Rafael Azcona solía hablar de la gente calificándola según el grado de proteína que hubiera en sus venas o en su alma, que es la vena invisible del hombre. Esa calificación puede trasladarse a las instituciones, a los grupos sociales. Viendo este último viernes la historia del grupo folclórico Los Sabandeños en el museo que están a punto de abrir en La Laguna me acordé de esa atribución que hacía Azcona.

Los Sabandeños nacieron como una parranda en 1968, cuando en España vivíamos mejor contra Franco, como decía Manuel Vázquez Montalbán. La sociedad tenía algunos objetivos comunes y una memoria asimismo compartida: la de la guerra, la de la posguerra.

En aquel entonces, Los Sabandeños supusieron en el aire disociado de la época una especie de respiración aliviada, pues a la oscuridad que había precedido la relación de la vida con el arte y con la poesía sucedía una apuesta parrandera que era también un desafío intelectual: situar en los ámbitos de la preocupación cultural las artes populares que habían dormitado como reductos de lo estrictamente folclórico, en el viejo sentido peyorativo del término.

Los Sabandeños fueron fundados por Elfidio Alonso y por Enrique Martín, que aglutinaron a un grupo muy diverso de profesionales entre los que citaría, por ejemplo, a Julio Fajardo, al Minuto, a Juan Oliva, a Juan Cambreleng, a Dacio Ferrera, a Miguel Lemus... Hubo muchos, y a lo largo del tiempo ha habido desenganches, nuevas incorporaciones y, naturalmente, lamentables desapariciones? El grupo como tal significó entonces, y significa en la historia, un desafío que se ha cumplido largamente: ¿serán capaces estos artistas parranderos de aguantar el fuelle? Fueron capaces; sin duda, la gestión de Elfidio Alonso y la mano diestra (también con el timple) de Enrique Martín convirtieron la ilusión de las tardes en una sólida contribución a la cultura canaria también en su relación con la cultura musical sudamericana.

Esa pervivencia es proteína pura, como decía Azcona de las gentes a las que él admiraba. Imagino que en este tiempo largo Los Sabandeños habrán tenido que arrostrar enormes dificultades, generadas fuera o dentro del grupo, pues nuestra sociedad canaria es extremadamente difícil en cuanto uno trata de sumarse (o de restarse) con otro. Que Los Sabandeños hayan generado hacia adentro y hacia fuera ese entusiasmo con el que subsisten es un ejemplo raro entre nosotros, donde el "qué quedrán" vale más que la esperanza de que al otro le vaya bien para que a uno le vaya bien también.

Me gustó ver el museo; recorrí sus salas, vi trofeos, fotografías de aquellos viejos tiempos, rememoré mentalmente sucesos de las distintas épocas, me acordé, cómo no, de muchos nombres propios que ya están ausentes (o del grupo o de la vida), y me adentré, con Elfidio, en la memoria de dos personajes que él ha añadido a esa historia como un homenaje que es mucho más que un agasajo privado.

Se trata de las salas que dedica el museo a la biblioteca de María Rosa Alonso ("mi tía María Rosa", como decía Elfidio cuando en las islas ese nombre debía decirse en voz baja) y a algunos recuerdos de su padre, don Elfidio Alonso Rodríguez, el señero periodista que fue diputado republicano y que vino a su tierra, al final de sus años, para regalarnos su inteligencia disfrazada de la ironía del sentido común.

Entre las reliquias que allí se exhiben, Elfidio Alonso Quintero, el hijo, exhibe un documento que llama la atención: un certificado que la autoridad educativa de la época (principios del siglo XX) extendió a favor de don Ambrosio Alonso, padre de don Elfidio y de María Rosa, apreciando las cualidades que el bisabuelo mostró como educador constante de sus hijos?

Proteína pura sería también don Ambrosio? Al final de ese viaje por el pasado (y por el presente: Los Sabandeños siguen grabando, y actuando, ahora preparan su actuación del 25 de mayo en Madrid) Elfidio Alonso me regaló la versión actual, sinfónica, de la célebre Cantata del Mencey Loco? La escuché por primera vez cuando salió, en 1974, en medio de unos vecinos ingleses, en Lincoln, en el centro de Inglaterra. Aquellos vecinos no entendían mi entusiasmo, pues eran incapaces de entender el idioma y por supuesto eran ignaros con respecto al folclore canario. Pero aquella emoción que yo les mostraba escuchando aquellos versos convertidos en parte de la música venía de una vena que se acentúa cuando uno está lejos y el alma remite a la historia, que al fin y al cabo no es otra cosa que un puñado de versos compartidos.

El Museo (que se llama Casa Sabandeños) está en la calle Bencomo de La Laguna, a unos pasos del Ateneo donde tantos años atrás los presentó el inolvidable Alfonso García-Ramos, proteína pura del periodismo hecho en las islas. Han pasado muchos años y algunos naufragios, pero de aquel bautismo nació esta historia, y hoy hay que honrarla con la virtud tan precisa, tan necesaria, tan imborrable, de la gratitud.