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Tres muertos en un derrumbe en El Confital

Un derrumbe de tierra y piedras en una cueva de El Confital, en Las Palmas de Gran Canaria, sepultó el 5 de mayo de 1919 a tres personas que extraían áridos sin la debida autorización. Era su medio de vida. Los soldados de Artillería del cercano cuartel de La Isleta emplearon sus herramientas de trabajo para rescatar los cuerpos destrozados de un matrimonio grancanario y un amigo peninsular que les acompañaba.

Playa de El Confital

C. T.

Las Palmas de Gran Canaria

Llegaron de madrugada, en medio de un silencio natural y espontáneo, solo roto por las pisadas apresuradas de tres personas a través del antiguo camino de El Confital, un paraje natural situado en la península de La Isleta, al noreste de la isla de Gran Canaria. Poco después de las seis de la mañana el matrimonio formado por Antonio Mireles Trujillo, de 40 años, y Brígida Casimiro Pérez, de 25, ambos naturales de Telde, y un amigo de la pareja, Fidel Nova Concepción, de 28 años y nacido en Sanlúcar del Guadiana (Huelva), pusieron manos a la obra. Sin permiso, a golpes de picos y palas extraían áridos al pie de la montaña de El Confital.

Desde hacía un mes estos tres vecinos acudían tempranito hasta el antiguo cráter para buscar en la montaña recursos con los que sobrevivir. No tenían estas familias otro medio de vida para alimentar a sus seis hijos que extraer bolos y confites de aquellos peñascos, unas pequeñas piedras que luego vendían por cestas, a razón de 20 y 25 céntimos. Se trataba de una materia prima muy apreciada entonces para la producción de cal, tanto en los hornos situados en La Puntilla, hoy desaparecidos, como en otros lugares de La Isleta. Posteriormente, era usado para las construcciones que poco a poco iban perfilando el urbanismo de la ciudad.

Llegar hasta allí no era tarea fácil, desde luego. Caminaban por los sinuosos y quebrados perfiles del acantilado marino, agarrándose del risco, evitando la muralla perimetral que los militares habían cercado desde su llegada en 1898 a aquel paraje.

Brígida Casimiro y Antonio Mireles, con su hijo Juan.

Brígida Casimiro y Antonio Mireles, con su hijo Juan. / Foto de familia.

Más de un siglo

El cinco de mayo de 1919 El Confital convirtió en tragedia la vida de Antonio Mireles Trujillo, Brígida Casimiro Pérez, Fidel Nova Concepción y sus seis hijos. Ha pasado más de un siglo desde que el techo de la gruta se viniera abajo y sepultara a los tres vecinos que se hallaban en el interior. El peligro de derrumbe acecha todavía sobre las cuevas de El Confital, un espacio protegido, donde hoy pernoctan algunas personas sin hogar.

Eran aproximadamente las siete y media de la mañana. Al menos esa era la hora que se estimaba, pues el hijo mayor de la pareja, Juan, de 12 años, llegó hasta allí con su hermana Brígida, de once meses, en brazos y una talega con tres panes. Llevaba el desayuno. Pero el violento desprendimiento del terreno ya los había enterrado.

Tres personas pierden la vida el 5 de mayo de 1919 en El Confital cuando extraían bolos de cal de una cueva en esta zona de La Isleta

Juan pudo percibir algunos sollozos de entre los escombros. Apesadumbrado, comenzó a llorar y dar gritos que, como aullidos desgarradores, levantaron un clamor de temor y alarma entre quienes los distinguieron.

Varias personas que también extraían áridos por la zona acudieron en su auxilio. Pero fue necesario el concurso de más gente y herramientas para poder rescatar los cuerpos de los desaparecidos. Alguien tuvo la ocurrencia de avisar al oficial de guardia de Artillería del cercano cuartel. Varios soldados se dirigieron al sitio de la catástrofe con pequeños azadones de la compañía y comenzaron a extraer los escombros acumulados en tres metros de altura de aquella montaña repentinamente convertida en una tumba natural.

Foto antigua de El Confital.

