La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Volcán de La Palma | Golpe al litoral

La pérdida de las playas del Valle de Aridane deja un reguero de recuerdos sepultados por la lava del volcán de La Palma

La pérdida de las playas deja un reguero de recuerdos sepultados por la lava | La isla comienza a recibir guaguas de turistas que solo vienen por un día para ver el volcán

Así engulle la lava la playa de Los Guirres

Así engulle la lava la playa de Los Guirres

Para ver este vídeo suscríbete a La Provincia - Diario de Las Palmas o inicia sesión si ya eres suscriptor.

Así engulle la lava la playa de Los Guirres Juanjo Jiménez

Los efectos del volcán en el litoral del Valle de Aridane no solo han sepultado a la mejor ola de surf de la isla de La Palma, si no también los recuerdos de aquellos que disfrutaron en un mar reinventado mil veces por los volcanes, a los que se suman los que sobreviven económicamente de una castigada costa a la que, tras el paso de la lava, solo le queda una única playa con servicios en funcionamiento, la de Tazacorte.

Francisco Rodríguez Barreto fuma una pipa a babor del Punta Salinas, el remolcador de altura de Salvamento Marítimo que en el coqueto puerto de Tazacorte aparece amarrado como un gigante de 60 metros de eslora y 8.000 caballos de tiro.

Rodríguez Barreto viene a echar un ojo al cataclismo, por primera vez desde que aquél 19 de septiembre se personificara el volcán en una ladera del Valle de Aridane. Desde el fondo del espigón, el hombre, de 82 años, observa el delta lávico que pone en ebullición al Atlántico mientras el océano se queja lanzando al aire bocanadas de más humo. Falta una tercera humacera, la que, también por babor, y tierra adentro, lanzan las desbocadas fisuras que han creado a su alrededor un edificio que ya suma 400 metros de altura. Pipa, fumarola y cono dibujan un paisaje tan turbio como la incertidumbre del que ocurrirá una hora después.

Rodríguez lo observa todo en silencio, que es como se miran los volcanes, para dar por concluido el repaso con un «nada tiene la culpa».

Francisco González Barreto, en el puerto, con el delta lávico humeando al fondo y con la proa del Punta Salinas a la derecha. La Provincia

A él se lo van a decir, que nació justo cuando acabó una guerra, en 1939, que dejó el país en el chasis, como él mismo comprobó desde que se le materializó la consciencia. Que cuando apenas tenía diez años llegó a su vida el primer volcán, el que reventó por Nambroque el 24 de junio de 1949, y fue bautizado como San Juan. En aquél haber no existían ni casi coches, «una decena» cuenta, y mucho menos servicios de emergencias. Lo más parecido a un dispositivo era, una pareja de guardias civiles, «que nos pedía que no nos arrimáramos al peligro», cuando su padre lo llevaba a visitar el prodigio. Recuerda palpar aquella masa negra recién vomitada, «y si no estaba muy caliente nos subíamos encima». Aquél volcán fue exquisito porque «la lava le corrió por donde mismo», y si bien se llevó por delante casas y huertas de Las Manchas, evacuó al mar por Puerto Naos sin mayores desparrames, encauzada en poco más de un kilómetro de ancho.

Luego llegó el Teneguía en 1971. Otro caballero aún más, si cabe. Hizo sus magmas mayores lejos de la vista, a más de dos kilómetros de Los Canarios, y a la vera del mar. Entre unos y otros, la vida seguía en aquél Valle del siglo pasado, entre una poca de escuela, mucha de guataca y una poca de ocio.

Francisco recuerda bajar por El Perdido y disfrutar de aquella costa cortante por lo nueva. Formada por lo mismo que hoy la ha deformado. Con sus amigos echaba sus horas, que hoy quedan solo en la memoria, en caletas y playas como la El Mangón, La Quinta Socas o Los Guirres, cuyos callaos llevan sancochándose desde el pasado 9 de noviembre, para desgracia de la mejor ola de la isla.

Un extranjero disfruta de la mañana en el paseo marítimo de la localidad La Provincia

Relata Francisco Rodríguez Barreto que toda esa costa era de una andurriar al capricho de las mareas, que condenaba el paso con la pleamar, y que se abría en canal en bajamar dejando al oreo las secretas partonsas de los pulpos y las morenas, haciendo emerger las peñas ahítas de burgados y lapas, y que hacían de asiento a la pesca con caña, para «el sargo y lo que caía, un ronquito, unas herreras...»

Si se le pregunta por la magua se responde inexistente. «Esas playas se hicieron, se destruyeron, y volverán a nacer”, ilustra indicando con la mano a la gruesa mar que viene del norte, a su criterio, la arquitecta que volverá a trazar el litoral.

