modificaron por completo la antigua morfología de la isla, que incluso ganó espacio al mar debido a las coladas magmáticas.

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