REPORTAJE
Lemóniz: de la histórica protesta antinuclear al terror de ETA
Una exposición fotográfica en Bilbao devuelve a la actualidad la historia de la central nuclear fallida, un episodio fundamental del pasado reciente de Euskadi
Como mausoleos gigantes, los dos cilindros de los reactores de la central nuclear de Lemóniz se divisan fantasmalmente desde la sinuosa carretera que dibuja el recodo de la costa vizcaína sobre el que languidece desde hace más de 40 años. Construida entre el final del franquismo y la Transición, la planta, enfrentada primero a una movilización antinuclear sin precedentes y sentenciada después por una sangrienta ofensiva de ETA, jamás llegó a entrar en funcionamiento.
Ahora, una exposición que alberga en Bilbao el espacio Azkuna Zentroa invita a reflexionar sobre su pasado con la proyección en pantallas gigantes de fotografías de la artista Ixone Sádaba. Porque Lemóniz, desde el blanco y negro de las imágenes de la muestra y en el crudo gris de las moles de hormigón que siguen en pie en la cala sobre la que se erigió, constituye un capítulo fundamental de la historia reciente de Euskadi y España, no sólo por su importancia en el debate medioambiental y por su fiasco millonario, sino, sobre todo, como testimonio de violencia.
La central, que comenzó a levantarse en 1971, llegó a tener en 1982 uno de sus reactores listo para recibir el uranio con el que generar electricidad, pero para ese año ya estaba paralizada. Y la moratoria nuclear aprobada en 1984 por el Gobierno socialista de Felipe González abocó a su abandono definitivo.

Una de las imágenes de Ixone Sádaba proyectadas en la exposición 'Escala 1:1', en el Azkuna Zentroa de Bilbao.
El proyecto había surgido de los planes energéticos del franquismo, al calor del desarrollismo y de la idea de autarquía energética. El régimen se lanzó a dotar a España de una extensa red de centrales nucleares en una carrera sólo comparable a la que en Europa siguió Francia. Se llegaron a proyectar una treintena de plantas e incluso se estudió la viabilidad de una decena más, aunque el resultado final se quedó muy lejos de ese objetivo.
Sólo en Euskadi se proyectó la construcción de tres centrales. La de Lemóniz, otra en Ispaster, también en Vizcaya, y una tercera en el municipio guipuzcoano de Deba, todas ellas en la línea de la costa. Menos de 50 kilómetros hubiesen separado a las tres plantas.
La histórica movilización antinuclear
Con el paso de los años, en Euskadi sólo prosperó el plan de Lemóniz. Pero incluso antes de la llegada de la democracia, el plan suscitó un creciente rechazo, espoleado por el temor a esta fuente de energía y por su cercanía a un núcleo de población como el de Bilbao y su área metropolitana. En aquel momento, esa concentración urbana se acercaba ya al millón de habitantes y sólo 15 kilómetros en línea recta distanciaban la capital vizcaína del enclave elegido. "Una de las cosas que se consideraba era que en el caso de un accidente sería totalmente imposible una evacuación rápida con una población tan concentrada y tan enorme", recuerda Carlos Alonso, miembro de Ekologistak Martxan, que conoció de primera mano las movilizaciones antinucleares.
En 1976, esa oposición se concentró en la Comisión de Defensa de una Costa Vasca no Nuclear, impulsada por personas que procedían de asociaciones de familias y vecinos, dentro de los limitados márgenes para la libertad de expresión de aquel momento. Pero la contestación social cobró enseguida una dimensión desconocida hasta entonces en el movimiento antinuclear y cristalizó en protestas históricas en medio de la efervescencia de la Transición. Ese mismo año, una manifestación congregó a 60.000 personas en la localidad de Plentzia, cercana a la central. Y en agosto de 1977, 150.000 personas marcharon en Bilbao para exigir su paralización. "Fue probablemente la mayor manifestación antinuclear de Europa", considera hoy Alonso.
La irrupción de ETA
Pero, junto al éxito de movilización, irrumpió pronto el terrorismo de ETA, que convirtió la central en un objetivo estratégico. Los gritos de "Gora ETA" que se escucharon en la manifestación de Bilbao, como apunta Raúl López Romo, doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco (UPV/EHU), además de reflejar la realidad del apoyo social con el que entonces contaba la banda, anticipaban un cambio en el desarrollo de los acontecimientos.
