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Sucesos históricos

Los delirios amorosos de un viudo terminan con la vida de su cuñada en Guanarteme

Un industrial mató a su cuñada, hirió de gravedad a su suegra y luego intentó suicidarse en una vivienda de Guanarteme en 1942

Vista del barrio de Guanarteme en los años 70, 30 años después del suceso.

Tras enviudar, el industrial Baudillo Armas Morales, de 35 años, requirió de amores a su joven cuñada, de 16 años. En la víspera del Pino de 1942 pidió la mano de la chiquilla. Sus suegros se mostraron conformes con el noviazgo, aunque le hicieron observar que la edad de la muchacha hacía conveniente un aplazamiento del matrimonio. El tiempo no jugó a su favor. La prometida se lo pensó mejor y dijo que no se casaba. Murió apuñalada un par de meses después. Un claro caso de violencia machista en el que la mujer era entendida como una posesión y la ruptura de una promesa se tomaba como una burla que no se podía consentir.

Jueves 12 de noviembre de 1942. El otoño estaba ya avanzando. Atardecía en Las Palmas de Gran Canaria de un modo monótono y cansino. Ese día el periódico LA PROVINCIA acogía entre sus páginas el edicto que el alcalde interino de la ciudad, Alejandro del Castillo, dictaba a fin de que todos los propietarios de vehículos se apuntaran en un censo. Se trataba de saber los medios de transporte que tenía la ciudad por si hiciera falta ponerlos al servicio y defensa de la patria. En caso contrario, las multas oscilaban de 25 a 500 pesetas.

Los españoles sufrían entonces las consecuencias de la II Guerra Mundial y el apogeo de la guerra submarina en el Atlántico, en la que Canarias, por su situación geoestratégica en las rutas trasatlánticas, se convertía en el territorio neutral más próximo al que llegaban cientos de náufragos de buques torpedeados.

No hay constancia de que Armas Morales, viudo de 35 años, natural de Guía de Isora (Tenerife) y dueño de la fonda Los Doce platos del barrio de Guanarteme acudiera al Ayuntamiento a inscribir su coche. Aquel día parecía que el modesto industrial establecido en el Puerto de La Luz desde hacía algunos años había enloquecido por los amores contrariados de su cuñada.

Desde que en 1939 sufrió la pérdida de su esposa, continuó viviendo en plan familiar con sus suegros y su joven cuñada, Emilia Tejera Miranda, de 16 años. Superado el duelo, sus aspiraciones amorosas rebrotaron hacia su adolescente cuñada.

En la víspera de las fiestas del Pino de 1942, Baudillo pidió a sus suegros la mano de Emilia. Los padres se mostraron conformes, aunque le hicieron observar que la corta edad de la muchacha hacía conveniente un ligero aplazamiento a su proyecto matrimonial.

Aún así, Baudillo estaba tan entusiasmado con la idea del casorio que con vistas a un futuro de vida en común entregó a su pretendienta seiscientas pesetas para que fuese confeccionando su ajuar, facilitándole algunas telas para ello y un poco de dinero con el que completar las exigencias de una boda de cierto postín.

La muchacha se vio sorprendida por tantas atenciones y, ante las prisas del novio por el enlace, le comentó el miércoles 11 de noviembre que a la mañana siguiente le daría una respuesta, pues antes deseaba consultarlo y convenirlo con su madre.

A la hora del desayuno, Emilia tenía la respuesta. Le espetó que de boda nada, que era demasiado joven y que aún tenía que disfrutar de la vida. Baudillo replicó que esperaría lo que fuese necesario, pero Emilia le quitó toda esperanza. Tenía muy clara su decisión de que todo quedara en amistad y familiaridad.

Fue entonces cuando Baudillo pareció enmudecer. Durante todo el día se le vio taciturno y melancólico, recogido en sí mismo, como un gusano de seda que envolviese en su capullo un último secreto, una realidad aciaga. A la mañana siguiente se levantó muy temprano. Había sido una noche demasiado larga en la que apenas había podido conciliar el sueño. Se dirigió a la fonda que tenía en la calle Ripoche, regresando a las nueve al domicilio de sus suegros, en Guanarteme, al objeto de desayunar, como de costumbre.

