La Provincia - Diario de Las Palmas

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El lado oscuro del sueño americano

La Ley Seca, de cuya implantación se cumple este año un siglo, y su brutal repercusión social se convirtió en fuente de inspiración para muchos de los directores más solventes del cine hollywoodense

Uno de los fotogramás emblemáticos de 'Los intocables de Eliot Ness', de Brian de Palma (1987). LP

El 16 de enero de 1920 las gargantas de millones de estadounidenses suspiraban por un trago de alcohol tras haberse decretado, por una decisión de rango federal, la llamada Ley Seca que prohibía, entre otras cosas, la comercialización, transporte, venta, consumo, importación o exportación de cualquier bebida que contuviere la mitad del uno por ciento de tan codiciado líquido. La prohibición alcanzaba además al vino y a la cerveza, con lo cual se privaba a cualquier ciudadano de la Unión de los placeres etílicos que le permitían, entre otras cosas, ahogar sus preocupaciones cotidianas, que eran muchas en aquellos años aciagos, en una reconfortante melopea.

Impulsada por los sectores de opinión más conservadores de Washington y por una pintoresca organización denominada Movimiento por la Abstinencia y la Templanza, la también llamada Ley Volstead, por Andrew Volstead, Presidente del Comité de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos sobre asuntos judiciales, que la propulsaba febrilmente en largos y cansinos debates parlamentarios, contribuyó, paradójicamente, al nacimiento y posterior expansión de las más sanguinarias organizaciones criminales que registran los anales de la delincuencia internacional. Organizaciones que custodiaban celosamente los principios sobre los que actuaba el crimen organizado, extendiendo su influencia mucho más allá del ámbito social en el que se movía habitualmente la mafia.

Hay datos históricos que ponen claramente de relieve las verdaderas dimensiones de aquellos violentos sucesos: antes de la Prohibición el cómputo de reclusos en las prisiones federales de los estados más conflictivos no superaba la cifra de los 4.000, pero en 1932, con la Ley Seca en pleno apogeo, ya rondaba los 27.000. Efectivamente, una intensa oleada de asesinatos se extendió desde entonces por toda la nación con la rapidez de una pandemia, provocando el pánico colectivo en una sociedad atemorizada por el índice creciente de criminalidad que registraba el país, prefigurando un nuevo arquetipo delictivo que se enseñorearía a lo largo y lo ancho de la historia del séptimo arte y en gran parte de la literatura del siglo XX: la temible figura del gángster como un nuevo estilema del establishment estadounidense.

Nacía por tanto una nueva mitología que no tardaría mucho en incorporarse, debidamente estilizada, a la literatura y al cine norteamericano hasta adquirir la condición de género mayor dotado, incluso, de sus propias claves formales y de sus propios héroes y heroínas. Un territorio virgen que se abría a los ojos de muchos escritores y cineastas, que respondieron sin dilación a la llamada de un puñado de personajes con capacidad para imponer la ley de las pistolas, sobornando a jueces, senadores, alcaldes, policías, fiscales y otros cargos de responsabilidad pública muy próximos a las esferas del poder político y judicial.

Esta singular cofradía de malhechores, inmortalizada en las pantallas a través de los rostros, entre otros, de Paul Muni, Dan Duryea, Edward G. Robinson, James Cagney, Humphrey Bogart, George Raft, John Garfield, Paul Sorvino, Al Pacino, Robert de Niro o Joe Pesci, generó la contundente respuesta de un reducido pero muy eficaz círculo de funcionarios insobornables, cuya lealtad a la Constitución los transformó en auténticos cruzados de una causa cada vez más enfangada por la manipulación, el fraude, el engaño y la corrupción que sembraban figuras de la catadura moral de Lucky Luciano, Frank Costello, Carlo Gambino, Albert Anastasia, John Dillinger, Vito Corleone o el mítico Al Capone.