Alonso defiende que el movimiento antinuclear apostaba por "acciones directas pacíficas, en general no violentas y de desobediencia civil", como el caso de los impagos a la antigua compañía Iberduero, responsable entonces de la planta, y rechaza que existiese un apoyo a la intervención de los terroristas, pero reconoce que en algunas de las movilizaciones se gritaban ya consignas que apelaban a la banda, como "ETA, Lemóniz, goma 2" y que cuando comenzaron los atentados no se expresó "ninguna crítica".
López Romo, que ha plasmado la historia de la planta en el libro 'Euskadi en duelo: la central nuclear de Lemóniz como símbolo de la transición vasca' (Fundación Caja Vital, 2012), abunda en ese sentido, especialmente, cuando a partir de 1977 los Comités Antinucleares, con mayor "presencia del entorno de ETA y la izquierda abertzale", toman el relevo de la iniciativa en la protesta. A lo largo de los siguientes años, en las movilizaciones anti Lemóniz se visualizarán "muchos gestos de cercanía o de simpatía hacia los miembros de ETA que atacan las obras de la central", en contraste con "la frialdad hacia las víctimas de los atentados".
De los asesinatos a la paralización
El primer atentado contra la central se produjo sólo unos meses después de la marcha de Bilbao, en diciembre de 1977. Fue un ataque contra un puesto de la Guardia Civil que vigilaba las obras y que no causó víctimas, aunque un terrorista resultó herido y murió días después.

Acceso a la central nuclear abandonada de Lemóniz. A.R.
En marzo de 1978, en plena escalada de la violencia, una bomba en las instalaciones mató a dos trabajadores, Andrés Guerra y Alberto Negro. Y un año después, en 1979, otro explosivo colocado en el recinto acabó con la vida de un tercer empleado, Ángel Baños. A la vez, ETA sostenía la presión con innumerables ataques a intereses de Iberduero. Subestaciones eléctricas, oficinas o torres de alta tensión fueron objetivos constantes. "Hubo hasta 300 atentados", cifra López Romo.
En 1979, un guardia civil mató de un disparo a la activista Gladys del Estal durante una protesta antinuclear en la localidad navarra de Tudela, donde los planes del franquismo habían previsto ubicar otra central, añadiendo más tensión a la convulsa coyuntura de la Transición y el debate sobre las plantas nucleares.
Durante la campaña de ETA, perdieron la vida, posteriormente, otros tres terroristas, al estallarles accidentalmente los explosivos que preparaban en dos episodios distintos ocurridos en Navarra en 1981 y 1982.
Pese a los atentados, las obras siguieron adelante. Pero entonces, ETA decidió ir más allá y recrudecer su campaña. "A partir de ese momento se produce un salto cualitativo, si se puede decir así, porque se pasa de lo que para de ETA habían sido víctimas 'colaterales', porque no habían sido asesinatos explícitamente buscados, al secuestro y asesinato del ingeniero jefe de Lemóniz, José María Ryan", recuerda López Romo. Efectivamente, en enero de 1981 terroristas de la banda interceptan a Ryan cuando salía de la central y amenazan con matarlo si en el plazo de una semana no se derriba la planta. El chantaje despertó una gran movilización social, pero ETA cumplió su amenaza y, ocho días después, el cuerpo del ingeniero apareció en un camino forestal, maniatado y con un tiro en la cabeza.

Una marcha en 1981 pide en Bilbao la liberación de José María Ryan. EFE
Fueron los años más duros del terrorismo de ETA. Si desde la muerte de Franco hasta 1977 la banda había matado a una treintena de personas, en 1978 asesinó a 65, en 1979 a 86 y en 1980 a 93.
López Romo inscribe la decisión de ETA dentro de una estrategia para intentar demostrar que "la combinación de formas de lucha, el movimiento de masas y lucha armada" podía forzar los cambios que propugnaba.
