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¿Qué queda de Susan Sontag?

Una conversación de doce horas con la ensayista la retrata en 1978, en el esplendor de su carrera

Susan Sontag. LP

Fue la lectura de Martin Eden, la novela de Jack London tenida por más autobiográfica, el resorte que a los trece años empujó a Susan Sontag por la senda de la escritura. Sin embargo, más de veinte años después, Sontag habría de expresar su convencimiento de que ya no podría leer de nuevo ese texto. No, al menos, con la misma emoción. "Jack London no es un autor que pueda satisfacer a una persona adulta hoy en día". Corría 1978 cuando Sontag (1933-2004) lanzaba la confesión y el aventurado dictamen, tal vez válido para Eden pero más difícil de sostener ante cuentos como Encender una hoguera, Un buen bistec o El burlado.

Sontag acababa de superar un cáncer de mama y en las librerías bailaba fresquito uno de sus volúmenes más influyentes, Sobre la fotografía, mientras se aguardaba la inminente salida de La enfermedad y sus metáforas, y de su libro de relatos Yo, etcétera. A los 45 años, la mujer que en 2003 sería galardonada con el "Príncipe de Asturias" estaba en su esplendor como ensayista inquieta, osada para viajar a Hanoi en plena guerra del Vietnam, radical hasta donde podía serlo la izquierda divina de la Gran Manzana, capaz de convocar en un mismo párrafo la vena popular que le permitía disfrutar las furibundas descargas adrenalínicas del punk y la vena académica, muy afrancesada, que la había alimentado en universidades de California, Chicago y la Costa Este. Apenas faltaban algunos meses para que la llegada al poder de Margaret Thatcher tañese los primeros compases de muerte del ciclo histórico de la esperanza. Con ellos, además de sentar las bases de la neoesclavitud, abrió la puerta que habría de desplazar a Sontag a la vitrina de las vacas sagradas. Las que reciben creciente reverencia a medida que se achica su capacidad de conmoción social inmediata.

En aquellos momentos, el periodista estadounidense Jonathan Cott, vinculado desde sus inicios a la revista "Rolling Stone" y antiguo alumno de Sontag en Columbia, vio llegado el momento de entrevistarla y dialogó con ella en París durante tres horas de junio de 1978. Sontag, contertulia fértil e inquieta, admitía las entrevistas de buen grado. Pese a ser una lectora compulsiva, y desordenada, aseguraba que las charlas le habían enseñado gran parte de lo que sabía y le permitían descubrir lo que pensaba. De modo que la cita fue fructífera y Cott concibió la idea de prolongarla ese mismo otoño en Nueva York. El resultado fueron doce horas de grabaciones, condensadas en una pieza tenida por "mítica". Cuarenta años después, Susan Sontag, la entrevista completa de "Rolling Stone" permite acceder a la conversación íntegra y, además de esclarecer cómo se veía Sontag a sí misma, comprobar la pervivencia, en unos casos, y la virtud anticipatoria, en otros, de algunas de sus reflexiones.

El volumen, es verdad, incluye un sinfín de pinceladas autodescriptivas de quien se describió como una esteta apasionada y una moralista obsesiva que cifraba el alimento de su vida en el amor y el pensamiento. Hasta el punto de atribuir una raíz común al deseo de saber y al deseo carnal. También proporciona pistas sobre algunos de sus motores intelectuales: derribar el dualismo que confina el pensamiento en estructuras binarias, acceder a lo que diablos sean las verdades desmontando falsedades, entender la capacidad de generar horror alojada en el ser humano, sufrir como propio el dolor ajeno. Y, por supuesto, ofrece claves de la poética de una escritora que, en esencia, no establece diferencias entre ensayo y ficción, prefiere el fragmento a la argumentación lineal, atribuye un papel seminal a las metáforas en la generación de pensamientos, pero a la vez recela de ellas, y en el ejercicio de la escritura se percibe en cambio continuo y se desinteresa de su obra en cuanto atisba que sus objetivos están cobrando forma.

Pero donde de verdad se muestra Sontag como un faro que todavía alumbra, y conserva la capacidad de irritar, es cuando discurre sobre la enfermedad o sobre las relaciones entre hombres y mujeres. Como sabrán quienes se hayan acercado a La enfermedad y sus metáforas, las bestias negras de Sontag son el antiintelectualismo y el rechazo a la ciencia, que desembocan en la autoculpabilización del enfermo y en la atribución a la voluntad individual de un papel central en la curación. No imaginaba hasta qué punto, redes sociales por medio, se habrían de robustecer los desvaríos "magufos". Como sin duda, pese a su acerada denuncia del patriarcado, tampoco columbraba hasta qué punto, intereses políticos por medio, habrían de glorificarse los valores femeninos. "No creo que el objetivo (de la lucha feminista) sea la creación o la reinvindicación de los valores femeninos", afirma. "Yo no establecería ni dejaría de establecer un principio de cultura o sensibilidad o sensualidad femeninas. Creo", concluye, "que sería bonito que los hombres fueran más femeninos y las mujeres más masculinas". Aunque puede que de vivir hoy, quién sabe, Sontag renegase de estas palabras. Al fin y al cabo, con resonancia dylaniana, también le confiesa a Cott que cuando se le pregunta por sus libros ella está ya en otro espacio de pensamiento. A veces contradictorio con lo escrito.

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