Para el que quiera ser a medio o largo plazo cronista de mis andantes palabras y para el solaz del coetáneo o curioso escribo; y certifico como verdad sin mácula cuanto expongo en esta crónica emocional que arranca con un correo electrónico que recibí de mi siempre admirado y querido amigo Julio Pérez Tejera el 19 de octubre, grato mensaje, como todos los suyos, donde me hacía partícipe de una felicísima iniciativa relacionada con las Fiestas de San Gregorio Taumaturgo que tenía previsto llevar a cabo el Ayuntamiento de Telde.

Julio franqueó el camino que me condujo a la actual concejala de Gobierno del municipio, Marta Hernández Santana, a quien recordaba de algunas iniciativas culturales en las que participé y que, al evocarlas, me hacen caer en la cuenta de cuán lejos se está quedando buena parte de lo que aún florece en los huertos de la memoria. Con la concejala fijé los márgenes de mi concurso en la propuesta, que quedaron circunscritos a la participación en un vídeo colectivo donde debía exponer un pequeño mensaje que sintetizase mis impresiones sobre las referidas fiestas, que tienen su día principal cada 17 de noviembre.

Composición de un texto

Asumido el compromiso, me propuse la composición de un texto que, a mi juicio, debía ser tan breve como claro, y tan profundo como veraz. Acepté que el reto suponía poner en una cajita de cerillas aquello que, de natural, ocupa el espacio de un continente; y comencé a dedicar más tiempo del que te puedes imaginar para dar forma a una intervención que, en el mejor de los casos, no debía llegar al medio minuto. Tanto escribí, taché y reescribí que fue inevitable engancharme a uno de los mejores recuerdos que la Ciudad de los Faycanes me ha dado: mis horas en Canal Telde, en el programa Ínsula Barataria, junto con mi hermano Juan Miguel Ramírez Benítez. La exigencia operativa de “la grabación de una promo de dos minutos debe ocupar dos minutos” se hacía trizas con nosotros. Para grabar dos minutos necesitábamos dos horas. Nos reconfortaba justificarlo apelando a los celestiales coros de Bohemian Rhapsody de Queen.

En dar con aquello que resumía cuanto significaban para mí las Fiestas de San Gregorio me costó, y no poco. Todo eran interferencias en forma de imágenes que me conducían, como los fantasmas de la Navidad del Pasado de Ebenezer Scrooge, por secuencias vitales buenas, malas, felices, tristes, desconcertantes, impactantes… Tropezaba en alguna, le daba forma y otra, sin respeto ni orden, pujaba por hacerse paso y arrinconar a la primera; una tercera pateaba a la segunda; una cuarta, a la tercera; y la inicial, gracias a algún cabo suelto que había logrado sujetar, volvía un instante a coger protagonismo para desaparecer entre la cantidad desorbitada de momentos que iban saltando y asaltando mi conciencia como si fuera una fortaleza que los enemigos desean tomar. ¡Cuánto almacenado! ¡Cuánto se perderá al final de todo… “como lágrimas en la lluvia”!

Por inercia, por instinto, por ambos impulsos a la vez o, en el fondo, por ninguno en realidad, cabalgué por mis días escolares en el entonces denominado Colegio Público León y Castillo, donde cursé la EGB entre 1979 y 1987; y en el instituto José Arencibia Gil, donde hice el BUP hasta 1990 y, al año siguiente, el COU. Fue situarme en las aulas y los pasillos, y revivir los diferentes ambientes de doce años estudiantiles plagados, por una parte, de instantes tan variopintos como imborrables y, por la otra, sobre todo, de los rostros de cuantos me acompañaron en aquel tramo existencial: alumnado, profesorado y lo que hoy se identifica como Personal de Administración y Servicios. Si no a todos, creo que a un considerable número puedo señalar, identificar y decir: “sí, tú; tú navegaste conmigo en esta travesía. ¿Sabes que a pesar del tiempo transcurrido no me he olvidado de ti?”. Son tantos los nombres y apellidos que me vienen a la cabeza que podría cubrir con todos ellos las palabras y los espacios en blanco de dos o tres artículos como este que me reúne contigo. Pero no lo haré. No es correcto que lo haga. No, al menos, aquí y ahora, y así, sin más. Temo ofenderles con la mención o incomodarles. Al fin y al cabo, no soy quién para tomarme la licencia de forzarles a que regresen a una etapa que pudo no serles grata.

