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Gastronomía | La mirada de Lúculo

Dabiz, en la cresta de la ola

La complejidad y el gasto que encierran la alta cocina de vanguardia se traducen en subida de precios

Dabiz, en la cresta de la ola

Los chefs con estrellas Michelin se ven obligados a enfocar el negocio hacia el catering, el asesoramiento gastronómico, la televisión o los segundos restaurantes populares para poder hacer caja.

Hay muchas formas de resumir lo que es la alta cocina y ninguna serviría para definir por completo la complejidad y el gasto que encierra. Para intentar cubrirlo están los beneficios extraídos con fórceps de los menús que restan producto al cliente para sumar imaginación y técnica. El coste, sin embargo, de mantener un servicio que ha adoptado el lujo de distinta manera a como se concebía antes pero que sigue siendo lujo, es alto. Los chefs con estrellas Michelin se ven obligados a enfocar el negocio hacia el catering, el asesoramiento, la televisión o los segundos restaurantes populares o bistrots para poder hacer caja y mantener en pie el tinglado de su prestigio.

En la cocina tecno emocional de Ferran Adrià había unas lentejas que en realidad no eran lentejas, sino una mezcla de mantequilla fundida y pasta de sésamo. Cada día, según se cuenta y he leído, era necesario que ocho de los cocineros en prácticas de El Bulli hicieran pasar dos mil gotas en forma de legumbre a través de la manga pastelera para que cayesen en agua helada. Se necesitaban temple y paciencia para llevar a cabo con éxito la operación. Si se hacía apresuradamente las figuritas de las lentejas no salían, sí en cambio otro tipo de deformidades. La masa no podía estar demasiado fría, había que calentarla previamente un poco. Las manos y los brazos de los manipuladores se volvían tensos de sujetar la manga y actuar con tanta exactitud. Lo peor de todo, como explica Christoph Ribbat en su libro En el restaurante, que el propio Adrià se ocupó de prologar, era que la cantidad de pasta en el bol no parecía menguar para disgusto de los aprendices de cocineros. Podría estar citando ejemplo tras ejemplo con el fin de justificar el elevado coste de producción de la alta cocina en cuanto a tiempo dedicado y dinero. En la cocina de vanguardia los procesos de elaboración son más largos y es dos veces más la mano de obra que en los fogones de otras épocas. Aunque el protocolo del lujo se haya desviado hacia otros derroteros, jamás ha dejado de ser cara la cocina de los grandes chefs en los restaurantes más distinguidos.

Últimamente Dabiz Muñoz ha sido aplaudido por sus colegas y también criticado en las redes sociales por atreverse a subir el precio del menú de su restaurante DiverXo, tres estrellas Michelin y 60 empleados, de 250 a 365 euros. Sobre él ha llovido la demagogia de quienes jamás se les ha pasado por la cabeza frecuentar un restaurante como el suyo, entre ellos muchos de los que no se atreverían a criticar el precio de la entrada para una final de un campeonato de fútbol del mismo modo que una comida en un restaurante gastronómico de esta clase. La decisión, en cualquier caso, de subir los precios compete al propio dueño del establecimiento. Es su libertad, lo mismo que otros la tienen para no pisar el restaurante. Muy distinto es la reacción de muchos medios que para justificar la subida han establecido una comparativa de lo poco que cobran los restaurantes españoles triestrellados en relación a los de otros países donde la economía es distinta, la renta per capita superior y los sueldos también. Alemania, Francia y Japón, donde en un tres estrellas Michelin el menú no baja de 600 euros, no son buenos ejemplos comparables. El precio más alto de DiverXo se justifica solo por la decisión de su propietario de subirlo. No hace falta otra argumentación, creo yo.

El mundo está lleno de buenos y caros restaurantes frecuentados por personas que simplemente pueden permitirse el lujo de pagar la cuenta. Lo malo es cuando los restaurantes no son tan buenos pero sí suficientemente caros. En algunos de ellos, pésimos y carísimos, habituados a disfrazar la comida hasta hacerla irreconocible y rodeado de gente tan despistada como presuntuosa, me he acordado más de una vez de aquello tan gracioso de Julio Camba de que a la hora de comer hay que saber tanto lo que se come como con quién se come para no tener que llamar, según los casos, al Laboratorio Municipal o a la Dirección General de Seguridad. En algunas ocasiones, lo lógico sería pedir auxilio en ambas direcciones.

No siempre es saludable ejercer de cocinero en la cresta de la ola enfrentándose de manera especialmente vigoréxica a la encrucijada de los precios. La batalla de la salud contra la exigencia extrema de la alta cocina empezó a librarla con cierta razón el francés Alain Senderens cuando decidió despojarse de las condecoraciones y tirar por la calle del medio. Con tres estrellas Michelin y leyenda durante veinte años al frente del lujoso restaurante Lucas Carton, de París, transformó en 2005 su templo gastronómico en una sencilla y popular brasserie. Senderens estaba hasta el gorro de los costes elevados de mantener abierto un restaurante en el centro parisino: de verse obligado a cobrar de trescientos a cuatrocientos euros el menú, de la pérdida de clientela precisamente por ese motivo y de la insoportable presión de las guías gastronómicas. «La alta cocina tiene más de teatro que de realidad», dijo un mes antes de pegar el portazo. No creo, al menos de momento, que Dabiz Muñoz piense de la misma manera.

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