De todos es conocido que los mamíferos de menor tamaño presentan una mayor frecuencia cardiaca y una menor esperanza de vida. Por ejemplo el ratón con 500 - 600 pulsaciones por minutos tienen una supervivencia de uno a dos años. En cambio el elefante o la ballena, con sus 20 - 30 latidos por minuto viven más de 60 años. En el caso de los humanos, nuestra frecuencia cardiaca es mayor durante la infancia, va disminuyendo en la adolescencia y se estabiliza a partir de los 20 años en una media de 70 latidos por minuto. Vivimos en la actualidad más de 70 - 80 años.

Estudios

Numerosos estudios médicos han demostrado una correlación inversa entre la frecuencia cardiaca y la esperanza de vida. En dos estudios realizados por el doctor Jouven en 2001 y 2005, inicialmente demostró que una frecuencia cardiaca elevada en reposo era un factor de riesgo independiente para tener una muerte súbita. En el estudio posterior, añadió al anterior parámetro la escasa elevación de frecuencia cardiaca con el ejercicio y la lenta recuperación de la misma al terminar éste, como otros factores de riesgo añadidos.

En el estudio noruego HUNT, de 2009, también se evidenció una correlación entre una frecuencia cardiaca alta, en reposo y el riesgo por muerte por infarto de miocardio. Se estimó que por cada 10 latidos por minuto de aumento, el riesgo de muerte era un 18% superior en las mujeres y un 10% superior en los varones.

El estudio SHIFT, el más grande realizado de mortalidad en pacientes con insuficiencia cardiaca y precientemente resentado en el congreso europeo de cardiología, demuestra una reducción de la mortalidad de estos pacientes al ser tratados con un fármaco (ivabradina) que reduce la frecuencia cardiaca.

Hasta ahora sólo se recomienda la disminución de la frecuencia cardiaca como medida preventiva en pacientes que padecen alguna enfermedad cardiaca, demostrando ser una estrategia terapéutica muy eficaz en pacientes que han padecido un infarto de miocardio, una alteración del ritmo del corazón con el resultado de una frecuencia cardiaca elevada o en pacientes con insuficiencia cardiaca.

¿No es quizá hora de disponer de un estudio que nos aclare definitivamente si el tratar con fármacos que reducen la frecuencia cardiaca a pacientes que las presentan elevadas en reposo, pero por lo demás aparentemente sanos, va a mejorar su esperanza de vida?

Hoy por hoy, a este tipo de pacientes se les recomiendan medidas no farmacológicas para tratar de conseguirlo, como es la realización de ejercicio físico de forma regular, que tiene una función bien conocida de disminuir la frecuencia cardiaca. Se ha comprobado, en sujetos no entrenados, que cada 2 semanas de entrenamiento podrían disminuir un latido por minuto su frecuencia cardiaca.

Pero hoy por hoy, persiste el probablemente razonable prejuicio de no tratar farmacológicamente a pacientes aparentemente sanos, a no ser que los beneficios del tratamiento sean muy evidentes y ampliamente estudiados, como en el caso de la hipertensión, diabetes o hipercolesterolemia. Aunque, por otra parte, quizá sea hora de añadir la frecuencia cardiaca elevada como otro factor de riesgo de igual consideración que los anteriormente mencionados y tributario, por tanto, de ser tratado de cualquier forma necesaria para conseguir unos objetivos concretos.