Confieso que dudé de este paso, de ese entrar en mis años escolares para encontrar el sentido último que tienen estas fechas; pero como casi toda mi vida teldense se ha desarrollado bajo la condición de estudiante, pensé que… Sí, dudé y me llegué a preguntar si años enteros de escolaridad contenían la esencia de unas celebraciones locales. En su momento, cuando participaba en el día a día académico, no era así: las fiestas eran las fiestas y las clases, las clases. Mas ha tenido que pasar mucho tiempo, muchísimo, para empezar a ver en el interior de una bola de cristal, donde ya no se lee “Rosebud”, sino “San Gregorio”, que todo está unido al recuerdo lejano de una existencia que se articulaba durante doce meses en muchos quehaceres que tenían su epicentro en una convocatoria que realizábamos a mediados de noviembre y que nos permitía, por un lado, tomar conciencia de dónde estábamos y, por el otro, congratularnos de estar juntos en este punto tan singular del universo.

Es curioso comprobar cómo, en el proceso de selección de contenidos de la mente, hay archivadores que pasan de ser secundarios a primarios en un santiamén; y, cuando menos te lo esperas, de primarios a esenciales

Trascendí la escolaridad y, en la búsqueda de esa síntesis que reflejara el alcance de estas fiestas, decidí adentrarme en calles del barrio y en las rutas de ida y venida a casa acompañado por cientos de vidas, miles, que, como la mía, respiraban un presente que nos volvía cómplices. En los surcos del corazón y la memoria, las calles se humanizan y se llenan de sensaciones que van desde lo poético a lo mundano, de lo irrelevante a lo excepcional… Cierro los ojos y la avalancha de los pasos reclama su lugar en la evocación de las fechas. En cada instante, un ir para algo y muchos “algos” que se asientan y que parecen volver de la oscuridad donde han estado yaciendo y donde estarán hasta que la nube negra los haga desaparecer.

Aunque las calles recorridas para ver a alguien, para estar con alguien, para contar algo a alguien, para hacer algo con alguien han quedado muy atrás, muy lejanas, si las nombro consigo que muestren esas huellas sepultadas bajo un aura confusa, pues ya no sé distinguir donde está la verdad y dónde la literatura, dónde el camino recorrido y dónde el recreado, como le decía a Luis López Sosa y sus lectores en el primer tomo de Toponimias y antroponimias de Telde. Las vías recorridas se adhieren de alguna manera al camino de la vida cuando, sin pretenderlo, dejamos en ellas las pisadas de todo lo que formaba parte de una cotidianeidad compuesta en ocasiones por muchas primeras veces. Solo hay que invocarlas para que el pasado despierte. La palabra hace revivir lo que en el silencio solo duerme antes de morir en el océano infinito del olvido. El sustantivo hace la sustancia.

Esos abundantes días de travesías también forman parte de mi visión de las Fiestas de San Gregorio: las calles Pablo Neruda, Secretario Guedes Alemán, Andrés Manjón, Los Picachos…; y Ocho de Marzo, Alférez Quintana Suárez, Matías Zurita…; y la Plaza de Doña Rafaela, Navarra, El Salvador, María Auxiliadora, Ruiz…; y Betancor Fabelo, Juan Diego de la Fuente…; Rivero Bethencourt, María Encarnación Navarro…; y la Plaza de San Gregorio, por supuesto; y Cervantes, Poeta Fernando González, y la Avenida de la Constitución… Ahí, ahí están mis huellas. Continúan ahí. Las veo en cada remembranza, entre pasos que siguen a pasos que recorren caminos que surgen de caminos. Así se ha configurado la ciudad que me vio nacer, la que me crio, la primera de todas y la que no dejará de estar cuando emprendamos el viaje definitivo.