Cuando estaba en la cocina con su suegra, vio entrar a Emilia, que regresaba de la calle. La llamó aparte a su habitación, y allí se cruzaron las últimas palabras. En un momento dado se abalanzó sobre ella, asestándole seis puñaladas, cinco de éstas por la espalda, con un cuchillo canario que llevaba. Emilia pudo zafarse de su agresor y alcanzar la puerta de entrada, pidiendo auxilio a gritos. Allí quedó tendida, boca abajo, donde exhaló con un sonido gorgoteante. Su madre, Juana Miranda, de 40 años de edad, acudió en su ayuda, pero recibió dos cuchilladas que le dejaron malherida. Todo había durado unos segundos. El homicida no había abierto la boca. Luego se encerró en su habitación y trató de quitarse la vida, dándose varios tajos en el cuello y en ambas muñecas con la navaja barbera que usaba para afeitarse.

Noticia sobre el suceso publicada por LA PROVINCIA en 1942.

17 años de reclusión mayor

La Audiencia Provincial de Las Palmas celebró el juicio contra el industrial procesado el 9 de julio de 1943, apenas tres meses después de haber ocurrido el homicidio. La sentencia número 200 dejó claro que el industrial procesado era culpable del delito y lo condenó a 17 años de reclusión mayor por la muerte de su cuñada y novia Emilia y a un año y ocho meses de prisión menor por las lesiones causadas a su madre política. También fue condenado al pago de las costas procesales y a indemnizar a los padres de la joven fallecida con la cantidad de 16.207 pesetas de la época. Se libró de la pena capital porque la Justicia no lo vio responsable del delito de asesinato, como solicitaba el Ministerio Fiscal. El asesinato implicaba entonces la pena de muerte. El juez no observó la existencia de la alevosía ni de la premeditación.

"Un estado legítimo de arrebato y obcecación"

La suegra del agresor se encontraba enrojecida de arriba abajo: sangre de su vientre, de su hija, de Baudillo. Los médicos le apreciaron varias heridas incisas en la espalda y una en el abdomen. Su pronóstico era grave, pero su estado de salud mejoró notablemente en el transcurso de sesentas días.

Cuando eran aún las diez de la mañana en su reloj, varios soldados del cercano cuartel de La Isleta llegaron poco después al domicilio de Guanarteme y se llevaron los tres cuerpos a la casa de socorro del Puerto de la Luz. Emilia ingresó cadáver. Su agresor tenía seccionada la tráquea, pero a los tres meses se le vio enfilar sin problema el pasillo de la Audiencia para asistir a su juicio.

Los tres jueces que presidieron la sala de vistas coincidieron en señalar que el hecho de que el crimen se cometiera un día después de que Emilia se negara a contraer matrimonio era “una

simple y fatal coincidencia de fechas, de las que no es lícito por ello, prejuzgar que el procesado esperó, o se prevalió, de dicha contingencia para cometerlo”. Esta conclusión judicial dejaba sin efecto el delito de asesinato y libraba al reo de la pena de muerte que pedía la fiscalía.

Los magistrados reconocieron a favor del industrial la atenuante séptima del artículo 9 del Código Penal vigente entonces, tal y como pedía su abogado defensor, don Manuel Padrón

Quevedo.

La justicia de entonces justificó que la situación que inició la víctima, “con el rompimiento inesperado y sin justificación expresiva de aquella promesa matrimonial, fue móvil, lo suficientemente

poderoso y honesto, dentro del sentir humano, para producir en el ánimo del reo, como lo produjo, un estado legítimo de arrebato y obcecación, bajo cuyo imperio ejecutó los delitos que se

le imputan”. Entonces no se entendía bien que el comportamiento del industrial no era amor, sino pura obsesión.

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