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Los ahka y los yaos en La Aldea

Grupos étnicos procedentes del sur de China, animistas en su origen, reconvertidos muchos al cristianismo y al budismo

Los ahka y los yaos en La Aldea

El vuelo de Bangkok a Chiang Rai, de una hora y media, fue bastante movidito. Estamos en pleno monzón y las corrientes térmicas unidas a las nubes cargadas de agua hicieron que el vuelo se pareciera a una vuelta en el toro loco.

Una vuelta por el mercado nocturno de Chiang Rai evidencia la rápida asimilación de nuestra cultura en Tailandia. El mercado es un espacio abierto entre puestos de ropa y souvenirs, alrededor de una plaza repleta de puestos de comida y música en directo. Estamos en temporada baja y aun así los turistas ocupan cada centímetro. Los puestos callejeros han sustituido las prendas tradicionales por camisetas baratas de cómics y falsificaciones de marcas deportivas. Si obvias los ojos rasgados podría ser cualquier rastro en España.

El sábado comencé temprano a buscar un guía, la mayoría de los locales tienen vidas muy ocupadas y si se dedican al negocio turístico probablemente han sacado la información que te ofrecen de la wikipedia. Finalmente y después de preguntar mucho encontré a alguien, habla un muy buen inglés, lo que me hizo sentir muy aliviado, porque no es tarea fácil por estos lares.

Navegando por internet, encontré un museo sobre tribus en el centro de la ciudad. Sin demasiadas expectativas decidí visitarlo y, aunque bastante modesto, me ayudó a contrastar mucha información que había sacado de diferentes fuentes. También algunos datos nuevos e interesantes, como que los Ahka creen que la fotografía deja preñadas a las mujeres y a los hombres les roba parte del alma.

El domingo por la mañana temprano, el tipo que había contratado no apareció y en su lugar me envió a dos chiquillos; uno para conducir y otra para traducir. Sumando sus edades aún contaban menos primaveras que yo. Hasta que no llevábamos un buen rato de camino no fui consciente de que ninguno entendía ni la mitad de lo que les decía. Hice de tripas corazón y me convencí de que no era tan terrible, me he visto en situaciones peores como cuando en Kunming, al sur de China, tuve que dibujar un avión en mi libreta para que un taxi me llevara al aeropuerto.

Les expliqué lo que quería y a pesar de la barrera lingüística, parecimos entendernos. Les dije, que no quería ver templos ni cascadas, sino que quería fotografiar a los Ahka y a los Yao en sus aldeas. Ambos grupos étnicos proceden del sur de China y son animistas, aunque muchos de ellos están reconvertidos al cristianismo o al budismo.

En la primera parada Blai, la traductora, me llevó a su casa a conocer a sus padres porque, resulta que ella es Ahka. Me encontré a su madre y su hermano pequeño llevando esos espectaculares tocados que viste este presumido pueblo. Me ofrecieron pitaya y piña tropical con un vaso de agua que parecía colacao que, obviamente, no me bebí. Su madre me contó que en realidad no visten así, que todo ha cambiado, pero que estaban en fiestas esos días y lo usan como nosotros usamos nuestro traje de mago.

Con la idea que tienen los Ahka de la fotografía, estuve un rato pensando, mientras saboreaba la exquisita piña ¿qué sería menos violento? robar el alma del niño o dejar preñada a la madre. Decidí preguntar a Blai con todo el respeto del mundo. Se fue con su madre al interior de la casa y salieron en unos pocos minutos, preguntando dónde quería hacer la foto.

Después de abandonar el pueblo con un par de buenas imágenes le insistí en que quería ver algo más aislado, me puso mala cara porque no quería caminar y sabía que la siguiente parada era una caminata considerable. Aparcamos el coche en un claro del bosque, al lado izquierdo de la carretera. El chofer volvió a quedarse esperando mientras nosotros escalábamos aquella montaña. El escarpado camino discurría entre cascadas y bambú gigante, con pozas donde los lugareños lavaban la ropa y pescaban. Después de cincuenta minutos con 16 kilos de equipo a la espalda llegamos a Phont Nam Rong. El pueblo no tenía pinta de ser demasiado agreste, algunas casas tienen algo de cemento e incluso tejados de chapa.

Al cabo de unos minutos allí, llegamos a la casa de Amae, un Ahka que habla un inglés bastante bueno y que lleva coleccionando cosas relacionadas con su cultura desde hace diez años, su intención es montar un pequeño museo en un futuro no muy lejano. Estaba vestido con la ropa tradicional de los Ahka, con un tocado de plumas que no dejo de mirar, preguntándome si me dejará hacerle fotos. Pasamos unas dos horas hablando con él, preguntándole de todo, a cada minuto que pasaba y él era consciente de mi interés más se le iluminaba la cara y más se abría. Yo no paraba de tomar notas y de disparar fotos con mi teléfono de todos los artefactos que tenía en su casa. Nos invitó a comer y nos ofreció agua, esta vez era transparente y me arriesgué, consciente de que tenía Fortasec en la mochila.

Una luz espectacular comenzó a colarse por una de las ventanas del chamizo donde vivía y le daba directamente en la cara, me lancé y le expliqué por qué estaba allí. No podía dejar escapar ese momento. Accedió sin reservas a que lo fotografiara. Le dije que me tomaría como unos quince minutos pero, al final la resolví en menos tiempo. Siempre exagero en el tiempo que me llevará, por si acaso vaya a creer que es hacer click y ya está. Fue una experiencia muy enriquecedora y le prometí volver a verle antes de regresar a España.

