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Volcán de La Palma

El renacer de las migajas que ha dejado el volcán de La Palma

A pesar del inacabable conteo de destrucción que provoca el volcán de La Palma, existen palmeros irreductibles que comienzan a diseñar su futuro cimentado en los pocos restos que aún les quedan

La lava del volcán de La Palma sobre la nueva fajana

La lava del volcán de La Palma sobre la nueva fajana La Provincia

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La lava del volcán de La Palma sobre la nueva fajana Juanjo Jiménez

Vivir en una isla en obras con sus inquilinos dentro es someterse a la voluntad de la constructora, contrato que en La Palma asume el volcán de Cumbre Vieja, el que desde hace hoy 57 días marca la rutina de los palmeros sin horario establecidos y sin miramiento alguno, derramando cimientos derretidos sin más rumbo que el que diseña la gravedad. Un capataz que desde hace tres días despierta a la población a terremoto limpio, el jueves a eso de las cuatro de la mañana, el viernes un poco más avanzada la noche, y ayer sábado con magnitud cinco cuando clareaba el día. Desde Mazo a Tazacorte hay quién ya no se arrima al lateral del colchón al acostarse, sino que se posa más al centro para no despertar en el piso. La ampliación cartográfica insular provoca incertidumbre. Por el aviso de potenciales terremotos de mayor envergadura, lo que provoca una seria preocupación de que el temblor vaya a mayores como siniestro colofón de la catástrofe, y porque nunca hay una tarea para la siguiente hora con algunas garantías de cumplirse.

Este sábado sobre las siete y media de la mañana expedicionaba un buen rancho de vehículos desde el oeste de la isla para repasar los tejados en Las Manchas, la de Arriba y la de Abajo, Jedey, San Nicolás, Puerto Naos, o La Bombilla, en un recorrido que ahora lleva hora y media de curvas y desniveles.

A su llegada sobre las nueve de la mañana a Fuencaliente, una tranquila localidad que ahora se ha convertido en paso franco a las zonas de evacuación y exclusión del volcán de La Palma, el creciente olor a huevo podrido presagiaba que el paso por el control de seguridad no iba a ser cuestión de minutos. Ni de horas. A las diez y media de la mañana se sabía que ni de días. Primero porque según el último análisis del aire erogaba seis veces más toxicidad de la recomendada. Poco después, por el reporte del primer fallecido dentro de la zona delimitada.

Cada una de las noticias diarias que da la isla, casi a minuto a minuto, serían portada por sí mismas fuera del mapa palmero. Un muerto. Una atmósfera arruinada por el azufre. Un terremoto magnitud cinco a primera hora de la mañana. Una playa que ya no existe. Unas casas que van acumulando toneladas de material en sus cubiertas. Y un suma y sigue que se añaden a las 1.008 hectáreas sepultadas, las más de 1.200 edificaciones perdidas y sus 7.500 evacuados. Se agitan los datos y el cóctel es una isla de un sufrir lo indecible en el que se reinventa la resistencia.

Lo ilustra Cándido Acosta, de 60 años y pico, mientras espera en la cola. A Acosta se le fue al carajo su casa, su taller mecánico en el que trabajó desde los ocho años, las viviendas de sus tres hijos, y en una finca de plátanos que tiene en La Bombilla, la lava permanece amenazante justo en el contador del agua, pensándose si entrar. Acosta solo rescató unas herramientas, y en los primeros tres o cuatro días durmió en el coche. Sus tres hijos se han alejado de su vida diaria, residiendo en sendas viviendas separadas. Y donde ahora duerme de momento, en San Isidro, Breña Alta, «hace un frío de cojones», sobre todo para un señor que lleva toda su vida al calor de La Bombilla.

Pero si alguien cree que Acosta se lamenta, derrapa. Cándido, que está allí para ayudar a los que les sobrevive la casa, se maravilla de que gente «que antes ni saludaba te la encuentras de golpe con una pala ayudando a quitar ceniza de una vivienda del que no conoce el propietario, de chiquillos que trabajan como máquinas y de una isla que respira ayuda y solidaridad».

Acosta lo ha perdido casi todo, pero renacerá de «unas migajas que me quedan». Son diez celemines de viñas en Fuencaliente. Las cambió por una vaca cuando tenía 12 años. Y tienen una cueva. «Ya empecé a mover piedras y a medir por dentro», dice ilusionado, para sentenciar sin rencor que «otro volcán hizo la isla y por eso hemos vivimos en ella», asumiendo la máxima de Sagan, la que establece que el universo ni es bueno ni malo, solo nos observa indiferente.

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