Aunque el crimen de Ryan y el envío de cartas de amenaza a los técnicos de Lemóniz consiguió forzar la paralización del proyecto, el traspaso de la gestión al nuevo Gobierno vasco y el apoyo de los partidos de centroderecha y derecha (PNV, UCD y AP) volvió a relanzarlo. Hasta que ETA asestó el último golpe a la planta acribillando a balazos el 5 de mayo de 1982 en Bilbao a Ángel Pascual, el ingeniero que había relevado a Ryan. Entonces, el plan descarriló definitivamente. Lemóniz entró en vía muerta, y la llegada al poder en 1982 del PSOE, cuyo programa electoral recogía la propuesta de moratoria nuclear, escribió su epitafio.
Íñigo Pascual, testimonio de las víctimas
Fueron veinticinco los disparos que los terroristas descerrajaron aquel día contra Pascual, cuando conducía su coche para acercar a su hijo Íñigo, que entonces tenía 17 años, hasta la parada del autobús que le llevaba al colegio. Los etarras cerraron el paso de su vehículo y tirotearon al ingeniero tras bloquear también a sus escoltas.
El caso de Ángel Pascual, cuyo asesinato sigue hoy impune, simboliza el de muchas víctimas de ETA. Es otro de los más de 300 crímenes de la banda sin resolver.
Íñigo, que resultó herido en un brazo, también pudo haber muerto aquel día. "Lo que la Policía me dijo es que por los ángulos que barrieron las balas solo había un hueco estrechísimo en el que podía haberme salvado", corrobora ahora. Y sigue recordando el asesinato "casi a diario". A su memoria regresan las imágenes del atentado y cómo intentó proteger a su padre de las balas interponiendo su carpeta.
También evoca cómo, antes del día atentado, su padre le mostró, sin que lo vieran su madre y sus tres hermanas, la tercera y última carta en la que ETA le amenazaba de muerte. "Me preguntó qué pensaba yo. Y yo le dije que creía que tenía que dejarlo. Pero él me dijo estas palabras: 'No lo voy a dejar porque creo firmemente en lo que hago y me ha costado mucho llegar hasta aquí'", rememora, subrayando los orígenes humildes de su familia.
Por eso, Íñigo sólo pudo entender la paralización de Lemóniz como un triunfo de ETA, "una victoria muy injusta". Y asegura, convencido, que hubiese preferido que lo matasen a él y no a su padre, una idea que ha mantenido desde entonces y que ha expresado en más ocasiones: "Me hubiera cambiado, sin dudarlo". "Él me dejó un encargo muy difícil, el de ocuparme de la familia, y fue un fracaso absoluto, porque no conseguí que dejasen de sufrir; él, que era un hombre hecho y derecho, lo habría hecho mejor", se lamenta.
Junto a su familia, como otros casos similares, se sintió forzado a abandonar el País Vasco sin entender "el apoyo tan grande que tenía ETA". "El ambiente entonces era insoportable para una víctima", recuerda con pesar.
Hoy, Íñigo es vicepresidente del Colectivo de Víctimas del Terrorismo (Covite) y ejerce como 'víctima educadora' impartiendo charlas en colegios e institutos en las que explica su experiencia. Aunque para él no fue fácil dar ese paso. El silencio, otro de los fantasmas que acecha a las víctimas, le persiguió durante años. "Hasta 2013, 30 años después, no podía hablar de lo que me había pasado con nadie. Ni con mi madre ni con mis hermanas ni con amigos", atestigua. "Con mis hermanas no he hablado hasta hace dos años. Y con mi mujer y mis hijos, sólo cuando me preguntaban alguna cosa y de forma muy aséptica. No he querido nunca transferir a mis hijos el dolor que yo he pasado", admite.

La central de Lemóniz, tras la alambrada que la cerca. A.R.
"Las víctimas del terrorismo son todavía las grandes desconocidas, hay una deuda social con ellas", incide López Romo. "Es una herida que no se cierra. Lemóniz no existe, pero las víctimas siguen con nosotros", apostilla.
Poco más de un mes después del asesinato de Ángel Pascual, la violencia salpicó aún trágicamente a un niño de 10 años de la localidad guipuzcoana de Rentería, que perdió una pierna por la explosión de un artefacto, oculto en una mochila, que iba dirigido contra instalaciones de Iberduero.
