El bailarín rumano Gelu Barbu (Lugoj, 1932) cumplió 80 años el pasado sábado. Desde 1966 reside en la capital grancanaria. El estreno del documental Arte en el exilio es la excusa para abundar en su obra y legado.

- ¿Cómo fue su infancia en una familia de artistas, con una madre pintora y un padre músico?

- Crecí en un ambiente muy artístico. Mi padre, Filaret Barbu, fue uno de los grandes compositores rumanos y desde pequeño estuve en el mundo del arte. Me buscaron escuelas, nos mudamos de una ciudad pequeña a la capital para que yo tuviera posibilidades de aprender. Hablamos de Rumanía antes de que llegara el comunismo, un país constitucional y monárquico. Con el tiempo comencé a trabajar en el grupo de la ópera de Bucarest, me dieron becas y pude ir a Leningrado. Aquello fue un impulso enorme para mi carrera y esencial en mi vida. Me di cuenta de lo que era de verdad el ballet y lo difícil que es. Estuve con Pushkin en la escuela Vaganova de Leningrado, uno de los grandes que tuve en mis comienzos.

- En 1961 y durante una gira del Ballet de la Ópera de Bucarest por Alemania del Este decidió cruzar el Muro de Berlín para rehacer su vida. ¿Cómo se produjo este hecho y qué le motivo a tomar la decisión?

- Me di cuenta de que me obligaban a decir lo que ellos querían, estaba muy controlado. Tuve que meditar mucho la decisión de marcharme de la compañía. Estaba muy ligado a mi tierra y no fue fácil. Finalmente tomé la decisión y así un día crucé el Muro. Fui solo, aunque el pianista del ballet me acompañó, pero no tenía ni idea de lo que quería hacer. Le dije que íbamos al otro lado con la excusa de hacernos unas gafas que solo las podía comprar en Occidente. Lo dejé ahí a este hombre y me fui corriendo. Le dije a un policía que quería asilo político y me llevó hasta el Consulado americano, y ya estaba.

- ¿Y cómo fueron aquellos días en territorio occidental?

- Asustado, claro que sí, fueron días difíciles porque era un comienzo totalmente diferente en mi vida. Pensé a dónde podía ir, qué podía hacer, y me dirigí a la televisión, porque había trabajado antes en la televisión en mi país. Y entonces empecé haciendo de todo, no solo cosas como solista, de todo, y estaba mentalizado de la situación, sin caprichos ni cosa alguna que tuviera que ver con lo que hice antes. Estuve en la Ópera de Múnich, Núremberg, Oslo... La verdad es que no me puedo quejar.

- Usted llegó a Canarias en 1966 por recomendación médica. ¿Qué le ocurrió?

- Desde siempre tuve problemas con la espalda porque levanté a muchas bailarinas. Esto fue a primeros de los años 60, y nada iba a ser igual, no pude hacer las cosas como antes. Por eso me decidí a cambiar.

- La lesión suponía dar por finalizada una carrera cuando tenía años por delante.

- Me di cuenta de que la danza se había acabado y que no podía más, una frustración muy grande. Un amigo y un doctor me dijeron que debía vivir en un sitio donde no hiciera frío.

- Una decisión dolorosa que 45 años después queda claro que fue lo mejor que pudo hacer para seguir en la danza.

- Sí, todo el proceso fue muy fuerte, pero todo fue distinto cuando llegue a la Isla. Aquí no existía el ballet ni había tradición. Vine con un amigo noruego y me instalé en su casa aquí cerca de Las Canteras, todo muy despacito. Pasó bastante tiempo hasta que empecé a relacionarme con la gente de la cultura. No sabía hablar español y tuve que cambiar de mentalidad y todo para adaptarme a mi nueva situación. Comenzó a correrse la voz de que un profesor rumano había llegado con intención de quedarse aquí y trabajar. Reuní a algunos chicos y chicas y montamos un grupo interesante que fue el núcleo del Ballet de Las Palmas Gelu Barbu. La gente empezó a interesarse por mi trabajo. Si hubiera ido a otro sitio de España, todo habría sido diferente. Así comencé a adentrarme en el mundo artístico de aquí. Me ayudó mucho el crítico Agustín Quevedo, que ya murió. Él me presentó a diferentes personalidades, y así conocí a Guillermo García-Alcalde, que fue otra persona que también me ayudó mucho, a Falcón Sanabria, Lothar Siemens...

