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Teldede

De San Gregorio a Leópolis

Dolores Peña cambia su labor en el banco de alimentos de Jinámar para ayudar a los niños y los mutilados en Ucrania | «Es una lección de vida verlos salir adelante»

De San Gregorio a Leópolis

Dolores Peña, vecina de San Gregorio, en Telde, tenía un sueño, una ilusión, una inquietud. Siempre ha querido viajar al extranjero para saldar deudas con su vieja vocación de ayuda a los demás. Así que no se lo pensó cuando estalló la guerra y vio las bombas de Rusia caer sobre Ucrania.

Dolores se puso en contacto con una ONG de Toledo y comenzó a colaborar con ellos, hasta que hace poco más de un mes, logró entrar al país para echar una mano en un centro de niños refugiados y en un hospital de rehabilitación para jóvenes bombardeados.

De San Gregorio a Leópolis

Tras un mes en la ciudad de Leópolis, acaba de llegar a Gran Canaria y ya quiere volver. «Tenemos un proyecto para traer a Toledo a los niños que lo necesiten. En octubre iré para ver las necesidades reales de los menores. Me gustaría llevarles teléfonos y tabletas», explica la voluntaria.

Y es que la teldense no descansa en su empeño. Asegura que la experiencia le cambió la vida y quiere repetir. «Fue todo una lección ver a soldados muy jóvenes cómo aprendían a caminar de nuevo con las dos piernas amputas por las bombas», relata la cooperante.

Esa, quizá, fue la experiencia más impactante, aunque igual de doloroso fue comprobar el odio que los niños ucranianos sienten hacia los rusos, pues son conscientes de lo que pasa y hasta te llaman la atención si alguien habla en esa lengua. Eso, antes, no ocurría en Leópolis, donde ambos idiomas convivían en armonía.

Cariño

Allí, en un centro para niños especiales y de refugiados por la guerra, estuvo casi todo el mes. Lo mismo ayudaba en las labores de la cocina que se ocupaba de los animales. El centro estaba en medio de un lago, rodeado de árboles, con tres caballos para las terapias y dos perros: una cachorra de pastor alemán, al que llamó Lola, en homenaje a su estancia allí, y un podenco inquieto y trasteón. «Era maravilloso verlos jugar con los niños porque estaban todos muy faltos de cariño», añade Dolores Peña.

En total entabló relación con 31 refugiados, con edades comprendidas entre los 8 y los 16 años. La mayoría procedía de Nicokolaiv, en el frente sur del país, uno de las ciudades más castigadas por los rusos, porque conquistarla abre el camino para el asalto a Odesa, donde está el principal puerto del país.

La otra parte del voluntariado la hizo en un hospital para soldados amputados, donde se encontró con jóvenes de 18 años sin piernas o sin brazos que «salían adelante con una sonrisa». Esa «lección de vida» es la mayor experiencia que se trae del viaje, el primero que hace como voluntaria a un país extranjero.

Antes había pasado largas temporadas en países como Brasil o Argentina, estado este último que se recorrió de punta a punta en guagua, pero nunca antes había estado de cooperante en un país extranjero. Sí ha colaborado en el plano local con varias organizaciones que defienden el bienestar animal, así como en los comedores de Cáritas y en el banco de alimentos de Jinámar, al que suele ir con frecuencia a echar una mano a las familias más necesitadas del municipio.

A pesar de no tener experiencia previa de voluntaria en países en guerra, Dolores sostiene que no pasó miedo en exceso. Aclara que Leópolis es una ciudad segura, sin bombardeos directos, aunque sí es frecuente que se activen las alarmas y la gente se esconda en los refugios.

Eso sucede todos los días, pero sin dramas o grandes alarmismos, pues el posible ataque aéreo está asimilado y los ucranianos hacen vida normal ante esa probabilidad, ni siquiera interrumpen la comida en el restaurante o lo que quiera que hagan en ese momento, destaca la teldense. Una entereza y un estoicismo ante la desgracia propio de Epicteto, el filósofo griego que perdió una pierna y no le importó nada porque aún tenía la otra.

Dolores, de 56 años, es auxiliar de farmacia, aunque ya no trabaja en ese oficio. Su tiempo lo distribuye entre el voluntario y el trajín del hogar. Por eso quiere volver en octubre a Leópolis.

No le importan las 12 horas que tardó en cruzar la frontera, ni la impresión que le causaron los primeros «parapetos», esas estructuras a modo de trincheras hechas con sacos de arena que te encuentras en la esquina del supermercado. Cuenta Dolores que es en ese momento, al pasar al lado de esos sacos, cuando «eres consciente de que estas en guerra y sientes el miedo».

Tampoco olvidará nunca su primera noche en la ciudad. Llegó la víspera del día de la independencia, con la amenaza de Putín de intensificar los bombardeos por todo el país. «No cayeron bombas donde estaba, pero las sirenas no pararon de sonar en toda la noche. Fue muy angustioso», rememora la voluntaria, tanto como ver todos los monumentos protegidos por andamios.

La sensación de miedo se disipó rápido, sobre todo al ver la actitud «heroica» de los ucranianos, que no son nada fríos, sino atentos, cariñosos y agradecidos, como la vez que le pagaron la guagua porque no había cambiado los billetes grandes.

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