Venga, circule

Un círculo

Un círculo

Un círculo / LP/DLP

Meryem El Mehdati

Meryem El Mehdati

Podrían nombrar una a una a todas sus profesoras y profesores del colegio y del instituto? Lo intenté hace unos días y fui incapaz. Solo recuerdo dos nombres, Julia y Virginia. La primera fue mi tutora en primero y segundo de primaria. La segunda en quinto y sexto. Entiendo que por eso las recuerdo, porque fueron la primera y la última. Sé que las quise mucho, pero es un afecto vago e impreciso en mis recuerdos, sin forma. Ambas garabatearon la misma queja sobre mí en algún que otro boletín de notas: «¡Habla mucho!». Si coincidiéramos ahora se llevarían una sorpresa. Creo que hay algo un tanto cruel en enviar a niñas y niños de 11 o 12 años a un nuevo centro a estudiar, alejándolos de todo lo conocido -su colegio, sus amigos, un sistema menos hostil- a una edad tan temprana. Se espera de ellos que salgan más o menos indemnes de un cambio tan importante y súbito como este y se adapten a su nueva realidad en los primeros dos o tres días de presentaciones, como si en los meses de verano pudiesen madurar lo justo y necesario para pasar a compartir los recreos con estudiantes de dieciséis y diecisiete años, en algunos casos hasta de dieciocho. 

Yo detesté tanto los años que pasé en el instituto que no recuerdo el nombre de ninguno de los profesores que tuve en esa etapa. La mente humana es sabia y prodigiosa, tiende a protegernos de nosotros mismos y de nuestra memoria. Lo que sí recuerdo todavía son los nombres de algunos de mis compañeros. Ver a una persona de tu edad levantar una silla y tirársela a otro estudiante a la cabeza no es algo que se pueda olvidar así como así. Impresiona y deja huella. Compartí horas lectivas con chicas y chicos que encontraban una especial satisfacción en hacer llorar cada día a alguien y mandarlo a su casa al borde de un ataque de pánico. Ni uno de los adultos que nos rodeaban intervino o medió de alguna forma: llegaban, daban su clase, se iban. ¿Tendrían miedo de pasar a ser el objeto de las burlas si se entrometían? Nunca lo sabré, pero mi desdén por las figuras de autoridad prendió ahí y sospecho que por eso no recuerdo ni sus caras, porque no eran más que un ruido blanco que copiaba oraciones en la pizarra. Otro nombre que nunca olvidaré es el de un muchacho que en bachillerato se aficionó a coger cada mañana el pupitre de la persona que le caía mal y separarlo del resto colocándolo al fondo del aula. Uno pensaría que una vez terminaba la educación obligatoria solo continuaban quienes querían hacerlo. Muchas veces al llegar a clase y ver que de nuevo se había tomado el tiempo de perpetrar aquella crueldad yo sentía una vergüenza paralizante que me cubría de arriba abajo como el golpe inesperado de una ola, como si fuese yo la que hacía algo tan mezquino y ruin, no él.

Mucho tiempo después la cara de este muchacho, ya joven adulto, pasó a protagonizar varios carteles y pósteres de un partido político que probaba suerte en mi municipio. No llegó a nada, en Mogán suelen ganar los mismos siempre, pero la sensación de ver a un acosador de patio de instituto reciclarse en amago de político me hizo tanta gracia que todavía hoy, más de diez años después, sigo riéndome. Me he acordado de todo esto por varios motivos. De nuevo las calles vuelven a llenarse de carteles con personas muy serias o muy sonrientes que solicitan a su público un voto de confianza. Me pregunto cuánta gente saldrá de sus casas como todas las mañanas y se topará ahora con quienes les hicieron los días imposible en la adolescencia pintándose como la Opción del Cambio o la Apuesta Segura por el Futuro de Canarias. La vida es impredecible y a la misma vez todas las historias se terminan repitiendo tarde o temprano. Algunos acosadores crecen y se convierten en policías, educadores sociales o maestros de primaria, lo he comprobado varias veces. En un vuelo de Sevilla a Gran Canaria coincidí con esa persona que se clavó en mi memoria para siempre a raíz de tirarle una silla a un chico de clase. Viajaba con su pareja y dos bebés. No hace falta una especial pericia para concluir que la mayoría de bullies son o acabarán siendo madres y padres también algún día. ¿Y si era eso lo que más temían mis profesores? No a sus alumnos, sino a sus progenitores.