Como si de una coreografía se tratase, los tres carteristas, dos hombres y una mujer de nacionalidad cubana, entran en un bar del centro de Madrid y se sitúan en la mesa contigua a la de su víctima, una joven que está tomando un café sola, de espaldas a ellos, con su mochila en el suelo y concentrada en la pantalla de su teléfono móvil.