La firme decisión parlamentaria de convertir el gofio en un alimento básico, digno de una mesa con garantías vitamínicas, es un primer paso para adquirir conciencia sobre la gran mutación que se desarrolla entre la población grancanaria: punto arriba punto abajo, somos líderes en España en obesidad, destacamos en obesidad mórbida y tenemos unas cifras más que preocupantes en lo que se refiere al asentamiento del mal entre niños. Me parecería de un vivir en otro país que la medida acordada por unanimidad sea sólo cuestión de levantar la industria del molino, muy en horas bajas, y no un asunto de salud y de rentabilidad presupuestaria. La obesidad, más los trastornos orgánicos que acarrea, amenaza con hacer del sistema público sanitario de Canarias un saco sin fondo, exhausto al tener que afrontar sin fin las patologías debidas al mal comer. Pero no es un expediente cuya resolución corresponda sólo a los gestores sanitarios, hay pendiente una reflexión antropológica sobre cuáles han sido las causas que hacen que los grancanarios sean de los que peor se alimentan del territorio español. No en el sentido de pasar hambre, sino en el de llenar el carro de la compra de toda la gama de repostería y grasas, con manifiesta ausencia de verduras y otros alimentos no dañinos.

La obesidad que rompe arterias no provoca sonrojo. Usted va por la calle o va a darse un baño a la playa, y no deja de asombrarse frente a casos singulares que no esconden su físico desbordado. Su primer pensamiento es que la autoestima del afectado camina hacia el lugar correcto y que no sufre, aparentemente, de ningún tipo de aislamiento por su condición de obeso. Pero a continuación se dice: dicha felicidad no le deja otro destino que ser un enfermo crónico, que no realiza ningún esfuerzo extra para salir de unos hábitos alimenticios que perturban su salud, y que le llevan a un peregrinaje alocado por consultas con regímenes estrambóticos que, en modo alguno, son la panacea para reconducir su mal. La cronificación de la obesidad, seguidamente, se establece en la unidad familiar, no sólo por unos hábitos de alimentación comunes, sino también por la aceptación, a veces resignación personal, de que se puede vivir con muchos kilos de más. Una conclusión que encierra, por supuesto, la idea de que no hay rechazo estético y de que siempre va estar un médico de la sanidad pública preparado para atender las consecuencias. A veces hay realidades que le llevan a saber que es diferente: por ejemplo, tener que pagar dos sillones en un avión comercial para poder encajar su exceso de kilos corporal. Para los especialistas en nutrición, para los investigadores de una afamada cátedra, la gran mutación es un gran puzle: exceso de sedentarismo ante el televisor y el ordenador; cercanía de los domicilios a los centros comerciales que expanden la comida rápida; aculturización gastronómica; exceso de trabajo, y como consecuencia de ello, falta de tiempo para organizar la dieta doméstica; mayor tolerancia social de la obesidad...

Llegar a la gran mutación no debe acomplejarnos, pues Estados Unidos, la gran potencia, tiene en la obesidad uno de los grandes pilares de su contradicción social. Otra cosa es quedarnos de brazos cruzados, y contemplar cómo los porcentajes, los índices, los estudios, los informes y las tesis doctorales nos devoran con conclusiones científicas a las que ningún departamento público hace caso. Estrenarse con el gofio demuestra dos cuestiones: que los representantes de la autonomía empiezan a pensar en clave de problema y, segundo, que el alimento más antiguo de los isleños viene a ser un corcho en un mar oscuro a la hora de afrontar la situación. Hace unos días, un programa de televisión sacaba a la luz las consecuencias de la mala alimentación y del desorden alimenticio en un barrio como el de Jinámar, al parecer con la mayor tasa de obesidad de España. Lejos de ponerse a la defensiva y de sacar enseguida la antorcha de la campaña difamatoria deberíamos, de entrada, reflexionar sobre la vinculación en Gran Canaria de la obesidad con dramas derivados, principalmente, del paro y sus desajustes económicos, y a continuación con todo el catálogo de marginalidades que derivan del tronco de la crisis económica. Un especialista me decía hace poco: antes, una persona gruesa, con kilos de más, era asimilada socialmente, de manera equivocada e ignorante, bajo el epígrafe de sana. Bien, pues ahora, comentaba, la idea debe ir a la inversa: un individuo desbordado debe ser catalogado como enfermo, debe adquirir conciencia de que sus constantes vitales están en zona de alerta, y además es necesario que reciba el consejo de su entorno más cercano de cara a una solución. Llegar a ello, concluía el especialista, es muy difícil.