Un estudiante que pasea por su ciudad. Esa es la imagen que se deposita. Luego, los verbos mutan (vivir, sentir, creer, aprehender, asimilar, amar…) para que la combinación de los sustantivos recoja todo el sentido de esta búsqueda del significado que tienen para mí las celebraciones de San Gregorio. Escribí más, taché más y reescribí mucho más. Al cabo de este hermoso recorrido por el pasado y tortuosa travesía por la transcripción de pensamientos, me percaté de que la clave de todo está en el sentimiento de pertenencia a una comunidad con una historia, una idiosincrasia, unos valores compartidos en los que todos nos reconocíamos y, sin duda, nos seguimos reconociendo. El estudiante acudía a ellas diciéndose interiormente: “Yo soy uno más de ustedes”. Esta sensación todavía perdura en mi ánimo cuando las evoco, quizás porque no he dejado de ser de algún modo aquel estudiante; y quizás también porque la ciudad tampoco ha dejado de ser en el fondo la que siempre ha sido.

24 de octubre. Sábado.

24 de octubre, sábado, 16.00 horas. Llego a Telde. Recorro la calle Fernando González y, situado en el cruce con la Avenida de la Constitución, camino hacia la iglesia. Hace mucho tiempo que no vengo por aquí. A mi derecha, la calle Barbería; a mi izquierda, dos locales que me resultan familiares: la Librería Cruz y Foto-Estudio París. Más adelante, la farmacia que hace esquina con Diego Ramos Galván. Avanzo y a mi derecha está Cruz de Ayala. Me detengo. Miro a mi alrededor. Me siento un Marty McFly reconociendo su Hill Valley en 1955, solo que él no sabe que ya estuvo ahí y yo, sin embargo, soy consciente de que no he dejado de estar. Veo el contorno de mis huellas en todos los sentidos. Idas y venidas.

He quedado a las 17.00 horas con Marta Hernández en la Plaza de San Gregorio. Veo el pequeño espacio delante del templo. La frondosidad de los árboles oscurece el recinto. La iglesia está abierta. Hay comuniones. Pienso en San Gregorio, en las fiestas, en ese mensaje testimonial que deseo transmitir y el verbo se vuelve inevitable: “comulgar”. “Comulgo con este pueblo. Nos unen una historia, una idiosincrasia y unos valores en los que todos nos reconocemos”, me digo. Las celebraciones por el santo son el punto de encuentro para reafirmar nuestra pertenencia.

Aprovecho para echarme un café. Subo por Rivero Bethencourt. Tengo tiempo. Entro en una cafetería. Allí, dándome la espalda, alguien conocido. Mi memoria, estimulada por los ejercicios de los últimos días, avanza una identificación. Cuando se da la vuelta y nuestros ojos se cruzan, ninguna mascarilla impide el que nos reconozcamos, aunque hayan pasado bastantes años desde la última vez que nos vimos. ¿Diez? ¿Quince? Estuvimos juntos en el instituto. Compartimos clase en el curso 1987/1988… Ahí, en ese punto del tiempo y el espacio, lo conocí. Hace más de tres décadas que sabemos el uno del otro y viceversa. “Sí, tú; tú navegaste conmigo en esta travesía. ¿Sabes que a pesar de los años no me he olvidado de ti?”. Me sé su nombre (V) y sus apellidos (CB). ¿Digo quién eres? Quizás no quieras, quizás te disguste si lo hago… Hablamos un rato. No ha pasado el tiempo, solo muchos años, muchísimos. Surge la música. Yo era el “heavy”. Uno de los que había por el instituto. En la claridad, todo se vuelve complicidad. La conversación es breve. Me ha impactado. Agradezco el haberme encontrado con él, hoy, aquí, con un mensaje que transmitir. El azar, dueño absoluto de todo, ha permitido que VCB se haya convertido en un enviado para dar por bueno aquello que justifica mi venida. Existes. Si nos volvemos a ver, V, te preguntaré si puedo escribir tu nombre completo…

Puntual a la cita

Puntual llegó Marta Hernández a la Plaza de San Gregorio. Juntos fuimos hasta la sede de la Asociación de Vecinos El Roque Azucarero, situada en la calle Roque, donde también se encuentra mi entrañable y muy querido Círculo Cultural de Telde. Este camino también está dentro del enorme significado que tienen las Fiestas de San Gregorio. Mis andanzas exceden los márgenes de unas fechas acotadas. No puedo simplificar el alcance de una celebración cuando la magnitud de las percepciones hace días que se ha desbordado.

