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Volcán de La Palma| Volcanes que dejaron huella (2)

Volcanes que dejaron huella: El Vesubio y Pompeya

Desde el año 79 del siglo primero se han registrado una veintena de erupciones más, llegando las cenizas de algunas de ellas hasta Turquía | En el 62 la ciudad sufrió un fuerte terremoto que sirvió de alerta a la población años después al repetirse los seísmos previos a la gran actividad volcánica

Restos de la ciudad de Pompeya destruida por el Vesubio, que se observa en lo alto del fondo. |

Vengo con una excursión de profesores que habíamos visitado Nápoles donde hemos pernoctado y al subirnos a la guagua que nos trae desde Barcelona nos hemos dado cuenta que nos han robado lo que allí se quedó. A mí no me falta nada, pero algunos han perdido el equipaje que no subieron para esta única noche en un hotel, malillo la verdad, de Nápoles. Cosas de la vida y de los viajes.

Antes de entrar en Pompeya, lo hacemos por la Porta Marina. Hay que pararse un momento y presentar nuestros respetos al Vesubio, el volcán causante de su desaparición, pero es también una montaña preciosa. La explosión emitió el flujo piroclástico que asfixió a los pompeyanos que no habían huído. Fue una gran erupción que no ha vuelto a repetirse con esa intensidad. Sin embargo, no hay que fiarse de esa montaña mortal que puede acabar con la ciudad partenopénica: desde el año 79 se han registrado una veinte de erupciones más, llegando las cenizas de alguna de ellas hasta Turquía.

Es una mañana de agosto, son las nueve de la mañana y ya hace calor, en que voy a ver por primera vez esta ciudad deshabitada. Nos podemos adentrar en uno de los mejores escenarios arqueológicos del mundo. Con esto quiero decir que son ruinas excavadas con esfuerzo, con cuidado y, en la medida que cada época lo permitía, con el conocimiento científico de anticuarios y arqueólogos.

Pasear por sus calles empedradas entre los restos de tantas viviendas, de templos, de tiendas, de un teatro, unas cosas mejor conservadas que otras, nos traslada inevitablemente al año 79 cuando acabó la vida en esta ciudad ahora resucitada para los turistas. Esta sensación de estar en un lugar real y no en un escenario de película es lo que da verdadero valor al paseo que estoy dando: hay que tocar las piedras, con cuidado desde luego, mirar en los rincones, hasta sentir el viento que llega desde el Vesubio. En una situación muy parecida nos dice Manuel Verdugo (Santa Cruz de Tenerife, 1902- Ídem 1985), en su libro “Diario de un viaje: Pompeya, Nápoles, Capri”: «Esos turistas, más atentos a las indicaciones de la Guía que a los paisajes y a los monumentos, concluyen por no guardar ninguna impresión personal». Estoy de acuerdo con él y aún llegaría más lejos ya que tampoco soy amigo de ir tras un/una guía que nos va largando erudición, a veces de segunda clase, sobre lo que vamos viendo. Prefiero hacer antes este proceso de conocimiento, o incluso después, y cuando estoy in situ dejarme llevar por mis emociones y pensamientos.

Se conocía, al menos lo sabían las gentes del lugar, que en la zona existían ruinas romanas. Y en 1738 el entonces rey de Nápoles, después Carlos III de España, encargó al ingeniero español Roque Joaquín de Alcubierre que emprendiese las excavaciones, primero de Herculano (cubierta de lava), con unos trabajos muy costosos y difíciles, y después de Pompeya cubierta de cenizas. Hasta 1763 no se supo que era esta ciudad, en la que resultó mucho más sencillo progresar. Estaban sepultadas estas ciudades, también Estabia, como las dejó la erupción del año 79, violenta, con grandes explosiones, lava viscosa, cenizas y flujos piroclásticos. Este tipo de actividad volcánica se conoce ahora como “pliniana.

