En octubre de 2008, la Policía Nacional detiene en La Feria a Miguel Ángel M. R. por un presunto delito de violación. Pocos días después, al mandarle el juez a prisión provisional, se destapó que se podía tratar del mayor violador en serie de España, que había causado psicosis durante años en Gran Canaria.

En octubre de 2008, la Policía Nacional detiene en el barrio de La Feria, en Las Palmas de Gran Canaria, a un hombre y, tras registrar su vivienda, encuentra abundante material pornográfico. Sin embargo, con su puesta a disposición judicial se destapan una serie de hechos que afectaron a multitud de mujeres durante al menos seis años. Los agentes habían atrapado al presunto ‘violador de la furgoneta blanca’, tal y como se le conocía en las dependencias policiales. Sin embargo, la justicia no pudo dilucidar si se cometieron los delitos -hasta siete- que se le imputaban, porque se ahorcó en el centro penitenciario de Salto del Negro -donde estaba en prisión preventiva desde hacía tres meses- antes de que arrancara el juicio en su contra.

Miguel Ángel M. R. fue para muchas personas el presunto mayor violador en serie del país. Solo un mes después de su detención, una veintena de mujeres ya le habían señalado como el autor de las violaciones que supuestamente habían sufrido. Si bien, quienes investigaron los hechos le creían culpable de al menos medio centenar de agresiones sexuales, no solo en Gran Canaria, sino también en Fuerteventura, donde residió durante un año. 

Los casos no llegaron a resolverse puesto que el hombre se ahorcó en prisión antes de que arrancara el juicio

Pero la Policía también investigaba si este hombre tuvo algún tipo de relación con la desaparición de la joven Sara Morales, que en ese momento llevaba más de dos años en paradero desconocido, y de quien se sigue a día de hoy desconociendo dónde está. Antes de su suicidio, entregó a su abogado una carta para que se la hiciera llegar a la familia de la chica, en la que negaba haber tenido relación alguna con este suceso. En la misiva, también animaba a la madre a que continuara con la búsqueda de su hija y a que ejerciera la misma presión que llevaba ejerciendo desde el principio.

El ‘modus operandi’ con el que actuaba era siempre el mismo. Fiestero por naturaleza, Miguel Ángel M. R. solía moverse todos los fines de semana por las principales salas de ocio y discotecas de la isla, donde entablaba conversación con mujeres que se encontraban, en su mayoría, en una horquilla de edad comprendida entre los 22 y los 40 años -siempre más jóvenes que él, que tenía 47 años en el momento de su detención-. Tras ganarse esa confianza, las invitaba a subir a su furgoneta blanca, que llegó a causar verdadera psicosis en la isla una vez se fueron destapando las violaciones que se cometían en su interior, o les hacía pensar que las acercaría a algún lugar que le pidieran. Nada más lejos de la realidad. Las llevaba a los mismos descampados de la costa aruquense o en las inmediaciones del Atlante y ahí consumaba las agresiones. En caso de que las mujeres no se plegaran a sus deseos sexuales, las amenazaba con alguno de los artefactos que llevaba en el interior del vehículo: desde un cuchillo de grandes dimensiones a una barra de hierro, pasando por un destornillador. 

De ahí que el juez Tomás Martín, quien decretó su ingreso en prisión provisional unas 48 horas después de su detención, le imputara hasta siete delitos: agresión sexual, detención ilegal, coacciones, amenazas, contra la integridad moral, robo e intento de homicidio a una de sus víctimas. En ese momento, su ficha policial ya recogía un intento de violación a una de sus sobrinas cuando apenas soplaba ocho velas. Además, la investigación que se inició desde dos años antes de su captura ya había conseguido desvelar cuestiones que hacían pensar a la Policía que se encontraban ante un auténtico violador en serie, que meditaba muy bien sus movimientos y que no dejaba lugar a la improvisación. De hecho, al comenzar a aparecer en los medios de comunicación noticias acerca de su tristemente famosa furgoneta blanca, la aparcó para usar su propio turismo, un Opel Corsa, en el que continuó perpetrando sus delitos. 

Ese coche fue el que ayudó a la Policía a dar con él. Uno de los días, Miguel Ángel M. R. subió a su Opel a una prostituta y, tras llevarla a uno de los lugares que solía frecuentar, mantuvo relaciones sexuales con ella sin abonar el servicio, por lo que tras un forcejeo, la mujer quitó las llaves del contacto y se las llevó consigo hasta una comisaría, donde denunció los hechos. Fue el principio del fin, ya que terminó cayendo todo por su propio peso hasta que se dio con este hombre. 

Se le imputaron delitos de agresión sexual, robo, coacciones, amenazas e intento de homicidio, entre otros

En enero de 2009, apenas tres meses después de haber ingresado en prisión -donde se encontraba en un módulo especial por el riesgo que tenía para su integridad el estar con el resto de reclusos-, utilizó una sábana blanca que había escondido entre su colada para atarla a un techo e impulsarse desde un muro, fracturándose el cuello. Lo hizo el día antes de acudir a una vista por la demanda de divorcio de su mujer. Se ahorcó y con él se llevó la verdad detrás de tantos presuntos casos. El juicio en su contra no llegó a arrancar.