Al llegar al edificio, inmejorables anfitriones me reciben: Servando González Robaina (el Concejal de Festejos) y Saro Sosa Pulido (la presidenta de la citada asociación). Les agradezco el que me reciban en un lugar tan emblemático. Sin duda alguna, Saro y su equipo han logrado crear un espacio donde sus paredes reflejan ese sentido de comunidad con el que concibo la razón de ser de estas fiestas y, por extensión, del pueblo que las celebra. Necesito que sus nombres y el de Marta Hernández queden recogidos en esta crónica emocional con letras bien destacadas, pues ha de quedar para la posteridad mi enorme gratitud por la experiencia que está representando para mí la ya mentada feliz iniciativa.

Al poco, se une a nosotros alguien que, por la razón que sea, nunca he tenido la oportunidad de dar las gracias y eso que siempre se las merece tanto por lo que ha sido para mí como por lo que ahora, en ese momento, representa. Ha sido una grata sorpresa verme con ella. Siento que, como ya ocurriera con mi antiguo compañero de aula, su presencia y encuentro en ese instante no deja de ser una señal más del azar en su incierto propósito por asentar en mi conciencia el sentido de mi sempiterno viaje a este perenne San Gregorio. Mi encuentro con Saro Martín, la profesora de Física y Química que tuve en 2º de BUP, es otro hermoso regalo del día. Con ella vuelvo a ser en ese momento el estudiante que pasea por su ciudad y que halla, en el día a día de su condición, los pilares de una identidad donde verse reflejado y reconocido. Saro Martín se ha convertido en el símbolo reconfortante de unos años en el instituto José Arencibia Gil que llegaron para quedarse y que sujetaré con toda la firmeza y el afecto de mi cordura hasta que la nube negra debilite mis dedos y, como sopladeras al vaivén del aire, vuelen para desaparecer. ¡Cuánto almacenado! ¡Cuánto se perderá al final de todo… “como lágrimas en la lluvia”!

Más de treinta segundos

No fueron treinta segundos, como yo había creído, sino muchos más. Y aunque no las calificaría como breves y claras, mis palabras hicieron lo posible por ser tan profundas como veraces. Lo que se había concebido como una intervención puntual acabó siendo una puesta a punto por tanto de lo que he venido compartiendo contigo en este humilde escrito.

En medio de la conversación, entre instantes que reclaman su momento de gloria, cinco imágenes irrumpen y dominan mi conciencia comunicativa. Es curioso comprobar cómo, en el proceso de selección de contenidos de la mente, hay archivadores que pasan de ser secundarios a primarios en un santiamén; y, cuando menos te lo esperas, de primarios a esenciales. El porqué de que estos cinco momentos no surgieran antes, en el fragor de las interferencias ya mencionadas, es algo que no sé explicar. O sí… Sé que mientras hablaba con mi interlocutor fueron separándose las aguas de los instantes y dejando que fluyera al exterior aquello que siempre, de una manera muy íntima, había asociado a las Fiestas de San Gregorio. Las cuatro primeras imágenes hablan del pasado; la quinta, del presente y, de alguna manera, del futuro.

En la primera imagen, veo despejado el espacio que actualmente ocupan el IES Juan Pulido Castro y los abandonados multicines y el Palacio de la Cultura y las Artes. Hay cientos, miles de personas a mi alrededor mirando a un escenario. Todos estamos apretados; las calles aledañas, atascadas. Toda incomodidad nos envuelve, pero nadie se queja; al contrario… Allí, a lo lejos, el mito: José Vélez. Sonrío con el recuerdo.