- Su trabajo en esta época se doblaba en la faceta formativa y en la creativa, con proyectos propios y coreografías para compositores y artistas plásticos.

- Debía crearme otra vez, y tuve suerte porque entré muy fácil en el mundo cultural canario. Felo Monzón, por ejemplo, me cogió mucho cariño. Luego conocí a Pepe Dámaso, César Manrique...

- ¿Qué huella dejó aquel ballet entre los jóvenes que se acercaron a aprender?

- Cuando llegué los alumnos estaban hambrientos por aprender. Fue muy bonito porque había deseos de saber más de la danza, y se trabó una gran amistad que llega hasta ahora. Aquí no se sabía lo que era la danza clásica o contemporánea, si acaso algo de danza española. Yo entré en un terreno virgen y fue bien porque entonces hice mi propio medio ambiente.

- Decía usted en la presentación del documental Arte en el exilio que nunca se consideró un exiliado en Canarias y que su legado estaba en buenas manos, refiriéndose a alumnos como Miguel Montañez y Wendy Artiles.

- La palabra exilio es muy fea, nunca me he sentido así. Incluso me nombraron hijo adoptivo, un título que me entregó el Rey Juan Carlos en el Teatro Pérez Galdós, fue algo muy emocionante que nunca olvidaré. Y estoy feliz por Miguel y Wendy, porque estas dos personas existen, me dan la tranquilidad de que mi trabajo de muchos años seguirá bien, porque son muy serios y profesionales. Hice mucho, lo que quería hacer, y no sé ahora mismo si hay alguna cosa que quise y no pude y dejé abandonado. No creo, porque repito que lo que quise lo hice.

- Sus primeras coreografías en Canarias apostaban por lo clásico y lo contemporáneo por igual. Gelu bailaba Pierre Henry, Verdi, Stockhausen, Prokofiev, Bartok, Bellini, Chaikovsky.

- Quise mezclar tipos de música. No había coreógrafos ni aquí ni en Madrid, ni en Barcelona, no había nada, estaba vacío total. Ahora y desde hace años todo es muy distinto. Incluso muchos bailarines y aspirantes a serlo se interesaron mucho por mi trabajo. Y la verdad, debido a mi formación clásica estaba contaminado y deseaba algo diferente.

- Con los años, y una vez normalizada la situación política, volvió a Rusia y Rumanía. ¿Qué sensaciones le provocó regresar al escenario del que había huido?

- Una sensación de mucho miedo cuando fui a Rumanía por ejemplo. La política es tan rara, no sabía lo que me iba a encontrar, pero no pasó nada. Todos eran ex comunistas, así que no se podía fiar de nadie. Ahora todo es normal, y por suerte todo pasó. Te encontrabas con gente que era del otro sistema, fanáticos, personas con las que no se puede hablar, autoritarios que no conocen otra cosa que un sí o un no.

- Cumple 80 años con un balance altamente positivo en lo profesional. ¿Qué le pide a la vida por el tiempo que le queda?

- Nada de nada. Es demasiado lo que me dio la vida, estoy asombrado con todo, sobre todo en este último tiempo, estoy tan agradecido que no me puedo creer lo que soy. Hace mucho que no actúo. Cuando noté que era difícil me paré porque hay que ser consciente de la edad que uno tiene. Ahora siempre voy a la escuela, vigilo a los cien alumnos que tenemos. La danza ha cambiado y se hace poco, debía hacerse mucho más. Entre mis alumnos hay mucha gente válida, por ejemplo, pero sabes, lo que pasa es que las autoridades no se mueven en general con el arte, se necesita un poco de ayuda. No todo el mundo puede pagarse viajes para salir de aquí. Y no tenemos una compañía estable. Y desgraciadamente hay mucha envidia. A los jóvenes que empiezan les diría que hagan lo quieran y que dejen de pensar en el qué dirán otros, y si no que se vayan fuera, que pierdan el miedo. Y que no hagan solo clásico, no se puede trabajar solo con lo viejo, cansa y se vuelve muy aburrido.