Foto antigua de El Confital. / FEDAC

Cortesía frente a la tragedia

A medida que avanzaban las labores de rescate, cada vez más rostros enrojecidos y sudorosos se volvían hacia el grupo de vecinos expectantes que esperaban en resignado silencio el final de aquellos trabajos. Una mujer tuvo la precaución de llevarse a los niños. Juan parecía sereno y firme. Respondía con cortesía a todos los que se acercaban a expresarle su pesar, ajeno aún a la desgracia que acababa de sufrir su familia. Aquello le marcó de por vida. Sus otras dos hermanas, Antonia y Carmen, se habían quedado a cargo de una vecina.

Hacia las doce del mediodía, los militares lograron rescatar de entre los escombros a la primera víctima de este desgraciado accidente. Se trataba del inconfundible cuerpo mutilado de Antonio Mireles tendido sobre la tierra. A pocos metros fue hallado el cuerpo sin vida de su esposa, que quedó en pie, con el espinazo partido, y en una posición que los investigadores consideraron “que es la postura que adopta quien va a huir y súbitamente la detienen”.

Fidel, en cambio, apareció apoyado contra la pared de la cueva, con la cara desfigurada por una gran piedra. Al mediodía, ya se había difundido la noticia. A esa hora llegaron al lugar del suceso el juez militar, acompañado de los capitanes de Artillería José Pérez de la Peña y Antonio del Castillo, quien ordenó el levantamiento de los tres cadáveres.

Foto antigua de obras en El Confital.

Foto antigua de obras en El Confital. / FEDAC

Un donativo entregado en el periódico 'La Provincia'

Los dos capitanes de Artillería quedaron abrumados por el alcance de la tragedia y allí mismo entregaron diez pesetas a un familiar para que comprara la ropa necesaria para vestir de luto a los seis huérfanos de corta edad, cuatro hijos del matrimonio teldense y otros dos del trabajador onubense, que quedaron en total desamparo.

Tres cruces de madera, toscamente labradas, fueron allí colocadas hasta fechas recientes. Desde el mismo día de la tragedia, los niños se convirtieron en el centro de atención y recepción de la solidaridad del pueblo grancanario. Este periódico inició una campaña solidaria “Por los huérfanos de El Confital”.

Una comisión nombrada por el Sindicato Obrero Católico del Puerto de La Luz, al que pertenecía Antonio Mireles, hizo entrega a los familiares de las víctimas de lo recaudado en una colecta pública. Y el delegado del Gobierno dio las 80 pesetas obtenidas con las entradas de una obra de teatro.

El portero del Hospital Militar, Guillermo Serradell Renart, escribió una carta al director de LA PROVINCIA, con el deseo de adoptar a uno de los niños desamparados, pues su esposa no podía tener hijos. Como era necesario que la familia adoptante tuviera un sueldo, el portero dio público conocimiento que cobraba 4,55 pesetas diarias. Y pudo prohijar a una de las criaturas.

También el maestro carpintero del cuartel de Artillería de La Isleta, Rafael Ribelles, se ofreció a acoger en su familia a la niña de 12 meses del matrimonio fallecido.

LA PROVINCIA entregó, por su parte, un generoso donativo de 25 pesetas a la familia de las víctimas, depositadas por una persona en su redacción que no quiso revelar su identidad. “Mil gracias anticipadas y perdone si guardo el incógnito, ya que a nada conduciría estampar mi nombre”, decía la nota firmada por el generoso ciudadano.

Fernando Mireles Rosales señala el lugar de la tragedia, en una foto de hace 16 años.

Fernando Mireles Rosales señala el lugar de la tragedia, en una foto de hace 16 años. / Pedro Socorro

Hermanos huérfanos separados

Fernando Mireles Rosales, hijo de Juan Mireles Casimiro y nieto de Antonio Mireles Trujillo, relataba en 2009 que su padre "sufrió un trauma muy grande y fue internado en Los Salesianos, para luego dedicarse a portuario". Nunca habló del accidente, pero Fernando investigó el suceso y fue recuperando datos sobre lo ocurrido. Así supo que una de sus tías fue adoptada por un brigada, otra acogida por un familiar y la tercera por la marquesa de la Quinta Roja. La tragedia los separó.

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