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El cine en pie de guerra

El cine se convirtió en el mejor notario de los acontecimientos que precedieron al estallido de la Gran Guerra

Gallipoli (1981)

Se cumple hoy el centenario de la firma en París del armisticio que puso punto y final a la Primera Guerra Mundial. Una importante efeméride que conmemora el conflicto bélico más cruento, complejo y devastador que conoció el mundo antes, naturalmente, del pavoroso episodio histórico que desataría, 21 años después, la Alemania nazi, la Italia de Mussolini y el Japón imperial y que concluiría en 1945 con un balance de víctimas mortales que llegó a superar los 72 millones, entre civiles y militares, es decir, un 3´75 % de la población total del planeta en aquellos momentos. Por su parte, la Gran Guerra, que duró dos años menos, causó más de 8 millones y medio de muertos y centenares de miles de heridos, aunque con un despliegue armamentístico mucho menos mortífero que el empleado por los poderosos Ejércitos que combatieron durante la Segunda Guerra Mundial, lo cual nos da una idea muy aproximada de los niveles de crueldad que originó aquella contienda y de la consiguiente deriva de odio y resentimiento que provocó en los años de la posguerra.

Asistimos a esta celebración, cien años después, en medio de un escenario internacional cuajado de sangrientos conflictos internacionales y de fuertes tensiones que están horadando el precario equilibrio que, durante décadas, ha contribuido a mantener en pie nuestro planeta desde la última gran conflagración mundial. Hoy, más que nunca, y pese a la ingente cantidad de organismos transnacionales implicados en su prevención, la guerra parece responder con más clarividencia que nunca a la famosa sentencia pronunciada, hace casi doscientos años, por el general prusiano Carl von Klausewitz cuando el ejército napoleónico diezmaba a sus poderosos batallones en la decisiva batalla de Jena: "la guerra, declaraba ante su apesadumbrado estado mayor, es un elemento más del orden natural establecido por Dios". Así pues, nada hace presagiar que los anhelos por una paz medianamente estable y duradera puedan verse satisfechos a medio plazo.

Aunque difícil de asumir dada la natural propensión de la especie humana a asegurar su supervivencia y a garantizar un futuro de prosperidad aceptable, el hecho parece incontrovertible: la Humanidad renueva constantemente su potencial destructor con enfrentamientos que generan cada vez mayor dolor, miseria y frustración, a pesar de las numerosas voces que claman en todo el orbe por el cese definitivo de la violencia en todos sus frentes y por el diseño de un nuevo escenario en el que predominen, por encima de todo, la armonía y la solidaridad frente al odio viral, revanchista y sectario que hoy se extiende a lo largo y lo ancho del mundo, poniendo constantemente en entredicho la hipótesis según la cual siempre hay razones, y no solo en el plano estrictamente objetivo, para que el hombre pueda detener su natural tendencia hacia la autodestrucción. Y acontecimientos de tan infausto recuerdo como el que hoy conmemoramos en toda Europa ilustran, como pocos, el demoledor desenlace al que nos conducen estos conflictos si no se atajan a tiempo.

Pues bien, el observador más pertinaz y objetivo de esta inquietante escalada del horror, que ha provocado cifras escalofriantes de muertos, mutilados y desaparecidos, especialmente a lo largo de las últimas doce décadas, ha sido, sin duda, el séptimo arte. A través de un interminable catálogo de producciones que han tenido a la Gran Guerra como su principal foco de atención, el mundo ha podido asistir a la reproducción de los escenarios bélicos más disímiles a través de numerosos filmes que, en no pocas ocasiones, devienen en auténticos paradigmas del pacifismo más persistente y combativo, al tiempo que muestran imágenes que no nos ahorran detalle alguno sobre los perfiles más desgarradores de una contienda cuyos combates, no lo olvidemos, se libraban, en su mayoría, a lo largo de centenares de kilómetros de terrenos roturados por el barro de las trincheras, el estallido ensordecedor de las granadas y el metálico crujido de las bayonetas.