De Pompeya sabemos muchas más cosas: se fundó hacia el siglo VIII a.C. (algunos la suponen aún más antigua), fue colonia romana con Sila en el 80 a.C. (Numancia, por ejemplo, era romana desde el 135 a.C.), y tanto Augusto como Tiberio construyeron numerosos edificios en la ciudad. En el 62 sufrió un fuerte terremoto lo que alertó a la población en el 79 cuando empezaron los seísmos previos a la erupción del Vesubio. Procuraron abandonar la ciudad para salvar la vida. Muchos lo consiguieron. Se calcula que murieron no más de una quinta parte de los habitantes habituales de Pompeya. Entre los fallecidos estaba Plinio el Viejo de cuya muerte nos informa su sobrino Plinio el Joven en una carta que dirige al historiador Tácito: «A él le despertó y a los demás les hizo huir el olor del azufre, precursor de las llamas y éstas llegaron luego. Se levantó apoyándose en dos siervos, pero cayó en seguida debido, a lo que creo, a que el vaho caliginoso le tapó la respiración y le cerró el estómago, que tenía muy delicado y propenso al vómito. Cuando nuevamente se hizo de día -y era el tercero desde que había dejado de ver- su cuerpo fue hallado intacto y tal como iba vestido; pero más tenía el aspecto de dormir que de estar muerto».

Puesto que la ciudad está edificada en una pendiente, subimos por la Vía del Foro buscando la Casa del Fauno, una de las viviendas mejor conservadas y mejor presentadas. La pequeña estatua que le da nombre es una copia ya que el original está en el Museo Arqueológico. Adorna una fuente, sin agua, y quedan restos de pintura en las paredes interiores. En ella se encontró el mosaico de “La batalla de Alejandro” que hemos podido ver la tarde anterior también en el Museo Arqueológico de Nápoles junto con algunos frescos y objetos encontrados en las ciudades excavadas.

En una especie de hangar se exponen los moldes en yeso a los que antes me referí que son la parte más humana de estas ruinas. Sigo caminando, buscando la Casa de los Vettii, uno de los puntos más recomendados. Sobre este lugar vuelvo al ya citado Manuel Verdugo: «Aulo Vetti era el propietario de esta hermosa casa que es, sin duda, la que han descubierto las excavaciones en mejor estado de conservación. A juzgar por los detalles ornamentales de las habitaciones, aquel afortunado mortal debió ser uno de los más ricos y de más exquisito gusto entre los ciudadanos de Pompeya. El peristilo es un modelo de elegancia y sencillez. He contemplado con admiración pinturas murales de brillante y caliente colorido ¡Después de veinte siglos!». Por cierto, que este libro de Verdugo nos ilustra no solamente de Pompeya sino de la vida de los romanos. Es ameno e instructivo.

Las calles no están tan bien orientadas como en las ciudades de fundación romana. Reitero que esta fue conquistada, no fundada, por Roma, pero son casi perpendiculares unas a otras tales calles, formando una cuadrícula en la que es fácil orientarse. No hay casi indicaciones que apunten direcciones. Aparecen empedradas con aceras, canales para el agua, “pasos de peatones” (para evitar el barro y las inmundicias), e incluso unas rodaduras a modo de raíles para los carros que debían encajar sus ruedas en ellas.

Por la Via dell´Abondanza llegamos a la parte alta del anfiteatro y del “Teatro Grande”. Están muy bien conservados junto con las arcadas y porches que los rodean. De allí vamos ya a la salida, hemos estado casi cuatro horas en este recorrido, donde encontramos puestos de refrescos y de venta de recuerdos. Compro una careta de estilo griego y me tomo una coca-cola. De aquí seguiremos nuestro periplo que nos va a llevar hasta Bari y de allí a Grecia en un ferri.

Hay muchos libros sobre Pompeya, pero además del que he citado quisiera recomendar dos para ambientarnos en sus calles: para los románticos el de Bulwer Lytton, “Los últimos días de Pompeya”, escrito hacia 1835, y que se convirtió en un bet seller de la época, y para quienes prefieran el campo más científico y arqueológico el de Mary Beard, titulado “Pompeya”, ameno y riguroso. Del Vesubio hay mucho escrito y en la web podemos encontrar hasta el día a día del volcán.

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