Ala una y cuarto de la madrugada del domingo, sonó en el Palau de les Arts un considerable abucheo. Fue el momento en que Padrissa y su equipo de La Fura dels Baus salían a escena al final de una función que había comenzado a las ocho de la tarde del sábado. Las representaciones wagnerianas del pasado junio habían tensionado al público hasta hacerle estallar en ovaciones apoteósicas después de cinco y más horas. Pero Berlioz no es Wagner ni Los troyanos admite parangón con los dramas de la Tetralogía. A juicio del maestro Gergiev, esta epopeya francesa, inspirada en La Eneida de Virgilio, es la réplica mediterránea al ciclo wagneriano. La Europa meridional sale perdiendo en la comparación, pero tampoco ha habido nada parangonable en el área germánica, ni siquiera el desmesurado ciclo Luz de Stockhausen.

No son raros los abucheos a los artistas de La Fura, pero resultó el del Palau valenciano, cuyo público los adora después de su trabajo con Wagner. Radical injusticia, desde luego, porque si hay en el presente una opción idónea de ver la versión completa de Los troyanos (lo que no consiguió ni su autor) es con una interpretación musical tan apabullante como la que comentamos y una visualización escénica tan llena de invención actual. De entrada, ya es una genialidad asociar el fatum destructivo del poema de Virgilio con los virus informáticos, genéricamente conocidos por "troyanos" en alusión al "caballo de Troya", que entran en los sistemas operativos de la "sociedad del conocimiento" y los destruyen. La en buena parte acartonada "grand opera" romántica de Berlioz ha funcionado como referencia de uno de los problemas pendientes en el siglo XXI. Las alarmas informáticas que aparecen en la escenificación, y los parpadeantes avisos de "fallo del sistema", signan el paralelo de dos civilizaciones separadas por miles de años. "El virus troyano está dentro de nosotros mismos -dice Padrissa- y su efecto puede tener terribles consecuencias".

RECURSOS. Los imaginativos recursos cibernéticos, las transparencias de varios planos de proyección, la incitadora belleza de los hologramas, las arquitecturas y artefactos legendarios aquí formados por docenas de ordenadores (el caballo, por ejemplo, o la consola múltiple que transforma el carnal suicidio de Dido en mensaje abstracto e infinitamente multiplicado), las naves espaciales, el canto en el vacío ingrávido del "paseo" del cosmonauta fuera de la cápsula, "informatizan" delirantemente las dos partes de la epopeya: La toma de Troya y Los troyanos en Cartago. Momentos de genialidad plástica como la muerte de Laocoonte y sus hijos, o el suicidio de la visionaria Casandra y su hermana, marcan, entre otros, los puntos culminantes de una producción sensacional en la que brilla incluso más que nunca el talento de Padrissa y su videocrador Franc Aleu, el escenógrafo Roland Olbeter, el figurinista multimedia Chu Uroz y el iluminador Peter van Praet.

Un sonoro bravo a los cinco, sumado a los muchos que trataron de callar los abucheos. Si su visión de Troya es memorable no le va a la zaga la de Cartago, promisoria tierra de exilio para los derrotados (hasta que su destino les lleva a Marte, no a Italia), en la que el gran dúo de Dido y Eneas tiene por marco un campo eólico. El acierto de la intendente del Palau, Helga Schmidt, parece indiscutible, aunque el texto poético y musical sea en ocasiones "droga dura" por su extensión intocada.

Es la primera vez que Los troyanos puede verse en España, cuando vive su recuperación en las grandes casas de ópera. Y es tal vez la primera, a escala mundial, que puede verse íntegramente, sin ningún corte ni arreglo. La ocasión venía dada por la voluntad de Valery Gergiev, infatigable y espectacular director musical, que llevará la versión a los teatros coproductores de San Petersburgo y Varsovia, después a La Scala de Milán, etc. La formidable orquesta del Palau y su no menos importante coro, ambos gloriosos en el estreno, permiten estos alardes. Ambos colectivos dan prestaciones insuperables por brillantez, vigor y variedad, tanto en escena como en los internos. Estos hechos explican que el del Palau valenciano sea el único foso de ópera español frecuentado por las batutas de nivel primerísimo "sin traer su propia orquesta".

En el mismo rango de exigencia están las voces solistas, con el heldentenor wagneriano Stephen Gould en Eneas (su agudo una vez fallido en falsete carece de importancia en el conjunto de una interpretación admirable) y la mezzo Daniela Barcellona, puro esplendor en Dido; la cada día más generosa soprano spinto Elisabete Matos en Casandra; un inmejorable tenor lírico, Eric Cutler, en Iopas; y los impecables barítonos Gabriele Viviani y Stephen Milling en Corebo y Narbal.

Droga dura, sí, porque la obra abunda en partes excesivamente largas y contiene alguna otra que no ha envejecido bien desde mediados del siglo XIX. Hubiera sido fácil cortar y condensar lo que sigue siendo inmortal. Pero el reto del texto íntegro muestra un coraje que vuelve a poner el Palau de les Arts en cabeza de las casas de ópera españolas y aún del mundo. Las hasta ahora referenciales producciones de Nueva York y Salzburgo se han quedado chicas y un tanto ñoñas ante el despliegue de talento de Padrissa y sus fureros. Como ocurriera con El anillo wagneriano, estos Troyanos inmiscuidos en la falsa seguridad informática de nuestra civilización, darán la pauta de la "obra de arte total" en el siglo XXI. El president Camps y la alcaldesa Barberá fueron testigos en el estreno.