Adios a las armas (Farewell to Arms, 1932), de Frank Borzage, o su remake firmado, en 1957, por Chales Vidor, inspiradas en la novela homónima de Ernest Hemingway, y con repartos encabezados por estrellas en pleno proceso de consolidación profesional como Gary Cooper, Helen Hayes, Rock Hudson y Jennifer Jones; El sargento York (Sergeant York, 1941), de Howard Hawks; La Gran Guerra (Le grande guerra, 1959), del italiano Mario Monicelli, con un inolvidable duelo interpretativo entre dos monstruos de la actuación como Vittorio Gassman y Alberto Sordi o ¡Armas al hombro! (Shoulder Arms!, 1918), la sarcástica mirada del gran Charles Chaplin sobre aquel episodio, son algunos de los títulos que acuden automáticamente a nuestra memoria cuando buscamos las preferencias cinematográficas más compartidas por el gran público en relación con la representación que se ha hecho de la Gran Guerra a través de la historia del cine, aunque no todos se encuentren entre nuestros favoritos. Nos detendremos pues en aquellos filmes que, desde nuestro particular punto de vista, hayan reflejado mejor la complejidad de aquel devastador periodo de nuestra historia.

El director estadounidense King Vidor, dotado de una especial sensibilidad para temas de calado social -virtud poco frecuente en el Hollywood de la década de los veinte- como los que afronta en películas como ? Y el mundo marcha (The Crowd, 1928), Aleluya (Hallelujahl, 1929) o El pan nuestro de cada día (Our Daily Bread, 1934), realiza, siete años después de la firma del armisticio, El gran desfile (The Big Parade, 1925), una de las primeras producciones mudas que afronta sin ambages el infierno de la guerra, poniendo el foco en el rancio patrioterismo que impulsó a cientos de millares de jóvenes norteamericanos a alistarse en el Ejército para luchar contra la potente maquinaria bélica del kaiser. Aunque Jim Apperson (John Gilbert) y sus voluntariosos camaradas parten hacia el frente europeo con el orgullo de saberse útiles para una causa honorable, su llegada a los campos de batalla les coloca en una situación radicalmente opuesta a la que se imaginaron en su acomodada mansión familiar al afrontar la trágica realidad de un conflicto que solo genera muerte, desasosiego y desolación.

El maestro germano americano Ernest Lubitsch, autor de títulos de la enjundia de El abanico de Lady Windermere (Lady Windermere´s Fan, 1925), El desfile del amor (The Love Parade, 1929), La octava mujer de Barba Azul (Bluebeard´s Eigh Wife, 1938) o Ser o no ser (To Be or not To Be, 1942), exiliado en Hollywood desde 1924, dirige, en 1931, Remordimiento (Broken Lullaby), un bello alegato antibelicista con John Barrymore en el papel de Paul Renard, un excombatiente francés cuyo sentimiento de culpabilidad por haber abatido en combate a Walter Holderlin, un soldado alemán con el que compartió estudios musicales antes de la guerra, le impulsa a viajar a Alemania para mostrar su arrepentimiento ante la familia de Paul. Pronto caerá en la cuenta que su lamento caerá en saco roto y la herida moral provocada por aquel triste suceso no podrá cicatrizar nunca.

Lewis Milestone, realizador de origen ruso que cubrió gran parte de su copiosa filmografía de un tono inequívocamente pacifista, como el que muestran películas como El general murió al amanecer (The General Died at Down, 1936) o Arco de triunfo (The Arch of Triumph, 1948), se anticipó al autor de Ninotchka (Ninotchka, 1939) en su contundente rechazo a la conflagración con Sin novedad en el frente (All Quiet on the Western Front, 1930), un tenso y amargo melodrama protagonizado por un puñado de estudiantes alemanes que son movilizados, contra su voluntad, para combatir al Ejército francés en las proximidades de Verdún, localidad donde se libró, entre el 21 de febrero y el 18 de diciembre de 1916, una de las batallas más prolongadas y cruentas del siglo XX.

