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Miguel Ángel Valerón: vivir sin rencor

El mayor de los Valerón vio cómo su proyección se cortó por una entrada de Ferrer que quebró su tobillo | «Ni sentí odio ni nada por el estilo, eso solo te contamina», cuenta

Miguel Ángel Valerón. | | ARCHIVO LA PROVINCIA

«Nunca he vivido con rencor. Tuvo su perdón desde el día que pasó. A veces hay circunstancias en la vida que no entendemos, pero como creyente, como cristiano, el perdón siempre es más grande que la venganza y la misericordia más poderosa que el castigo. El rencor te hace menos. Aquella entrada es algo que está más que perdonado. Entró fuerte, me lo dijo en su día, pidió perdón y se acabó. Y aunque lo hubiera hecho con mala intención, que no fue el caso, jamás podría vivir con rencor. El rencor contagia y enferma. ¿De qué vale el odio? El odio solo te contamina».

El camino que eligió Miguel Ángel Valerón fue el de la absolución. «Las cosas ocurren porque tienen que ocurrir y ya está. ¿Quién soy yo para no perdonar? Yo doy gracias a Dios por mi lesión. Fue una enseñanza. Gracias a eso, volví a estudiar, aprendí cosas, me enseñó a caminar, a vivir. El fútbol no es la vida. Todo se acaba, te retiras y hay otra vida que hay que seguir. Con odio y con rencor no consigues nada. Lo importante es ser feliz y lleno de odio no puedes hacerlo», continúa.

La noche del miércoles 26 de marzo de 1997 todo cambió para Miguel Ángel. La UD Las Palmas, clavada en Segunda División, en plena reconstrucción del lustre perdido tras pisar por primera vez la Segunda B, se había colado en las semifinales de la Copa del Rey. Por el camino, ya había triturado al Valencia –en octavos– y al Espanyol –en cuartos–. El reto que tenía por delante se elevaba a la categoría de epopeya: el Barça de Ronaldo, Stoichkov y Guardiola, entre otros.

Cuatro minutos en el césped

La eliminatoria se complicó pronto para la UD. Al borde del descanso, Díaz Vega señaló un penalti más que dudoso sobre Ronaldo que allanó la eliminatoria para el Barça. Al inicio de la segunda mitad, Pizzi dobló la diferencia. Paco Castellano miró entonces al banquillo en busca de soluciones y señaló al mayor de los hermanos Valerón para saltar al campo. Postrado en la banda izquierda, apenas duró cuatro minutos sobre el césped. En su primera intervención, diablura en la banda y pase para el ‘Turu’ Flores. El balón se fue fuera por poco; la segunda fue el principio del final.

Albert Ferrer se lanzó a por Miguel Ángel. Su entrada, pasada de rosca, quebró el tobillo de Valerón. Y de ahí directo a la Clínica Santa Catalina para ser intervenido de urgencia. El parte, 24 años después, es igual de demoleador: rotura de peroné, cápsula articular, ligamento tibio peroneo y ligamento deltoideo. Una fractura abierta. Los cirujanos Juan Suárez y Arnaldo Rodríguez recompusieron aquel pie durante buena parte de la madrugada.

«Me contaron que el quirófano parecía una carnicería. El riesgo de infección era muy alto. Lo hicieron lo mejor que pudieron con los medios que tenían. Incluso el Dr. Pedro Guillén me lo dijo en Madrid cuando me retiró las placas en otra operación. Es un privilegio que pueda hacer lo que hago hoy, que tenga la movilidad que mantengo. Ahora vivo como si estuviera en activo, con un fortalecimiento de la musculatura de toda esa zona para tener una vida funcional. El cambio se produce a través del movimiento y el movimiento cura, como decía Pilates», cuenta.

La soledad

El tiempo estimado de baja era de seis meses como mínimo. Era el plazo más optimista. La realidad fue otra, con un camino muy duro por delante. Del grupo a la soledad; de los partidos a la rehabilitación y el gimnasio; de los viajes y concentraciones a casa. «Al principio eres la novedad, pero después pasan los días y los meses. Ya no estás y tienes que ser fuerte, buscar la manera de recuperarte. El fútbol no estaba tan profesionalizado como hoy. Ahora los equipos tienen readaptadores que viven contigo ese proceso, están todos los días contigo. No estás solo y es un apoyo psicológico enorme. Complementa el trabajo del fisioterapeuta. El preparador físico entonces no podía estar a dos cosas: al lesionado y al grupo, que pedía rendimiento inmediato. Esto, unido a otros avances, da una recuperación completa. Antes un cruzado o una lesión como la mía te retiraba», explica.

La vuelta se alargaba y Miguel Ángel Valerón entró en un bucle. «Tenía un vacío», narra. «La lesión había sido muy grande y no avanzaba. Te metes en un túnel de pesimismo, no entendía nada, cojeabas... Escuchas comentarios que decían que nunca volverías a jugar. Te lo cuestionas todo. Te merma muy fuerte a nivel psicológico. Fue un abandono. No le dedicaba al trabajo específico tanto como se necesitaba, simplemente porque nadie me lo dijo ni tampoco se sabía. Hoy ya esto se trabaja, se adapta... Todo esto ahora lo hago yo en mi centro», explica Miguel Ángel con un tono pedagógico que engancha.

Miguel Ángel nunca vistió más de amarillo en un partido oficial. «Más o menos me había recuperado. Había jugado algunos partidos contra equipos extranjeros, venía con ilusión, con buenas sensaciones. El club hizo todo lo posible para que me quedara, pero mi hermano ya estaba en Mallorca... Me fui porque mi familia estaba allí y me hacia ilusión probar. Ahora lo miro, le doy vueltas e igual no fue la decisión correcta y debí renovar y quedarme aquí, pero ¿de qué vale eso?», explica antes de abrirse. «La UD me dio más de lo que merecía, no tengo nada que reprocharle a Germán Suárez por lo que pasó en su día», apunta. Era marzo de 1998.

Los primeros cinco meses los pasó entrenando con Héctor Cúper en el primer equipo hasta junio. La pretemporada, lo mismo. «Estaba superfeliz, supercontento. Después, con la venta de mi hermano Juan Carlos al Atlético o la de Iván Campo al Madrid, la plantilla se tenía que reforzar. Trajeron a varios jugadores a última hora, entre ellos a Ibagaza. Hablaron conmigo y me bajaron al filial, que estaba en Segunda. Fue doloroso porque tenía 25 años y ya no podía bajar y subir del filial», rememora. «Psicológicamente fue difícil, me mermó». El filial bermellón descendió cuando tenía todo de cara. Jugó 28 partidos.

Con su familia en Madrid, Miguel Ángel optó por la cercanía con los suyos y una recuperación plena. Pero no le salió nada. El Conquense en febrero fue a por él. Era un reinicio en Segunda B: 15 partidos. Probó en el filial del Deportivo de La Coruña, donde ya Juan Carlos deslumbraba. Volvió a la Isla y ya jugaba por placer. Del Abrisajac al Castillo y punto final. «Se fue apagando la luz, no tenía la cabeza para estar exigido y me centré en los estudios». [Miguel Ángel es diplomado en Magisterio y licenciado en Ciencias de la Actividad Física y del Deporte por la ULPGC].

Guardó el balón y tras él la estela de lo que pudo ser si aquel día nada hubiera pasado. «Era un jugador normalito. Tenía uno contra uno, cierta habilidad, pero ya está. Sin la lesión tampoco hubiera sido una gran figura... Cuando me dicen que iba a ser como mi hermano... Lo que hacía Juan Carlos es y será único».

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