Un debate sepultado
La campaña desatada por ETA acabó relegando a un segundo plano la controversia sobre la energía nuclear y la idoneidad de la central de Lemóniz. El movimiento antinuclear perdió apoyo mientras, a la vez y más allá de la violencia, otros factores comenzaron a inclinar la balanza en contra de la instalación.
El debate sobre qué acontecimientos pesaron más en la paralización es hoy una cuestión para los historiadores. López Romo considera que sin la ofensiva de ETA no se hubiese podido frenar el proyecto. "Lemóniz no está funcionando, en primer lugar, por la campaña de ETA. El principal factor fue la violencia. El movimiento antinuclear por sí solo, aun habiendo sido muy grande, no hubiese sido suficiente", opina.

Una de las dos cúpulas levantadas para los reactores de Lemóniz, junto a los edificios en ruinas. A.R.
Carlos Alonso aborda la cuestión desde un enfoque más multifactorial, aunque subrayando siempre el protagonismo de la movilización social. Admite, eso sí, que el retraso forzado por las acciones violentas resultó clave. "La central tenía que estar en funcionamiento a finales de los 70 y llega a principios de los 80 todavía en construcción", razona. En ese aplazamiento, Alonso también resalta la importancia del "sabotaje obrero", en referencia a los daños que tanto trabajadores como activistas infiltrados infligieron a la planta durante las obras. Y, por último, apunta a las dudas que suscitó el desarrollo de la energía nuclear en todo el mundo sobre todo a partir de los años 1980. "Estos cuatro factores son los que contribuyeron a que la planta no llegase a entrar en funcionamiento, aunque ninguno por sí solo hubiese resultado suficiente", argumenta.
La central de Lemóniz se mantiene cerrada y custodiada por vigilantes privados sobre el antiguo recodo de la cala Basordas, a la que la planta arrebató su nombre. El desolado conjunto, dominado por el gris descarnado del hormigón y los edificios en ruinas, sirve hoy apenas de refugio para las gaviotas, mientras la maleza se adueña del terreno, pero, sobre todo, permanece como una herida aún abierta en el paisaje y el pasado reciente del País Vasco, y su historia, como López Romo apunta en su libro, se puede revisar como un "laboratorio" para "estudiar en pequeña escala el problema de las víctimas de la violencia en Euskadi".
Una deuda millonaria y un futuro incierto
La paralización de Lemóniz no sólo se cobró una trágica factura en vidas humanas, sino que también dejó una millonaria deuda que se pagó en el recibió de la luz desde 1996 hasta 2015. A lo largo de esos 19 años, los consumidores abonaron los 5.717 millones de euros en los que se valoró el impacto de la moratoria nuclear, que afectó también a los proyectos de Valdecaballeros, en Badajoz, y Trillo II, en Guadalajara. De esa cantidad, 2.273 millones estaban destinados a sufragar específicamente el gasto en la central vizcaína, según informó en 2015 la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC).
Ahora, Lemóniz busca una nueva vida. Los terrenos, un espacio de casi 200 hectáreas, fueron cedidos por el Gobierno de Pedro Sánchez al Ejecutivo vasco en 2019, aunque el traspaso se acordó ya en 2017 por el gabinete de Mariano Rajoy.
Desde entonces, el Gobierno autonómico baraja la idea de dedicar la central abandonada a un proyecto de producción e investigación acuícola que incluya una piscifactoría. El plan, sin embargo, sigue sin concretarse.
Respecto a su futuro, Raúl López Romo cree que, independientemente del modelo elegido para su recuperación o aprovechamiento, el lugar debería incluir "un recordatorio de lo que pasó". Íñigo Pascual, que no ha vuelto a la central cuyo proyecto llegó a dirigir su padre, avala "cualquier idea que la sociedad vasca quisiera". Desde su perspectiva ecologista, Carlos Alonso considera que el reaprovechamiento "no debe ser un criterio fundamental". "Se puede demoler y reciclar los residuos", sugiere. Aunque plantea una propuesta más personal: "Yo intentaría compatibilizar la mayor recuperación natural posible con la memoria histórica. Quitaría el dique y permitiría que el mar inundara la base de la central, sobre la que sobresaldrían las dos cúpulas de los reactores, como recuerdo, como memoria y como lugar de reflexión. Que en última instancia no sé si sería un monumento a la estupidez humana… Y que cada uno lo interprete como quiera".