La película, que obtuvo ese año el Oscar a la mejor película y al mejor director, constituye una diatriba sin concesiones contra un conflicto bélico cuyos devastadores efectos acabaron con la esperanza de millones de soldados abandonados a su suerte en medio de un escenario de pesadilla. El guion, está inspirado en la legendaria novela homónima del escritor germano Erich Maria Remarque, cuyas sucesivas ediciones desde su publicación en 1929 la han convertido en todo un clásico dentro de la muy abundante literatura de ficción que generó el tema en Europa y en Estados Unidos tras el cese de hostilidades.

En La gran ilusión (Le grande Illusion, 1937), del maestro francés Jean Renoir, situada en los meses finales del conflicto, el autor de La Marsellesa (La Marsellaise, 1837) muestra -como algunas décadas después lo haría David Lean en El puente sobre el río Kwai (The Bridge on the River Kwai, 1957) o John Sturges en La gran evasión (The Great Escape, 1963)- los estragos de la contienda desde la perspectiva que ofrecen los prisioneros de guerra. Este nuevo enfoque, potenciado por la oportunidad de contemplar, lejos del fragor de los combates, a los bandos contendientes a través de una mirada más personalizada del drama, le permitirá a Renoir reflexionar sobre aspectos aparentemente colaterales, pero de importancia crucial para comprender la dimensión moral de unos personajes que se debaten entre su condición de soldados y su firme propósito de acabar con la sinrazón de una contienda que no acaban de digerir del todo.

No menos contundente fue el mítico Stanley Kubrick al trasladar a la pantalla, en 1957, la novela de Humphrey Cobb Senderos de gloria (Paths of Glory, 1935) y desvelarnos, con la rotundidad visual de un estilo cinematográfico sin concesiones, las dramáticas secuelas que genera el uso arbitrario del poder jerárquico cuando éste se pretende imponer contra todo razonamiento y a costa incluso de la vulneración de los derechos más elementales de los soldados, tema éste que el propio Kubrick retomaría, treinta años después, en la magistral La chaqueta metálica (Full Metal Jacket, 1987), situada en esta ocasión en plena guerra de Vietnam.

A partir de un suceso real acaecido en Francia durante la Primera Guerra Mundial en el que dos reclutas y un cabo son fusilados, tras un juicio amañado, con el fin de estimular el valor y la disciplina en medio de un clima de completa desmoralización, Kubrick reúne un espléndido reparto encabezado por un Kirk Douglas insuperable, y propone, con un formidable rigor dramático, una feroz diatriba contra las diferencias de clase que se establecen -especialmente en tiempos de guerra- en el ámbito castrense y la consiguiente indefensión a la que han de enfrentarse sus víctimas propiciatorias.

A pesar del clamoroso éxito de crítica que cosechó en Estados Unidos y en muchos países europeos, la película permaneció prohibida en Francia -no en vano el Ejército que se pone en solfa es el francés- y, lógicamente en la España franquista donde, hasta la muerte del dictador, en 1975, no pudo ser estrenada en las salas comerciales. Senderos de gloria, algunas de cuyas potentes cargas de profundidad volvieron a ser colocadas en un conflicto análogo por Joseph Losey -otra víctima de las persecuciones macartistas- en su espléndida Rey y patria (King and Country, 1964), basada en la pieza teatral de John Wilson, representó, además, un cierto cambio en las tradicionales estructuras narrativas del género al explorar más la esencia ideológica sobre la que reposan casi todas las guerras que en la propia parafernalia escenográfica que estas generan a su alrededor, esencia sobre la que supo meditar el viejo Losey, aunque extraviándose a ratos por su empeño en imprimirle a la historia una dimensión excesivamente metafórica que Kubrick, mucho más directo, no se preocupó en ningún momento contemplar. La cinta contó con la presencia de Dirk Bogarde en el papel de un oficial encargado de defender a un soldado (Tom Courtenay), acusado de deserción.