Nos marchamos del pueblo al alba, sin darme tiempo de visitar la aldea Yao, que supuestamente estaba a menos de una hora de camino de allí. Nada más volver a Chiang Rai, busqué al tipo que había organizado todo y le dije que al día siguiente quería visitar a los Yao pero, esta vez con un guía que hablara inglés y le exigí un descuento por haberme colado a Blai, con la que apenas me había podido entender. A las 8 de la mañana me recogió en la puerta de mi hostal Birdie, un veinteañero con el que sí pude comunicarme. Me llevó a la aldea Yao que en realidad parecía un polígono industrial abandonado, todo con un aspecto bastante decadente. Hice algún retrato pero realmente no me quedé satisfecho.

Birdie, en su afán de agradar, me dijo que conocía un lugar donde iban vestidos con las ropas tradicionales. No me lo creí, así que le invité a un café en un bar de carretera y le pregunté de todo antes de perder el tiempo. Tal y como me imaginaba, no era más que un zoológico humano, montado por el gobierno Tailandés. Había oído hablar de ello, pero nunca visité uno, así que, le dije que me llevara.

El sitio se llama Friend of Hill Tribe Foundation; un nombre bastante pretencioso para un lugar entre tienda de souvenirs y zoo. Es una zona vallada donde conviven 6 minorías étnicas. La práctica totalidad de ellos son refugiados de las guerras de Birmania y Laos; personas sin derecho a la ciudadanía ni a salir de las reservas a no ser que sea para volver a su país de origen y tampoco les dan permiso de trabajo. El Gobierno les proporciona un médico de familia y escuela para los niños. Les dejan vender souvenirs a los turistas aunque tienen reglas estrictas para que no acosen al visitante, algo inevitable cuando se tiene verdadera necesidad. Vestir las ropas tradicionales y participar en bailes típicos como entretenimiento para el viajero forma parte del trato con la administración.

Pasé el resto del día hablando con cualquiera que estuviera dispuesto a contarme su historia, todos me aseguraron estar mejor que en sus propios países.

Al salir, con una sensación agridulce, interiormente traté de juzgar al Gobierno tailandés y, de pronto, me vinieron a la mente imágenes de sirios hundiéndose en el Mediterráneo ante la mirada impasible de Europa y solo pude llegar a una conclusión: no es la solución perfecta pero sin duda es más piadosa que la nuestra.

El lunes puse rumbo a Nan en busca de los Mlabri o Phi Thong Luaeng, que en Tai significa 'los esclavos de las hojas amarillas de banano'. El nombre dado, es porque son nómadas y construyen sus chabolas con hojas de platanera, cuando estas marchitan, cambian de lugar. La primera tarea en Nan, fue lavar la ropa y sorprendentemente la chica que atendía en la lavandería hablaba inglés así que no perdí la oportunidad y le dije qué buscaba. Hizo llamadas durante más de 40 minutos hasta que me consiguió el teléfono de un guía que tiene mucho contacto con ellos, pero me dijo que ahora era imposible porque la temporada de lluvias impedía llegar hasta donde están. Aun así, me recomendó que fuera a Ban Huey Yuak, donde hay un grupo Mlabri que ha dejado la vida nómada. Pensé que sería una buena idea hablar con este grupo antes de visitar a los nómadas a finales de septiembre.

La traductora, Jusmin, era incapaz de pronunciar mi nombre debido a las erres y decidió darme un nombre Tai, me hizo bastante gracia porque soy un tipo bastante normal pero, a ella le debí parecer un gigante porque decidió llamarme Chang, que significa elefante. Tardamos una hora en llegar hasta el pueblo a través de lo que me parecieron miles de curvas. Fuimos conociéndonos por el camino, siempre les sorprende mucho que no me interese visitar los monumentos de la ciudad. Al llegar, lo que me encontré era lo que podría definir como un geriátrico para indigentes indígenas. Todos eran de muy avanzada edad excepto algún niño.

Mientras hablaba con una señora muy mayor y harapienta, con una mirada que te atravesaba como un río atraviesa el valle, impasible y manso, un anciano descalzo y en taparrabos se nos acercó, tosía como si fuera a caer desplomado allí mismo. Disparé alguna foto a la señora y le dejé algo de comida. Aquel hombre era lo que buscaba.

Le acompañamos a su chabola y hablé con él por un largo rato, me contó que había abandonado a su tribu porque estaba muy enfermo. Le pregunté sobre sus costumbres y finalmente accedió a que le hiciera fotos. Entre otras cosas, me resultó curioso que nadie de la aldea supiera la edad que tenía, desconozco si es porque son ancianos o porque a esta tribu no le importa el paso del tiempo. La conversación se interrumpía constantemente por la tos del anciano y por un momento pensé que se nos moría. Me contó, que llevaba aquella camiseta sucia, a pesar de vestir con aquella otra prenda primitiva, porque el gobierno le había dicho que era bueno para su enfermedad. No estaban tratándolo, ni él conocía el nombre de su enfermedad, solo se señalaba el pecho.

Nos marchábamos ya cuando, justo al lado del coche, un joven japonés escurría un paño de cocina que acababa de lavar. Me dijo que era lingüísta y que venía a Ban Huey Yuak tres veces al año para estudiar su idioma, que había estado con los nómadas en la parte laosiana de la frontera y que incluso tenía vídeos grabados de sus experiencias. Yuma Ito resultó ser un prominente investigador de la Universidad de Toyama, Japón. ¡Bingo! No es frecuente conseguir un contacto así en medio de la nada, así que nos pasamos un buen rato hablando e intercambiamos contactos.

Hoy parto hacia Singapur y sur de Malasia exactamente al estrecho de Johor, en busca de los Orang Asli (Orang [hombre] Asli [Puro] literalmente primeros indígenas en malayo).

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