El hombre saca mechero y vuelve a prender el tabaco de la pipa. Apagada por la conversa. Confiesa que duerme a ratos. Que cuando pone la cabeza en la almohada se pone a pensar. En sus aguacates, en la finca de plataneras que le dejó su madre, en su casa de La Laguna, hoy todo sepultado por la maldita materia que tocó de chico, y que al revés que las playas, nunca van a emerger. A pensar de cuando se levantaba a las siete de la mañana a trajinar con los cultivos. Y a cavilar que «de nadie es la culpa» de amanecer ahora viendo el techo y las cuatro paredes que le emprisionan en un piso que ni entiende ni comprende después de pasar casi un siglo de su vida acurrucado por las estrellas.

La mar, desde Los Guirres hasta Tazacorte está igual de triste que los ojos de Francisco. Al fin ya l cabo ha perdido todas sus playas menos una, la que cobija el muelle viejo, que tal día como ayer de cualquier otra era sería un bullicio de mesas y margullos, y que luce al mediodía como un colectivo funeral.

Las hamacas y sombrillas que de normal hubieran sembrado el arenal negro azabache están entongadas acumulando ceniza en un paseo marítimo que incluye una especie de desastre nuclear en forma de inacabada piscina de dimensiones oceánicas que acumula décadas de polémicas y desidias.

Un pescador sobre el muro del dique de la playa bagañete. La Provincia

Esta es hoy la única playa con servicios que le queda al Valle, asocada de los mares y los vientos por un dique y por un potente farallón que también da cobijo al restaurante Montecarlo, cuyo origen se remonta a los abuelos de Iván Hernández, hoy un establecimiento que emplea a una quincena de trabajadores pero que comenzó en 1963 con unas tablas sobre el callao en el que despachaban el exquisito pescado fresco de la zona.

De antiguo, antes del muro, las galernas metían el mar hasta la plaza, hoy flanqueada también por una buena tanda de restaurantes, «sitios buenos para comer», asevera Hernández. Está el Teneguía, el Trébol, Casa Amarilla, Bar Marina, La Cabaña, La Buhardilla, Playa Mont, y más allá, la pizzería de Nicolino, y así y todo quedan más por retratar, donde se servía en su momento e incluso después de lo peor de la pandemia, pescado, lapas y camarón a mansalva. Durante años abrían solo en verano, para el visitante local y del país, pero con el tiempo el lleno estuvo asegurado todo el año, con el turismo de invierno, desde noruegos a franceses en vertical, desde ingleses a polacos, en horizontal.

Una gaviota en la farola

Pero llegó el volcán y se detuvo la comanda.

No hay más que volver a echar un ojo al arenal. Por la izquierda un señor caminando con ropa de caminar rápido y una extranjera con un niño pequeño. En el centro una pareja, él echado boca abajo y ella pelando una naranja. Y por la derecha el grupo de señoras de todos los días por la mañana y otras dos parejas de extranjeros. Culmina la postal un señor caminando por el filo del muro con una caña y una gaviota posada en la farola.

«A esta hora», relata , «deberían estar las mesas llenas», cuando no hay ni una, por un publico foráneo que se mantenía desde el mediodía hasta entrada la tarde, y que volvía a llenar a partir de las ocho de la tarde. Para él, la situación es peor que la generada por el covid en su momento, y lo achaca a que «la gente, por desconocimiento, le tiene miedo al volcán».

Pero no toda la gente, puntualiza, porque se está generando un inesperado 'subsector' de extranjeros que vienen por todo lo contrario, a ver el fenómeno en directo, y que es el que le esta salvando por la campana para poder mantener el restaurante abierto.

Iván Hernández, propietario del restaurante Montecarlo, ante la playa de Tazacorte. La Provincia

«Son turistas», detalla, «que se quedan en Tenerife o en otras islas y a través de un touroperador les organiza un viaje de un día, que o bien llegan por la mañana y se van por la noche, o empiezan por la tarde hasta la mañana siguiente solo para ver el volcán”.

Gracias a ellos está recibiendo hasta dos guaguas diarias del nuevo guiri volcánico, lo que le supone hasta un 47 por ciento de lo que tendría que facturar en circunstancias normales.

Pero esto no quita que la cadena económica en el Valle comience a andar. Compra menos pescado, que son menos ingresos para los pescadores, y para colmo de males, menta la bicha de la lava, la que con su peso ha sepultado buena parte del gran motor económico de la isla. La platanera. Sin platanera, no hay ingresos, y sin ingresos «ni ganas hay de playas».

Compartir el artículo

stats