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La mirada del Lúculo | Crónicas gastronómicas

Las grandes damas del viñedo

Las ilustraciones del artista Tim Bulmer plasman en el museo del vino de Oporto, WOW, la singularidad de la viticultura | Entre más de 1.360 variedades, el consumidor elige

Las grandes damas del viñedo

En el WOW, el gran museo del vino de Oporto, me quedé un largo rato absorto observando las ilustraciones de Tim Bulmer sobre las diferentes variedades de uvas. Si lo han visitado habrán tenido la ocasión de contemplarlas, de no ser así no perderían el tiempo haciéndolo porque se trata de un espacio muy recomendable con ilustrativas exposiciones sobre cualquier aspecto del mundo vinícola, catas, tiendas, restaurantes y unas maravillosas vistas de la ciudad y del Douro desde uno de los lugares más altos de Vila Nova de Gaia. Bulmer, un veterano dibujante británico especializado en cartografía –sus mapas de ciudades o localizaciones naturales en el Reino Unido son maravillosos– supo exprimir también con acierto su imaginación para interpretar el vino. Desde que lo descubrí tengo siempre a mano las ilustraciones suyas para el WOW, en tarjetas y láminas. Y con frecuencia me arrancan una sonrisa cómplice.

Algunos ejemplos. La pinot noir es interpretada como un romántico actor francés en una noche de luna llena. Nada más indicado tratándose de la novia de película (piel) más fina entre todas las uvas. Si existiera una variedad noble, se apellidaría Chardonnay, por lo que en las ilustraciones del WOW está representada por el rey Luis XIV, majestuoso y grandilocuente. La variedad garnacha es una de las más transitadas del mundo. Bulmer la retrata como una bailadora gitana y nómada. De hecho, la uva baila con cualquier estilo de vino, desde blancos, rosados ligeros y afrutados hasta tintos con cuerpo. La riesling, de origen alemán, está encarnada en el Kaiser Riesling que posa en un picnic, rodeado de sus facetas gustativas leve, seca, dulce y semidulce. La tempranillo, ibérica por excelencia –aparte de en España solo en Portugal se producen vinos con ella–, es en la cabeza de Bulmer una partida de cartas de cuatro parroquianos en una taberna típica española, los jamones colgando del techo y carteles taurinos en las paredes.

En la segunda mitad del siglo pasado ocurrió un hecho que podría considerarse revolucionario. Muchos productores comenzaron a etiquetar sus vinos no ya con el nombre de la región donde se elaboraban sino con el de la uva preponderante, más todavía si se trataba de monovarietales. La idea era que los bodegueros o viticultores que no tenían una reputación histórica en su lugar de origen pudieran transmitir igualmente con eficacia a los consumidores sus vinos. Y para evitar, a la vez, que los nuevos consumidores no expertos no tuvieran la obligación de consultar un atlas antes de beber y se fueran familiarizando con sus castas preferidas. Esto no sucedió de la misma manera en algunos lugares que en otros. El grado de afiliación resultó ser diverso. Ni siquiera, curiosamente, con las variedades tintas como con las blancas. En Francia, donde la invocación de la uva es frecuente, resulta también más habitual pedir un chardonnay antes que un chablis que referirse a un cabernet sauvignon en vez de a un burdeos cuando el vino es inequívocamente bordelés. En España, los blancos también se prestan en mayor medida a la identificación de la variedad sobre todo frente a las grandes denominaciones. Es frecuente escuchar como el cliente pide en un bar un verdejo (que relaciona exclusivamente con cierto tipo de blanco), un albariño o un godello, que un tempranillo si se trata de vinos tintos de Rioja o Ribera. Estas cosas ocurren sin que se sepa del todo por qué y buscarles una explicación puede resultar hasta ocioso.

Entre las más de 1.360 variedades vinícolas, hay algunas uvas que por su cualificación o calidad resultan comunes para los aficionados. La inmensa mayoría, desconocidas, son de producción tan escasa que se utilizan únicamente para mezclar. En cualquier caso, los gustos se imponen. Por lo que me concierne además del amor personal que le profeso a la humilde palomino de los generosos jerezanos, particularmente prefiero la chardonnay y la riesling a cualquier otro tipo de uva blanca. Si tengo que elegir entre las tintas no dudo en quedarme con la frágil y delicada pinot noir, borgoñona en esencia, pero también cultivada en Champaña, Alsacia, Alemania, Nueva Zelanda y Sudáfrica, o en las zonas más frías de California, Chile o Australia. Por su alto valor tánico, fortaleza y capacidad de envejecimiento, el oro en unas olimpiadas de la uva se le podría otorgar a la cabernet sauvignon por la gran experiencia bordelesa acumulada a lo largo de la historia. Son quizás dos polos opuestos, mientras que la cabernet resulta sólida y fiable, la pinot noir es asombrosamente voluble, de capa más baja y con taninos que no es necesario masticar. ¡Pero qué maravillosa y emocionante volubilidad la de la pinot!

La vecindad y el hábito me han hecho un consumidor fiel de la tinta tempranillo, y aprecio en su justa medida la mencía, y muchas de las buenas y alegres garnachas frías de este país. En cuanto a Italia suelo preferir la finura de la nebbiolo, réplica italiana de la pinot noir, de los grandes barolos de larga vida, a la rudeza agresiva de la otra casta más popular, la sangiovese, aún cuando esta adquiere su mayor grado de sofisticación en el brunello de Montalcino. Me gustan también la dulzura aromática de la merlot de los buenos vinos de Pomerol o St. Émilion, y el carácter especial y especiado de la syrah del Ródano. O de la propia shiraz de condición australiana, que he bebido menos pero con placer.

La uva es un prodigio de la naturaleza. Si la piel flojea, la pulpa ya no cruje y la semilla está oscura, se puede decir que la tenemos madura. La vendimia, además de la culminación de un año de esfuerzos recompensas y a veces sinsabores, es una fiesta. Bernard Pivot, en su Diccionario del amante del vino, cuenta que no hubo vendimia en la que no se enamorase. El estado febril que le atacaba y que él remite a los 15, 18 y 20 años le permitió más tarde una fermentación de la nostalgia que le empujaba a contemplar la acuarela en que Dunoyer de Segonzac, un aristocrático predecesor de Tim Bulmer, fijaba con destreza plástica el movimiento de los podadores. Entonces, cuenta el ya anciano crítico literario francés, director de Apostrophes y expresidente de la Academia Goncourt, experimentaba el mismo ardor y placeres de la juventud. El mismísimo Pivot reconoce que quizás tendría que haberse acordado también del dolor punzante que le roía los riñones.

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