En las ferias populares, que adornan las plazas de nuestros pueblos en las fiestas principales, suelen exhibirse los productos elaborados por los artesanos del lugar e incluso por otros procedentes de distintas partes de la isla. El transeúnte se queda extasiado, observando cómo las manos habilidosas, empezando desde la nada, son capaces de elaborar una pieza que, una vez culminada, se convierte en la reina de esta o aquella caseta. Así sucede con el barro, la madera, el telar, el herraje o el cuero.

El artesano es el preludio de un artista, y en su actividad surge la ilusión y el esmero. Hemos visto cómo en las tres últimas décadas, la artesanía ha sido protegida por parte de las instituciones ya sean cabildos o ayuntamientos, que ven en esta actividad una revitalización de costumbres ancestrales, el apoyo a trabajadores anónimos y la consolidación de unas señas de identidad de la cultura popular.

Cuando muere un artesano, se nos escapa un jirón de la comunidad que tenía sus manos cargadas de tradición. En una sociedad que por razones de productividad permanece anclada en el tiempo, el antiguo artesano queda como un recordatorio testimonial de lo que hubo en el entorno y de la necesidad de su producción para el uso cotidiano.

Hace dos semanas falleció Domingo Suárez Quintana un importante artesano de Artenara, creador de piezas a partir de la fibra vegetal y que vivió la transición entre las costumbres de antaño, propias de una economía de subsistencia y la etapa presente en la que los objetos de manufacturas se usan más para adorno en casas rurales que para el pragmatismo productivo.

Oriundo del barrio de Acusa Seca, de honda tradición artesana, al contraer matrimonio con María Díaz Medina, se afinca en Cueva Canaria, por el camino de Las Altabaqueras, yendo hacia Chajunco, donde alternaba la dedicación a la agricultura con su vocación de artesano y con la cacería en tiempo de cierre de la veda. Los objetos que elaboraba eran de gran contundencia y envergadura como cañizos, baúles de caña para guardar el queso, artísticas jaulas con torretas, flautas, cachimbas y escopetillas de juguete, ceretos y cestas de mimbre. Conocía la materia prima y los lugares dónde recoger la más selecta, como el Barranco Grande y las laderas de Acusa. Solía decir para exponer la fortaleza del material: «Al acebuche no hay quien le luche». En las fiestas de San Isidro, la caseta de Domingo era muy visitada por propios y foráneos. Cuando las ferias populares vuelvan a la normalidad, echaremos en falta a Domingo y su artesanía de caña en la Plaza de Artenara. Descanse en paz.