La vida periodística y la vida

La lluvia amarilla

Las Palmas tiene equipo de Primera, las Islas son de Primera. Que esa sea una alegría común es algo que ahora el Archipiélago tiene que gritar como un himno

Estadio de Gran Canaria.

Estadio de Gran Canaria. / LP/DLP

Juan Cruz

Juan Cruz

El estadio de la UD parecía ayer noche el escenario de una batalla de flores amarillas. El equipo salió como un gemelo infinito, asociado con ese cuadro de colores, una lluvia amarilla, que son ejemplo de la unanimidad de una afición vestida para ser feliz el último sábado de una Liga que en algún momento pareció un caramelo y que, mediado el campeonato, empezó a sentir el sabor agridulce, amarillo chillón, del miedo.

En la cancha, bajo ese espejo de amarillos nítidos, límpidos, casi perfectos, el equipo de la Unión Deportiva Las Palmas parecía lo que probablemente iba a ser muy pronto, un equipo de primera, mientras que el Alavés, preparado, como debe ser, para incordiar, estaba disponible para hacer imposible la gesta. Confieso que lo pasé mal en todas las jugadas del primer tiempo (y del segundo), porque no estaba claro que el equipo de colores tan unánimes fuera a verificar su superioridad durante tanto rato. El miedo es parte del juego que se vive en la grada, también en la grada de los televisores, así que todo el tiempo me sentí allí dentro, como si cualquier peligro pudiera ser obturado desde el salón de casa.

La igualdad entre los equipos, los blanquiazules a un lado, en minoría, y esa unanimidad amarilla que esperaba, a cada lance, vencer como fuera para irse a Primera, deparó desde el principio la sombra de la duda: es mejor la UD, pero los otros vienen como diablos duplicados a hacerse fuertes en el contraataque. Hasta que atacaron también y el equipo local empezó a sentir que los dientes se movían como tambores asustados.

El sonido de la incertidumbre, ese eco que se queda como atado al principio de la garganta, se sintió hasta más acá del televisor, pero Viera estaba siempre disponible, en el caso de las jugadas de la UD, para que cambiara de bando el estupor. Algunos ¡ay!, pocos, sonaron en cada graderío, pero el color amarillo acabó la primera parte sin desviarse un ápice del sector de la esperanza. Hasta el graderío, disponible para la alegría, pintó su cara de amarillo, pues los de Vitoria traían en los dientes una incertidumbre que también tenía el color del miedo, el amarillo.

El color de la segunda parte tuvo todos los matices del miedo. El Alavés, disfrazado de local, hizo tiritar al graderío, y a los que estábamos en casa, y eso se notó sobre todo en la diversidad de gestos de los uniformados de amarillo. Se descubrieron las grietas entre los aficionados, y el nervio común parecía el principio de un naufragio, como si el barco se estuviera escorando a favor del visitante. La verdad es que la pasión porque ganaran los tuyos atendía a esas jugadas como si fueran de otro mundo, pero Villalibre apretaba y la UD dejaba hacer cuando más terrible parecía ser la presión blanquiazul.

Cada uno de los futbolistas, de un lado y de otro, vigilaban las espaldas de la suerte, y hasta el último suspiro nadie podía dar por vencida la balanza. Ir cero a cero tanto tiempo se refleja en los córners, que se convierten en ays de susto, hasta que se hacen rutina y el graderío los acoge como si fueran el momento más peligroso de una ejecución pospuesta.

En algún momento del juego parecía que el cuento no se iba a acabar con final feliz; imagino a los que estaban en la unánime grada amarilla, aspirando el humo de una derrota que podría ser la consecuencia, otra vez, de la desgracia, pero algo milagroso debió partir de la playa, o del cielo, porque cada vez que el Alavés rompía la defensa de la UD Las Palmas algo sucedía para que alguno de estos voluntariosos que vienen de Vitoria perdieran la noción de la portería. No fueron mejores en ese ejercicio de tirar los de casa, porque frente a las hazañas sin rumbo de los alaveses los discípulos de Jonathan Viera apenas llegaron con suerte posible una o dos veces.

Fue una segunda parte de agonía, pero no de la agonía a la que se refería Unamuno, la agonía como lucha; fue la agonía de la impotencia. Calidad e impotencia mostró el equipo local, el nuestro; las camisetas amarillas empezaron a sudar tinta, o zozobra, y sólo el último suspiro, es decir, el último suspiro arbitral, dejó quietas las quijadas del miedo.

El alivio es una victoria a empate: a la UD Las Palmas le bastaba con este resultado. Durante la campaña este era el resultado soñado, como mal menor, pero a nadie le amarga este dulce que lleva al equipo de Gran Canaria, de las Islas Canarias, poco antes del día del archipiélago, al borde de la gloria: regresar a la Primera División.

Las Palmas tiene equipo de primera, las islas todas son de Primera División. Que esa sea una alegría común es algo que ahora el Archipiélago tiene que gritar como un himno, una alegría que tiene nombres propios, desde Valles a Sandro, y que tiene también todos los nombres propios de los que anoche se vistieron de amarillo para hacer un coro común, el del ascenso. Había algo de música en el partido: la música del silencio cuando peligraban los locales. El grito final, el de la victoria, es una sinfonía que esta vez podía competir con las que se escuchan en el Alfredo Kraus, aunque el suceso, es decir la victoria, es una folía común, como aquellas que se cantaban en el Cuasquias.

La alegría se vistió de amarillo. La UD Las Palmas es equipo de primera. Que quienes no llegaron a verlo sientan donde estén que el mérito es también suyo, por esperar y por quererlo.

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