La segunda imagen me sitúa en una parada de taxis que había en la calle Fernando González. Deben ser las dos o las tres de la mañana. Hay mucha gente y muy pocos vehículos disponibles. No estoy solo. Subimos. Una hora más tarde, llego mi casa, que está a diez minutos caminando de la parada. Vuelvo a sonreír con el recuerdo, que me ha quedado un tanto enigmático. Descártese el uso de cualquier DeLorean. ¿Algún día contaré por qué desde el abismo de mi memoria ha surgido este recuerdo? No lo sé. No creo. No es correcto. No soy quien…

En la tercera imagen, me encuentro en los cochitos. Ninguna atracción me gusta. Hoy en día sigo pensando igual: todas me aburren y me causa una apatía monstruosa quedarme viendo cómo los demás gritan, patalean, golpean, hacen muecas de un sufrimiento indecible y maldicen en las más variopintas lenguas el momento en el que decidieron montarse. Pero estoy en los cochitos y me siento a gusto. De todo lo que el recinto puede ofrecer, todas mis atenciones están en las casetas de las tómbolas. Disfruto oyendo cómo logran engatusar a los presentes para que compren números y se lleven el premio: “ay, ay, ay, con la mountain bike”, “secretario, un boleto aquí…”. Veo los enormes altavoces, siento el micrófono al máximo volumen y percibo la dicción de los hablantes, quienes durante horas consiguen su propósito de entretenernos y de hacer que compremos algún tique. Me parece increíble esa capacidad oratoria. A los pocos que recuerdo, les declaro mi particular admiración y gratitud, lo pasé muy bien escuchándolos y aprendiendo el arte de la palabra persuasiva.

La cuarta y última imagen del pasado me ubica en el concierto que dio Carlos Cano un domingo lluvioso de no sé qué año. El escenario está donde ahora vemos la fuente y la escultura del limpiabotas. No he visto comenzar el espectáculo porque estaba en los cochitos. Atravieso la calle Cervantes rumbo a la plaza. Ya debe ir por la segunda o tercera canción. No lo recuerdo. Estoy ahora delante de la Caja Rural. Juraría que en un determinado momento el concierto se suspendió por la lluvia. Es más, diría que hasta en dos ocasiones. Aquí hay demasiadas neblinas y no soy capaz de dar por certero nada. Entre tantos bandazos de la memoria, un golpe de lleno: en un determinado momento (¿quizás bajo los acordes de María la Portuguesa?), Carlos Cano me arranca de aquel lugar y me deposita en otro tan mágico y hermoso como lo eran los acordes de la música y su aterciopelada voz. Me embelesó. Me absorbió. Me enajenó. Y aún lo hace. Contemplo maravillado a quien había nacido en Nueva York, provincia de Granada, y que un domingo lluvioso de no sé qué año estaba cantando para mí, solo para mí, aunque hubiese más gente a mi alrededor.

Con el tiempo, he descubierto que esa noche no fui yo el encantado, sino que muchos que conocí más tarde y con quienes, en principio, no me unía nada también sintieron lo mismo. Aquella noche algo quedó entrelazado entre los que estuvimos en la plaza. Cuando escucho a Carlos Cano pienso en aquel momento y retoza en mi conciencia el instante. En la claridad, todo se vuelve complicidad. It’s a kind of magic, hubiésemos dicho en Ínsula Barataria.

Mi padre

La quinta instantánea es la que siempre permanece cuando las impresiones del pasado se han calmado y se acepta que el tiempo nos ha alejado bastante de ese estudiante que paseaba por la ciudad. En esa imagen del presente y, de algún modo, del futuro, está mi padre. Él murió diez minutos antes de que comenzase el día 17 de noviembre, festividad de San Gregorio, el patrón del barrio donde nació y vivió toda su vida. Inevitablemente, él también forma parte de lo que significa esta celebración, anclada para siempre a lo que soy hasta que llegue a la desembocadura.