Eliot Ness fue, sin duda, el agente que mayor admiración popular despertó merced a la vieja y por muchos motivos memorable teleserie que, bajo el nombre de Los intocables, solazaba las largas y apesadumbradas noches de la España tardofranquista, durante la década de los años 60. Las andanzas del voluntarioso agente, encarnado en la pequeña pantalla por el incombustible Robert Stack, se aguardaban cada semana con la expectación de quien asiste a una vibrante crónica criminal en la que, tras mil peripecias, Ness refrendaba en cada capítulo su valor personal frente a Capone, su más encarnizado y escurridizo enemigo, dueño absoluto de casi todos los negocios ilegales del gran Chicago, después de la legendaria matanza del Día de San Valentín, aquel trágico episodio en el que varios componentes de su banda rival, la de Bugs Moran, fueron alineados y ametrallados por la espalda en un garaje, hecho que lo ratificaría como el patriarca supremo de la mafia italoamericana en una época en la que el poder económico era la única herramienta para alcanzar rápidamente el triunfo social.

Su imperio, sin embargo, comenzó a sucumbir desde que Ness, ayudado por otros cuatro agentes federales, desenmascara sus múltiples sobornos y sus deudas con hacienda logrando, tras un juicio histórico, que pagara por sus crímenes, dando con sus huesos en la cárcel durante 12 años. Capone, personaje representado en la pantalla con los rostros de Robert de Niro, Rod Steiger, Ben Gazzara, Tom Hardy, Jason Robards, Stephen Graham, Anthony LaPaglia o Paul Muni, moriría en Miami Beach (Florida) a los 48 años víctima de una neumonía, pero su leyenda ha permanecido viva gracias precisamente al juego que su figura ha dado -y seguirá dando, sin duda- en la pantalla como la personificación por antonomasia del lado más turbio e indeseable del sueño americano.

Y aunque la Prohibición sólo duraría 13 años, el tema ha generado -y continúa generando- tal cantidad de producciones que ha acabado por configurar un nuevo género cinematográfico, con sus propias reglas y con sus propios recursos estilísticos, en el que han florecido piezas de la magnitud artística de La ley del hampa ( Underworld, 1927), del norteamericano de origen austriaco Josef von Sternberg. Filme fundacional del cine gang que le valió a su guionista, el hábil y prolífico Ben Hech, el Oscar y a Sternberg, maestro inobjetable del cine mudo, otro blasón en su carrera como director, algunos años antes, de haber reinventado el divismo cinematográfico moldeando la figura mítica de Marlene Dietrich a través de maravillas del calibre de El Ángel azul ( Der Blaue Engel, 1930), Fatalidad ( Dishonoret, 1931) o La venus rubia ( Blonde Venus, 1932).

Hampa dorada ( Little Caesar, 1931), de Mervyn LeRoy, otra de las películas fundacionales del género, inspirada en algunos pasajes de la vida de Al Capone y magistralmente interpretada por Edward G. Robinson en el papel de Cesar "Rico" Bandello, un ladrón de poca monta que, al cabo del tiempo, se convierte en el jefe supremo de una temible banda criminal que mantiene en vilo a la ciudad de Chicago. Su éxito colosal en todo el mundo no solo contribuiría a catapultar la figura de su icónico protagonista sino también a fijar, como la de Sternberg algunos años antes, las bases argumentales y estructurarles de un género que, desde entonces, no cesaría de crecer, especialmente bajo el paraguas protector de la Warner Brothers, primera compañía en detectar el nuevo filón comercial, con la cooperación de los guionistas y directores más prestigiosos del momento.

Ese mismo año, William A. Wellman, autor de un buen puñado de obras maestras, dirige El enemigo público ( The Public Enemy, 1931), a partir de un guion de Harvey Thew inspirado en la novela homónima no publicada de Kubec Woods y John Bright y protagonizada por James Cagney y Jean Harlow. Otra obra inspirada en el mundo de la mafia que refleja las raíces edípicas del comportamiento psicótico de su joven protagonista, un sociópata incapaz de mostrar la menor empatía personal con nadie que no fuera su madre, cuyo explosivo final figura entre las secuencias más elogiadas de la historia del cine. El trabajo electrizante de Cagney en el papel del atolondrado Tom Powers incendia cada imagen de esta jugosa descripción del mundo del hampa que nos muestra el maestro Wellman en su aún incipiente carrera como realizador, enviando un nítido mensaje acerca del tono visual e ideológico que seguiría a lo largo de su densa y muy galardonada trayectoria artística.

