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El despertar de Unamuno en Puerto Cabras

'La realidad transfigurada' recoge los artículos del destierro, con un amplio y lúcido análisis de Eugenio sobre la "radical" transformación del autor de 'De Fuerteventura a París'

Unamuno posa con un grupo de majoreros durante una de las salidas de Puerto Cabras. LP

Lo que Salamanca non da, Fuerteventura si presta. Y es que el confinamiento majorer o de Miguel de Unamuno y Jugo (Bilbao, 1864 - Salamanca, 1936), que él mismo considera "la más fuerte de mis aventuras quijotescas", supuso "un antes y un después" en su itinerario ético e ideológico, e incluso estilístico, hacia posiciones espiritualistas más universales y concretas. Así lo analiza Eugenio Padorno, en el amplio y lúcido ensayo que incluye su edición de La realidad transfigurada. Quince artículos que Unamuno escribió en Fuerteventura, publicado por la consejería de Cultura del Cabildo majorero, con impecable diseño de Sergio Hernández Peña.

Considerado, a menudo, como un episodio "tenue" y tangencial en el ancho y largo itinerario del autor de De Fuerteventura a París (1925), el destierro dará lugar al nacimiento de un "desarraigo" espiritual, que ya nunca le abandonará, derivando sus planteamientos hacia "una especie de mística africanizada", subraya Padorno. Envuelto por el austero y "sediento" paisaje, que tilda de "bíblico" y "evangélico", y gracias también a "la santa libertad de que gozo en este confinamiento" -dirá en otro de sus artículos-, Unamuno se desprende de ciertos corsés maniqueos, a los que, muchas veces, había llegado por acorralamiento y tergiversación de sus adversarios, y advierte, allí y entonces, ante la veracidad tangible del entorno ("esqueleto de Verdad", lo definirá) que "la autenticidad del hombre hispánico y su anhelada incorporación al todo humano pasa inexcusablemente", destaca el exégeta, "por la renuncia al españolismo defendido por los tradicionalistas y los europeístas".

Semejante a la caída del caballo de su encomiado San Pablo, pero a la inversa, por el efecto de subirse a lomos del camello majorero -que, en realidad, toda la Isla le merece, como su símil más certero-, Unamuno reafirma y sintetiza ahora (da con "el tuétano" o el "esqueleto", para decirlo con sus palabras predilectas) zigzagueantes o latentes planteamientos de su obra anterior, que venía mascullando de un modo análogo, tal vez, al rumiaje estoico de los camellos.

Su giro filosófico, desde lo unamuniano en ebullición a -por así decirlo- lo unamúnico del confinamiento, discurrirá en paralelo a la propia palinodia sobre su percepción del "aislamiento" canario. Pues, como es sabido, cuando, en 1910 -hace ahora ciento diez veranos justos- , visita por un mes las dos islas capitalinas, Tenerife y Gran Canaria, con todos los honores de flamante rector de Salamanca, a tenor de mantener los Juegos Florales de Las Palmas, no se corta en arengar a las autoridades locales con la necesidad de salir del aislamiento y la "soñarrera tropical". "Es este un lugar de paso...[donde] vivís aislados y aislándoos", les espetará sobre el escenario del Teatro Pérez Galdós, el 5 de julio. En cambio, cuando, en 1924, vive su destierro en la desértica y pobrísima Fuerteventura (del 10 de marzo al 9 de julio), Unamuno celebra la nueva proximidad física con la naturaleza elemental, que le brinda justamente el "aislamiento", ahora sacralizado como el espacio más propicio para los "peregrinos del ideal".

