Hay días luminosos y también los hay oscuros. Podría considerarse oscuro, oscuro grafito, más concretamente. Y, podría dar varias razones para calificar al día 22 de mayo de 2020 como uno de esos días oscuros pero hay una en particular que me resulta humildemente la más significativa y, por ello, la más intima y personal, la que proviene de la experiencia intelectual y de la condición de aprendiz con la que me siento tan identificado.

Hoy [día 22 de mayo para el lector] ha tenido ocasión el fallecimiento de Antonio Bonet Correa, el conocido y reconocido inductor de la permanente inquietud por el conocimiento, por la investigación, por la educación y por la cultura.

De entre sus manos han surgido alumnos, trabajos, proyectos e ideas que han ido conformando un considerable compendio de la contemporaneidad, de hispanoamerica y de historia.

Bajo su inspiración se ha podido difundir una visión del barroco español acorde con la relevancia real de los singulares proyectos construidos, desbordantes de ingenio y creatividad, únicos en su especie, inmensos en la impronta cultural que suponen y, desde entonces, piezas fundamentales para la consolidación de un corpus arquitectónico que había pasado perezosamente considerado como historia.

A Bonet Correa se le debe la puesta en valor de la arquitectura barroca gallega, con su maseidad y contundencia formal; el virtuosismo del barroco andaluz con sus relieves, luces, curvas y colores; y, la experimentación de las castillas, donde el espacio se hace fluido, transparente, ingente.

También la escalera ha pasado por su mano, la escalera española, la imperial, la que domeña los patios, la que reinventa el recorrido y la circulación perimetral del espacio vacío interior.

Sin duda, Bonet ha dado mucho que pensar a los arquitectos, a los que desmontaron los seudo cánones de la autoexigente modernidad y dieron paso a una postmodernidad que disfrutaba en recuperar los discursos retóricos del espacio, de la construcción, de los paramentos, de los materiales y de los recorridos, las escaleras, en definitiva de la libertad del diseño que recuperaba los matices de la luz para sus espacios; la textura y color de los materiales para sus superficies; y, la diversidad de los volúmenes en imaginativas composiciones que recreaban la ciudad.

De igual manera que los arquitectos nos enfrentamos a nuevos retos al relegar la caja como idea fuerza de los proyectos o al abandonar el funcionalismo en la configuración interior de los espacios, los historiadores también reemprendieron sus trabajos sobre pautas novedosas que les permitían revisarlos e incluso desmontarlos.

También hubo artistas que introdujeron en sus reflexiones aspectos hasta entonces olvidados y descubrieron que el arte no es solo el estilo, el eco del eco, sino que hay subjetividad sin eco.

Mucho hizo Bonet por la cultura y por las personas por donde quiera que pasó, ya sea como docente en Paris, Murcia, Sevilla o Madrid: sus alumnos se consideran en tropel, incluso los que nunca asistimos a sus clases; ya como periodista, mantuvo un fiel nexo con sus lectores y periódicos; o como director del Museo de Bellas Artes de Sevilla, o en su proximidad al Museo del Prado y, no menos, por sus iniciativas en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Por todas partes movió, motivó y aunó opiniones y consensos que le convirtieron en un inigualable personaje público, lleno de un entusiasmo desbordante que transmitía de manera inefable a cuantos le rodeaban o se le acercaban. Ese carácter y tal condición personal le valió el cariño y la amistad de personas e instituciones hasta el punto de que no hay rincón de España al que se vaya donde no se le nombre con afectuoso respeto.

Por eso, en tal día como hoy, al amigo no se le despide, se le admira.