También con James Cagney como protagonista absoluto, Raoul Walsh dirige en 1939 Los violentos años veinte ( The Roaring Twenties, 1939), una visión nada reconfortante sobre los excombatientes de la Gran Guerra que, ante el panorama laboral que se les presenta a su regreso, no contemplan otra alternativa para sobrevivir que implicarse en todo tipo de actividades delictivas. Con el Código Hays aún vigente, cuesta imaginar que una película de un perfil crítico tan sólido y heterodoxo pudiera ser estrenada sin la menor dificultad en una América que ya se preparaba para participar en una nueva contienda mundial.

Así todo, Los violentos años veinte recogió los aplausos de la crítica y del público y su particular visión sobre el estallido incontrolado de violencia que asoló, durante más de una década, al país quedaba como un importante apunte reflexivo que, años después, serviría de punto de partida para nuevas e interesantes tesis sobre la violencia estructural que quebrantaba día tras día la convivencia ciudadana.

Howard Hawks también hizo su propia aportación al género con Scarface, el terror del hampa ( Scarface, 1932), otra formidable pieza cinematográfica realizada durante los primeros años del cine sonoro donde se unen el genio literario de Ben Hech y la maestría del gran Hawks junto a un reparto encabezado por Paul Muni, Ann Dvorak y Karen Morley. Se trata de otra de las claves fundamentales del género, atravesada por un inusitado baño de violencia donde prevalece, por encima de todo, una actitud permanente de denuncia ante una realidad social virtualmente contaminada por la corrupción, el desenfreno y el crimen.

En 1983, Brian de Palma realizaría, a partir de un guion de Oliver Stone, El precio del poder ( Scarface), un excelente remake entre cuyos méritos fundamentales destacaba el enorme poderío del que hacían gala Al Pacino y Michelle Pfeifer en sus respectivos roles, la espléndida fotografía del veterano John A. Alonzo y la inolvidable banda sonora del compositor italiano Giorgio Moroder. Tras el éxito alcanzado con la revisión del viejo clásico de Hawks, de Palma volvería, cuatro años después, por los fueros gangsteriles con Los intocables de Eliot Ness ( The Untouchables), adaptación de la celebérrima serie televisiva homónima de los sesenta, escrita por David Mamet y protagonizada por Kevin Costner, Sean Connery y Robert de Niro, donde la figura de Capone se muestra en toda su salvaje crudeza bajo la piel de un Robert de Niro superlativo.

Con faldas y a lo loco ( Some Like It Hot, 1959), la comedia desopilante que elevó a su autor, el austroamericano Billy Wilder, a la cumbre del género, también sitúa su trama en plena Ley Seca, mostrando en clave sarcástica la rocambolesca persecución a la que se ve forzada una banda de gángsteres para liquidar a dos músicos de una orquesta de señoritas por haber sido testigos presenciales de la popular matanza del día de San Valentín.

Aunque cubierta permanentemente por la pátina de la ironía, la película no esquiva en ningún momento el amargo contexto en el que se desarrolla, el de la violencia como instrumento para la extorsión y el crimen. El último refugio ( High Sierra, 1941), otro de los trabajos magistrales de John Huston, con Humphrey Bogart e Ida Lupino como cabezas de cartel, incide, desde la óptica de cierto relativismo, en el proceso de redención de un viejo gángster implicado en un nuevo crimen que le complicará seriamente su futuro.

Casos similares se muestran también en películas igualmente excepcionales, como La matanza del día de san Valentín ( The St. Valentine´s Day Massacre, 1967), de Roger Corman; Érase una vez en América ( Once Upon a Time in America, 1984), de Sergio Leone; Camino a la perdición ( Road to Perdition, 2002), de Sam Mendes o Sin ley. Lawless ( Lawless, 2012), de John Hillcoat, cuatro títulos modélicos que exploran a conciencia las raíces sociales de un mundo asediado por la sinrazón, el odio y la violencia sistémica.

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