Si en un ensayo anterior, bajo el título reivindicativo de Unamuno, escritor canario -en Algunos materiales para la definición de la poesía canaria (2001)-, Padorno desgranaba los sonetos de De Fuerteventura a París, acoplándolos a la tradición autóctona del culto al espacio, iniciada por Cairasco y Viana, ahora se sirve complementariamente de estos 15 artículos datados en el confinamiento -y que apenas cubren, por cierto, una quinta parte del libro- para una empresa de mayor envergadura: la argumentación del antes y después de la "fuerteventurosa" experiencia, como un aldabonazo casi crístico, en la (intra)historia espiritual y ética de Unamuno. Víctima él mismo de un injusto castigo, Padorno destaca ese carácter salvífico y redentor, como de transparencia recobrada, que le supondrá la "sinceridad" de aquel entorno, idéntico, en palabras del pensador, a la "austera resignación" y "resignada austeridad" de sus moradores. De entrada, la estancia le supondrá "un antídoto frente a la consideración negativa del progreso y de la civilización occidental, causantes de la deshumanización del espíritu". En adelante, el sentimiento religioso se radicaliza como experiencia necesariamente individualizada e interior, al tiempo que. a través de su proverbial emblema de don Quijote, reivindica la libertaria "autenticidad" del hombre concreto, "de carne y hueso", cada cual una "especie única", que no debe ser vulnerada.

Entre los artículos recogidos, destaca la serie que publica en la bonaerense Caras y caretas, bajo el hoy tan elocuente epígrafe de Divagaciones de un confinado, donde, entre muestras de rechazo a la germanofilia y al progreso material y futurista ("ni en aeroplano volará alguien más alto que voló la inteligencia sublime de Platón", escribe), se reclama "pescador de metáforas", y, para predicar con el ejemplo, echa mano de los más simples y austeros elementos del paisaje. Así, la aulaga le sirve para denostar el manifiesto de Primo de Rivera (a quien suele llamar "el Ganso Real"), que apelaba al coraje "masculino" de sus súbditos, con deslizar que "la aulaga rechaza a los machos sin más que serrín en la mollera y pus en el corazón"; y, de paso, a la intelectualidad próxima a la Revista de Occidente, de Ortega y Gasset: "[La aulaga no es planta] de estilistas de invernadero". Confiesa que, en su "noble soledad sahárica", le da el tiempo para recibir la visita de "todos los que en los largos siglos sufrieron la pasión trágica de España"; y señala que "los molinos de viento [para el gofio, "esqueleto de pan"] nos recuerdan a los gigantes contra los que peleó don Quijote".

Entre las diversas cabeceras madrileñas, destaca su serie de "Alrededor del estilo" en "Los lunes de El Imparcial", donde ensalza la desnudez de la isla, y su "continuidad prehistórica" como metáfora de la desnudez del estilo. Al tiempo que reivindica la "honradez", contra el "pedantesco honor" tradicional, crítica los revestimientos de los estilos en boga, para concluir que "el que es capaz de apreciar la hermosura de una calavera, de un esqueleto, ha llegado a la suprema comprensión del estilo". En su afán por ser, digamos, unamunánime consigo mismo, el pensador engarza rotundos y lúcidos aforismos en torno a la definición del estilo. "El estilo es el alma hecha cuerpo y es el cuerpo hecho alma", dice, para opinar también que "es el estilo el que crea el pensamiento, y el que carece de estilo no piensa". Su destierro no le impide hacer que los literatos (y políticos) madrileños se desayunen los lunes con amonestaciones de esta guisa: "Los escritores correctos y los que escriben según eso que llaman el arte de hablar y escribir correctamente y con propiedad , carecen de estilo. O sea carecen de personalidad".

Pero lo relevante es que sus disquisiciones le llagan dictadas por "el estilo de la desnudez" de la propia Isla, con su ortografía de aulagas y tinta de tabaiba -sobre la extensa página en que "el cielo es otra mar y las estrellas, frutos de las olas"-, "el estilo de la sinceridad toda ella. Aquí no hay embustes ni ficción". Ha sido su intensísima vivencia de Maxorata lo que le llevará a acuñar más tarde, desde su exilio parisino, en Cómo se hace una novela (1926) su noción de la "eternización de la momentaneidad", al tiempo que proclamará, como sinécdoque universal y definitiva: "Fuerteventura, un oasis en el desierto de la civilización". Tras la lectura, en fin, de este argumentario sobre el papel vertebral y vertebrador de la(s) Isla(s) en el pensamiento de Unamuno, no sería pretencioso completar su famosa definición de 'vasco de nacimiento y castellano de angustias' con la apostilla de 'Y canario de redención'...

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