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Leyendas del guion musical

Ni Ennio Morricone ni John Williams supeditan su música a las películas, ambos saben hacer cine con su música

John Williams, de pie, en un concierto celebrado en Viena. GORKA OTEIZA / SOUNDTRACKFEST.COM

Hace dos semanas todos los amantes de la música de cine recibíamos una maravillosa y esperada noticia que, aunque llegaba en un mal momento para la cultura en general por todas las limitaciones que los eventos artísticos y culturales deben seguir por el covid-19, remarcaba por fin la importancia universal que tiene contar historias a través de la música. No debemos olvidar que la narrativa musical cinematográfica no es "empapelar" una película, ni solo subrayar y remarcar lo que ya es obvio en el filme. La música cinematográfica tiene independencia, vida propia, y a veces es sibilina en sus intenciones: tiene una importancia y un poder enormes, pero generalmente subestimados.

Los nuevos poemas sinfónicos, las nuevas narrativas musicales, tienen su desarrollo evolutivo obvio en las bandas sonoras, si bien es cierto que es difícil agrupar en un mismo género (en términos de calidad) a todas las músicas cinematográficas. Actualmente es uno de los géneros artísticos más prolíficos y con mayores adeptos. Estas músicas populares han sabido evolucionar también fuera de la pantalla en modalidad concierto, o mediante películas con música en directo, incluso en recopilatorios para mejorar la capacidad de concentración en el estudio (sustituyendo a los habituales de Mozart y Bach). Pero nuestros protagonistas no han destacado por encima de todos los demás solo por esto, aunque se hayan rendido parcialmente a este tipo de negocio.

La figura de John Williams supuso un antes y un después en el tratamiento orquestal y melódico en la música cinematográfica. Mientras otros compositores coetáneos intentaban introducir los sintetizadores dentro de la música de cine (Williams también hizo algún que otro escarceo minoritario), la sonoridad de Williams se basaba en un nuevo sinfonismo que algunos tildan de plagio o de exponer lo que ya estaba inventado. Pero solo él lo hizo brillar por encima de todos los demás, haciéndolo evolucionar y destacar para convertirse en un referente. Un referente que ha sabido ganarse al público, porque no solo consiste en contar historias musicales, y en conducir la película hacia una trama concreta. Mala es la música que no tiene función aparente en el filme o que no cumple con sus necesidades, pero si además de eso tampoco es recordada, bien por su dificultad de permanencia en la mente de los espectadores o por su estética monótona, pues peor imposible. Nada de eso ha sido característica de la música de Williams.

Grandes son sus momentos épicos en E.T. El Extraterrestre, plagado de brillantes scherzos y cuasifantasías que llenan la película tanto de velocidad como de una actitud entrañable hacia un extraterrestre nada agradable visualmente. O las maravillosas fanfarrias compuestas para la saga Star Wars, Indiana Jones, o incluso Superman, aunque muchas personas consideren que son el mismo tema y no logren diferenciar entre cada una (algo quizá lógico para todos los no habituados a sus fanfarrias al tratarse de orquestaciones y desarrollos motívicos relativamente similares). O cómo ha sabido crear grandes clásicos del cine como La lista de Schindler, Parque Jurásico, Harry Potter o su predecesora y divertida Solo en casa.

Hace años, en una de las conversaciones que tuve la oportunidad de mantener con Kevin Kaska -uno de sus principales orquestadores por aquella época- me remarcaba el especial ahínco que el maestro Williams inculcaba en el desarrollo melódico de los temas de sus películas: siempre trataba que fueran "tarareables", relativamente recordables, y escondía sutilmente los títulos de las películas (en inglés lógicamente) en el tema principal de muchas de sus piezas. Quizá fuera una fabulación del momento, o quizá fuera un indicio más de que el maestro conocía la fórmula del éxito de la música orquestal cinematográfica, y aunque muchos otros han trabajado el sinfonismo dentro del cine, han acabado con distinta suerte. ¿Qué definía entonces el éxito de una banda sonora en una época sin redes sociales, sin internet, sin viralización más que la propia de magacines y suplementos que analizaban escuetamente este arte? Quizás en el caso de Williams el secreto se encontraba en su forma de trabajar lo que hoy podríamos llamar un nuevo nacionalismo musical americano: cogiendo lo mejor de su maestro Korngold y de algunos predecesores como Elmer Bernstein o Miklós Rózsa, mezclándolo con las bellas y descriptivas melodías de Copland o Grofé, pasando por el tratamiento orquestal de grandes como Mahler o Holst, y reutilizando estructuras musicales previas que funcionaban bien sobre la imagen, supo crear una sonoridad sencilla pero eficaz, existente pero novedosa, y efectiva aunque discreta en sus fines.

Muchos dirán que existió plagio y copia, pero aun habiendo grandes similitudes entre muchas de sus piezas (cinematográficas y de concierto) con obras y estilos preexistentes, las hizo suyas, las hizo de todos, y las hizo universales.

En el caso de Morricone quizás desde sus inicios haya sido un poco más directo en su intencionalidad: nunca le importó la crítica, nunca se dejó manipular por directores y productores, sino que hizo lo que mejor sabía hacer: contar historias a través de la música. Y es que ambos eran cineastas, con todas las letras, y no supeditaban su música a la película, sino que hacían cine con su música. Si bien durante más de una década se dedicó casi en exclusividad al estilo wéstern, a partir de los años 70 del pasado siglo su vinculación e intencionalidad política dentro de la cinematografía italiana tuvieron un momento álgido.

Morricone empezó desde la nada, malviviendo y haciendo arreglos de canciones, y ha sabido llegar a lo máximo, sembrando en su vasto camino gran cantidad de obras maestras musicales y cinematográficas. Es mucho más variado en cuando a géneros y estilos que Williams -no por ello mejor, ni peor- y, aunque es el wéstern el tipo de cine por el que más se le reconoce, ha sido capital con directores tan emblemáticos como Gillo Pontecorvo, Bernardo Bertolucci, Pier Paolo Pasolini o Elio Petri. Morricone forma parte del cine europeo, y el cine europeo ha sabido también beber de su arte, y no solo el italiano (ha trabajado mucho en Francia y también algunas veces en España), sino también en el cine anglosajón: es claramente memorable su partitura para la película La Misión (que recibió la mayor de las injusticias de los Oscar no ganándolo ese año), o en películas de Brian De Palma como Los intocables de Eliot Ness.

Morricone es épico, es íntimo, es extravagante, es delicado, es romántico y también salvaje. Hay muchos Morricones en Ennio Morricone. Y a pesar de su apariencia (no verdadera) de "maestro distante y de gesto altivo", es una persona entrañable, con gran sensibilidad y extremado oficio, pulcro en sus melodías -hasta en las más sencillas-, y delicado en el tratamiento de la historia narrativa.

Esperemos que, aunque el momento no es el más propicio para que estos dos entrañables galardonados acudan físicamente a recoger su premio, se obre el milagro y tal y como ocurre en muchas de sus buenas películas, tengamos un feliz desenlace y podamos disfrutar de su presencia en nuestra región. El paso está dado, y el reconocimiento es más que justo. Ahora solo hay que dejar que el destino nos deje con una nueva esperanza.

¡Bravo, maestros!

PABLO LASPRA ?Director del Festival Oviedo FilmMusic Live!

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