Basado en uno de los sucesos más desconocidos de la historia moderna de Francia, Bertrand Tavernier reconstruye en Capitán Conan (Capitaine Conan, 1995) una crónica de guerra, a ratos viva y esperanzadora a ratos espeluznante, en la que sus protagonistas se van deslizando entre sus deseos de acabar con el infierno de muerte y desolación que les acompaña desde el comienzo de la guerra y sus impulsos de continuar con la carnicería por obediencia debida. El relato, que discurre, como en los filmes de Kubrick y Losey, en los confines de la contienda, durante los primeros meses del precario estado de paz que vivió posteriormente Europa, refleja, con el realismo y la precisión de un corresponsal de guerra, la conducta de un oficial de manifiesta inclinación pacifista, cuyo inflexible sentido de la moral le impide guardar silencio ante los brutales crímenes y saqueos de sus camaradas durante sus incontroladas campañas de hostigamiento contra el enemigo. Un enemigo oficialmente inexistente pues el armisticio ya había sido firmado, aunque imprescindible, eso sí, para fagocitar los instintos guerreros del Capitán Conan y de sus voluntariosos y leales subordinados.

En la secuencia final de Johnny cogió su fusil (Johnny Got His Gun, 1971), la única película que llegó a dirigir el genial guionista estadounidense Dalton Trumbo, uno de los alegatos antimilitaristas más enérgicos y estremecedores de la historia moderna del cine, hay una imagen excepcionalmente dura que resume en sí misma todo el dolor, la angustia y la crueldad que puede provocar una guerra en la pacífica vida de un soldado de a pie.

A través de un parsimonioso travelling vertical la cámara nos muestra, cubierto, el cuerpo brutalmente mutilado de un combatiente anónimo en la penumbra de una vieja habitación de hospital mientras escuchamos en off su propia voz, cada vez más trémula y perdida, pronunciando insistentemente las mismas palabras: "socorro?¡ayúdenme!. Lentamente, la voz y la imagen se van apagando hasta que la pantalla se vuelve totalmente oscura, como si de repente nos sumergiéramos en un profundo e insondable abismo, en la nada más absoluta.

Aquel ser humano transformado, por mor de la guerra, en un triste y desolador espectro, devino, con el tiempo, en otra manifestación del pensamiento radical que provocó la intervención norteamericana en Vietnam entre los sectores más comprometidos de la izquierda estadounidense en la década de los años setenta. El filme, escrito por el propio Trumbo veinte años después de haber sido víctima del totalitarismo feudal del senador MacCarthy y de su inquisitorial Comité de Actividades Antiamericanas, describe, con admirable equilibrio narrativo, la angustiosa experiencia de un soldado al que le amputan todos sus miembros tras ser alcanzado por un obús alemán en medio de un combate del que pocos de sus compañeros salieron ilesos.

Naturalmente, las atrocidades reflejadas en esta película y, sobre todo, el crudo realismo con el que son mostradas, despertó no pocas suspicacias entre los halcones del Pentágono que, como era previsible, se vieron de algún modo retratados en los sombríos y despóticos oficiales que rodean al desdichado Johnny y que le impiden, por imperativos patrióticos, acabar con su horrible sufrimiento.

Pese a que el número de títulos que afrontan el tema no superará nunca la ingente cantidad de películas que ha generado la Segunda Guerra Mundial, la Gran Guerra ha seguido inspirando obras cinematográficas de cierto calado, como El barón rojo (Von Richthofen and Brown, 1971), de Roger Corman; Gallipoli (Gallipoli, 1981), de Peter Weir; Caballo de batalla (War Horse, 2011), de Steven Spielberg; Largo domingo de noviazgo (Long dimanche de fiançailles, 2004), de Jean Pierre Jeunet; El maestro del agua (The Water Diviner, 2014), El gran hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014), de Wes Anderson; Feliz Navidad (Joyeux Noël, 2005), de Christian Carion o La cinta blanca (Das Weisse Band, 2009), de Michael Haneke. Y sospechamos que aún le aguardan muchos otros filmes que continuarán explorando la profunda herida que aún supura en el imaginario de tantos países implicados en aquella dolora experiencia colectiva de la que hoy conmemoramos el centenario de su final.

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