Perdió la Unión Deportiva Las Palmas ante el Levante UD en el Ciudad de Valencia y la derrota sonó como la palada de tierra que cae sobre el ataúd: el descenso del equipo amarillo a Segunda División es inminente. Y con el desenlace tan cerca no creo que haga falta preguntarse qué ha pasado para llegar hasta este punto sin retorno. Sería repetitivo y monótono. Basta con repasar la sucesión de los hechos durante los últimos 12 meses para hilar el argumento de la historia y dar con el final del cuento. Ahí está la hemeroteca, para certificar que el club es un disparate y, ante eso, sólo hay una salida: el fracaso absoluto.

Entiendo que, ante un escenario así, donde los sentimientos pesan más que el raciocinio, todos quieran saber qué ha sucedido para caer tan bajo, pero lo correcto -para entender el hundimiento- es preguntarse por qué. El análisis tiene más enjundia que el estudio de una serie de partidos de fútbol, trasciende más allá de la pelota y debería remover conciencias entre todos los que se declaran amarillos. Todos. Sin excepción. Nada sucede por casualidad. Ni siquiera que la UD Las Palmas, durante los últimos 30 años, sólo haya competido cinco temporadas en Primera División. Algo falla y eso que chirría no depende sólo de la habilidad de once tipos con un balón de fútbol. No. Me niego a creer eso.

El descenso que, inminente, está por venir tiene un máximo responsable. Con nombre y apellidos: Miguel Ángel Ramírez Alonso. En un club que aceptó el presidencialismo como única forma de ser, todas las decisiones llevan su sello. A partir de ahí, no tiene más excusas. Permitió que Setién se hartara de ser entrenador de la Unión Deportiva, dio prioridad a las ventas de Roque Mesa y Jonathan Viera, tragó con Manolo Márquez, dejó marchar a Kevin Prince Boateng, aceptó la recomendación para contratar a Pako Ayestarán, marcó los límites económicos a la dirección deportiva para fichar futbolistas a coste cero e hipotecó el proyecto, llenó el club de estómagos agradecidos, despreció a los abonados y convirtió a la entidad en su negocio.

Pero si la culpabilidad, en base a todo lo expuesto anteriormente, revolotea sólo alrededor de la figura de Ramírez, la responsabilidad de la estafa sentimental abarca a un espectro más amplio y salpica a todo aquel que afirma ser amarillo. Sin excepción. Es el momento, también, de hacer autocrítica. Y el ejercicio vale para los aficionados y para la prensa, esa extraña pareja que da forma a un ente llamado entorno.

Durante los últimos años, unos tal vez por desconocimiento y otros por omisión, hemos aceptado que la UD Las Palmas se convirtiera en una finca particular. Dimos por bueno que el juez Cobo Plana salvara al club y no sentara a nadie de los que llevaron a la entidad a la ruina -con fichajes pagados dos veces y operaciones en paraísos fiscales- en el banquillo de los acusados, guardamos en un cajón aquella especie de mandamiento para que ninguna persona fuera titular de más del 8% de las acciones de la Sociedad Anónima Deportiva -se calcula que ahora mismo Ramírez controla cerca del 60%-, vendimos como hazañas partidos que si no fueron tongo lo parecieron -frente a Rayo y Nàstic- para evitar el descenso a Segunda B-, nos tragamos proyectos deportivos levantados desde el disparate -mejor no recordamos la lista de futbolistas 'random' que desfilaron por Segunda, ¿no?-, aceptamos que los abonados fueran tratados como simples números, sólo culpamos a unos por el 22J y protegimos a otros, aprobamos sin rechistar que nos vendan como impecable la contabilidad de la entidad, nos creímos -en los momentos delicados- la cantinela de que el club es de todos, admitimos sin contrastar que una ciudad deportiva con tres campos de fútbol cueste 20 millones de euros, miramos por otro lado cuando la institución se llenó de palmeros -en lugar de profesionales- y no le preguntamos a los políticos que han desfilado por las administraciones públicas el por qué de tantos favores a una SAD.

La UD Las Palmas vuelve a Segunda División. Y el descenso no es el problema. Un mal año, cuando tu actividad depende de un juego, es asumible. Lo que es inaguantable es la manera de caer. Y frente esa realidad, por responsabilidad, todos deberíamos hacernos la misma pregunta. ¿Qué he hecho para permitir que esto sucediera?