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Dos genios musicales

Dos nombres para la eternidad

Ennio Morricone, en una de sus conferencias públicas.

Puedo imaginar Tiburón, Encuentros en la tercera fase, ET, La lista de Schindler o La guerra de las galaxias con otros repartos, por mucho que me gusten los que están. No puedo imaginarla con otra música. Lo mismo podría decir de " Hasta que llegó su hora", É rase una vez en América, La Misión", La muerte tenía un precio o Novecento. Hay compositores cuyo trabajo no acompaña a las películas para las que trabajan: influye en ellas de tal forma que se convierten en coautores decisivos del resultado final.

Tengo serias dudas de que las carreras de George Lucas, Steven Spielberg, Sergio Leone tuvieran tanta resonancia de no haber contado con la colaboración de dos genios como John Williams y Ennio Morricone.

Dos genios que han puesto la banda sonora a buena parte de nuestra mejor memoria cinematográfica con planteamientos creativos muy distintos: mientras Williams ha seleccionado muy mucho sus trabajos, convirtiéndose en el músico de cabecera de cineastas como Spielberg y eligiendo fuera de esa alianza proyectos que realmente le motivaran, y no siempre por cuestiones artísticas (dijo sí a Solo en casa contra todo pronóstico, y mejoró a lo grande una cinta pequeña, como pasó también con La misión), la carrera de Morricone es mucho más abultada (descomunal en cantidad) y en ella, además de un puñado de obras maestras, también hay títulos menores o directamente mediocres, no faltando partituras repetitivas en las que el maestro se copia a sí mismo sin recato u otras en las que su aportación no encaja bien con las imágenes. Con Pedro Almodóvar, por ejemplo, no salió bien la cosa.

Autor con más registros y de aspiraciones sinfónicas sobresalientes, Williams es quizás el compositor de películas más popular de todos los tiempos: en un concurso pocos se quedarían en blanco a la hora de tararear alguno de sus temas. Asociado a fanfarrias galácticas por el gran público, arropamiento musical clave para el cine de catástrofes de los años 70 ( El coloso en llamas, Terremoto, La aventura del Poseidón?), elemento decisivo para hacer creíble el primer vuelo de Supermán en la joya de Richard Donner y pieza indispensable para que un tiburón mecánico metiera miedo sin aparecer en el plano solo con unos acordes, o que un muñecote volara en bicicleta, o que unas maquetas de naves espaciales fueran gigantescas maquinarias listas para fascinar en contraataques imperiales, o que unos dinosaurios hechos por ordenador cobraran vida, John Williams es también el autor de exquisiteces como Permiso para amar hasta medianoche, The cowboys, Memorias de una geisha", "Jane Eyre, Drácula, El turista accidental, JFK o Múnich. Y más, muchas más. Ahora que lo pienso, no se me ocurre ni una banda sonora de Williams que sea normal y corriente.

Morricone le dio un revolcón a la música del Oeste cuando se sirvió del spaguetti-western para aplicar unas fórmulas muy personales en las que la banda sonora se apodera de las imágenes, e incluso llega a arrollarlas. Sus partituras aceptaban todo tipo de soluciones invasivas que podían estirar los duelos hasta la extenuación, introducir trompetas de extremada tristeza, silbidos insolentes y cualquier instrumento que le sirviera para llevar al espectador a paisajes sonoros envolventes, emocionantes de una u otra forma, irremediablemente inolvidables: ocarinas, arpas, clavicordios, campanas, banjos, armónicas, órganos, latigazos, carrillones de reloj, flautas, disparos? Demonios, a Morricone le das unas castañuelas y te pone los oídos de punta.

Al autor de bellezas como Días del cielo, Malena o Cinema Paradiso le dieron la espalda en los 'Oscar' de forma sistemática, y solo al final, por vergüenza tal vez, le dieron uno por un trabajo con Tarantino muy alejado de sus grandes trabajos. Williams, el eterno nominado (¡52 veces!) y solo ha ganado en cinco ocasiones, cuatro de ellas con el gran Spielberg, otro nombre al que deberían darle algún día otro 'Princesa de Asturias'.

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